¿Nos hemos puesto a pensar cómo aprendimos a hablar? Podríamos sentir que fue como por arte de magia y, creo, tiene mucho que ver con eso. Entendemos el mundo por asociación y anclaje, estas conexiones que desde chiquititos tenemos la capacidad de construir a partir de estímulos pequeños que implican pasos agigantados. Nuestro mundo se reduce a mamá, papá, teta, leche, agua y, tal vez, a algún guaguá; sin embargo y, por obvias razones, el universo se torna más complejo en la medida en que vamos creciendo, para muchos (los más afortunados) la primera dificultad o crecimiento de su contexto se llama escuela, un espacio donde los estímulos se multiplican y te disparan por todas partes. Hay que aprenderse en nombre de los compañeros, de las maestras, esos nuevos espacios que ahora habitamos, las palabras mal pronunciadas de los compañeros, más las lecciones que allí hemos de tomar. Nuestro mundo se ve obligado a abrirse… compartimos mundos y es así cómo aprendemos a comunicarnos. ¿Hemos pensado en la maravilla que implica abrir un libro y sentir una historia a partir de unas manchitas de tinta sobre papel? ¿Cómo es que el lenguaje nos ha permitido expandir nuestros horizontes infinitamente? Conocer a una persona, su mente, entender su corazón, los ciclos de las plantas, de las flores, las reacciones de los animales, de nuestro propio cuerpo. Sí, hay algo de teoría, de hipótesis, teorías e investigaciones de otros, pero esa conexión con los entornos nos la da eso que llamamos sabiduría, el conocimiento vivido, la observación y la recurrencia. Se dice ambiciosamente que nunca llegamos a conocer a una persona por completo, coincido, por supuesto; habría que acompañarle en cada reto, cada paso, cada dolor y cada una de sus alegrías; sin embargo, podemos tener un mapa, tener una expectativa gracias a la costumbre de nuestros sentidos. Encuentro la profesión del comunicador desde la complejidad de ese proceso humano que conecta, que puede propiciar la guerra o la empatía, que construye y destruye, que reconcilia y separa. Me gusta pensar en el poder de mis palabras, de mis gestos, de mis miradas, en el orden de mis ideas, lo que hablo y lo que decido callar… por un tiempo. Hemos reducido estos conocimientos a las publicaciones que se programan en una red social, a lo que requiere una cámara o un micrófono, a los titulares engañosos de las plataformas digitales. La comunicación está en todas partes de manera constante y define, en gran medida, la forma en que nos relacionamos. Los invito a cuestionarnos y recordar cómo aprendimos a hablar y, en general, a comunicarnos; con quien nos es sencillo, con quien ha implicado una tarea titánica y por qué. Yo, mientras tanto, sigo aprendiendo con la pasión y el interés de una niña que descubre que el perrito dice guaguá.