Escribo mientras los medios de comunicación del mundo transmiten la ceremonia de juramentación de Donald Trump como Presidente de los Estados Unidos, rodeado de plutócratas, mientras informan de los eventos inaugurales de su segundo mandato. Permanezco expectante ante el anuncio de las primeras decisiones y acciones que la administración republicana emprenderá desde el primer día. Estoy preocupado por las órdenes ejecutivas firmadas de inmediato en el Capitolio y al llegar de nuevo a la Casa Blanca, ahora sin contrapesos, investido con mayores poderes, rodeado de altos funcionarios identificados con la agenda, las intenciones y las propuestas conservadoras derivadas de una campaña electoral profundamente divisiva.
Análisis vendrán sobre las innumerables y graves implicaciones, consecuencias y adversidades que el regreso de Trump, corregido y aumentado, tendrá tanto para Estados Unidos como para México; en particular para el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum, y sobre todo para el futuro y bienestar de los mexicanos, tanto allá como acá. Los destinos de ambos países están intrínsecamente vinculados por la historia, la geografía, las sociedades, las fronteras, la economía, el comercio, las migraciones y las culturas.
En esta primera columna concentraré mi atención en las rupturas que Trump 2.0 acarreará para la política exterior estadounidense, las posibles repercusiones en los complejos e inestables escenarios internacionales actuales y los impactos que su regreso triunfal tendrá para el incierto devenir de los asuntos mundiales.
Los Estados Unidos de América son la única superpotencia en el mundo; la extraordinaria y poderosa nación norteamericana que se asume en los hechos y en su narrativa histórica como excepcional, reafirmándose hasta el día de hoy como poseedora de un destino manifiesto, que mantiene intereses en todos y cada uno de los países del orbe. Esa nación que se afirma indispensable, con su incomparable poderío militar y el predominio sobre la economía capitalista ahora debe hacer frente a un mundo multipolar mucho más complejo, fragmentado y peligroso, que en el pasado reciente.
El discurso dominante de la posguerra y la posguerra fría planteaba la necesidad de una gobernanza mundial bajo el liderazgo estadounidense, fincada en la cooperación con otras naciones, para trabajar, no en aislamiento defensivo, sino juntos en favor de un mundo libre, teniendo siempre presente que los hombres y mujeres nacemos todos iguales y tenemos derechos fundamentales de carácter universal. Tanto en el ámbito interno como en el plano internacional, el papel civilizatorio asumido por los Estados Unidos fue alentar a sus ciudadanos, apoyar sus sueños, aspiraciones, empresas y ambiciones de progreso, contener a los poderosos a través de la ley, impulsar el derecho internacional, fortalecer las instituciones multilaterales que con tanto empeño había ayudado a construir después de la Segunda Guerra mundial, predicando con el ejemplo, haciendo uso de la fuerza y de la disuasión para acabar con las amenazas, promover la justicia y equilibrar las disparidades en el mundo.
Durante décadas, demócratas y republicanos coincidieron en que la política exterior de Estados Unidos reunía ese conjunto de acciones, decisiones y estrategias respecto de las cuales había un consenso bipartidista sobre el liderazgo político, económico y militar de Washington -y sobre todo la justificación moral- para encabezar el mundo Occidental, centrado en la promoción y defensa de sus intereses económicos, comerciales y financieros y en ejercer un rol hegemónico, con todo su enorme peso e influencia en las instituciones multilaterales y las organizaciones regionales e internacionales.
El consenso bipartidista estaba ya en crisis y ha llegado a su fin. Ese liderazgo es cuestionado desde dentro de la sociedad estadounidense y desde fuera en medio de una colosal polarización y un notorio desgaste de las instituciones internacionales. El Partido Republicano se ha convertido en un movimiento de masas de ultraderecha, del que Trump se apropió, a pesar de haber sido procesado por llamar a la insurrección contra el Estado, incluso condenado por actos de felonía, pero exonerado por las cortes.
Los republicanos han terminado por llevar la lucha política interna, la división y la polarización doméstica al ámbito internacional; lo que Washington ha venido haciendo o dejado de hacer en Ucrania, en Palestina, en las Américas, contra Rusia y enfrentada con China, es objeto de disputas políticas, mediáticas y legislativas, exacerbando las profundas divisiones y divergencias, tanto dentro como más allá de sus fronteras. El Partido Demócrata impulsó durante la presidencia de Joe Biden una agenda de política interna bastante exitosa, para salir rápidamente de la pandemia con iniciativas para relanzar la economía, promover más y mejores empleos, impulsar el desarrollo tecnológico y mejorar las ayudas sociales y la infraestructura, junto con una política exterior que mantuvo una relativa credibilidad en las instituciones multilaterales, siempre y cuando éstas no se interpusieran con los intereses nacionales estadounidenses. Los republicanos hicieron suyos las mentiras y bravatas de Trump calificando a la primera como una agenda "socialista" y a la segunda como una política exterior "débil" y "errática".
Luego de los resultados contundentes e incontrovertibles de las elecciones de noviembre pasado, EUA tendrá que actuar en un mundo con múltiples centros de poder, desglobalizado y fragmentado. Uno en donde las alianzas están cambiando, hay nuevas asociaciones de países, donde China se reafirma como la segunda economía, mientras un variado grupo de países del Sur Global rechazan subordinarse a los designios occidentales como en el pasado, habiendo potencias emergentes como la India que buscan tener mayores espacios y ejercer mayor influencia en la toma de las decisiones mundiales. El regreso de Trump será indudablemente un factor disruptivo.
@JAlvarezFuentes