El Reporte de Riesgos Globales 2025 del Foro Económico Mundial (FEM) es un indicador de las amenazas mundiales en el año del regreso de Donald Trump, construido con la participación de más de 900 expertos consultados. Los diez principales riesgos son, por orden de importancia: 1) conflictos armados entre estados; 2) eventos climáticos extremos; 3) confrontaciones geoeconómicas; 4) desinformación y manipulación informativa; 5) polarización social; 6) crisis económica y recesión; 7) cambios críticos en los ecosistemas terrestres; 8) falta de oportunidades económicas o desempleo; 9) la erosión de derechos humanos y libertades cívicas, y 10) la desigualdad económica.
Todos estos riesgos globales están interconectados de alguna u otra manera y se alimentan unos a otros. No son aislados y existe un común denominador: la fragmentación del orden global y el debilitamiento de las estructuras de gobernanza mundial en medio de una voraz competencia entre las grandes potencias. Es el caos sistémico que corresponde a nuestro tiempo. La etapa de transición entre dos épocas. El escenario convulso de un viejo orden que se resiste a morir y uno nuevo que no se decide a nacer. La competencia global abarca cinco aspectos y configura los diez riesgos que menciona el reporte del FEM.
La disputa más estruendosa es la geopolítica. Su rostro más crudo es la guerra entre estados. En los últimos años hemos visto proliferar los conflictos entre países. Nos encontramos en la época más conflictiva desde la Segunda Guerra Mundial. Las soluciones de paz que se plantean apenas si llegan a treguas o alto al fuego temporales, pero no resuelven de fondo los conflictos. El caso de Palestina es un claro ejemplo. Y si bien es cierto que el orden internacional basado en las reglas liberales ha volado por los aires, las potencias de Occidente, reunidas en la Alianza Atlántica, se resisten a perder el lugar de privilegio que han ocupado.
Frente a ellas ha nacido un eje, una especie de entente de Eurasia, en la que figuran China, Rusia, Irán y Corea del Norte, entre otros. Sus intereses no son homogéneos, pero están de acuerdo en caminar hacia un orden multipolar en el que ya no sea Estados Unidos la potencia hegemónica ni dominante. El llamado Sur Global es un potencial terreno fértil para las iniciativas chinas de Seguridad, Desarrollo y Civilización globales. La rivalidad abierta entre Washington y Pekín determina en gran parte las formas de las relaciones internacionales restantes. El resultado es un mundo más inestable con dos gigantes que buscan hacerse espacio en un planeta que de pronto parece demasiado estrecho.
Detrás de la lucha geopolítica viene la pugna geoeconómica. La primacía de la rentabilidad sobre el resto de criterios ha tenido que hacer espacio al concepto de seguridad económica. Lo enarboló el expresidente Joe Biden, en una de las continuidades de las políticas de Trump I. Lo replantea hoy Trump II. El proteccionismo, los aranceles, la relocalización de las cadenas de producción, el retorno de la política industrial y las restricciones a exportaciones clave, forman parte de una estrategia para reforzar la capacidad productiva estadounidense de cara al desafío económico chino. Algo similar pretende la Unión Europea. La lógica otanista es clara: las guerras no sólo se ganan con armas, sino con aparatos industriales que respalden los esfuerzos bélicos.
Así mismo, la proyección de Trump hacia el Ártico, con los amagos a Canadá y Groenlandia, y hacia corredores estratégicos como el Canal de Panamá, evidencia el regreso de la lógica del espacio vital o las zonas de influencia. China construye, no sin problemas, una hegemonía regional en Asia Oriental. Rusia fuerza su control sobre el espacio exsoviético. Estados Unidos, con Trump, busca recuperar su primacía en América para hacerse de los recursos y las rutas que le provean de lo necesario para fortalecer sus capacidades materiales.
Dentro de la contienda geoeconómica, mención aparte merece la disputa energética. En los últimos 20 años Estados Unidos ha pasado de ser un país altamente dependiente de los hidrocarburos importados desde varias partes del mundo, a la primera potencia productora de petróleo y gas. Incluso, se ha vuelto uno de los principales exportadores, rivalizando con Rusia, Arabia Saudí e Irán. Debajo de las advertencias reales por el calentamiento global, provocado en buena medida por la quema de combustibles fósiles, existe una ardua competencia por el control de nuevos yacimientos. El Ártico esconde bajo sus aguas congeladas ingentes reservas, lo que explica el interés de Trump en incrementar la presencia estadounidense en la zona. ¿Debemos ver en el cambio de nombre del Golfo de México una lógica similar?
Lo más preocupante del cambio climático antropogénico no son los efectos destructivos que ya de por sí está teniendo, sino los que tendrá en el futuro cercano debido a que las grandes potencias no están dispuestas a ceder en su competencia por producir y exportar la mayor cantidad de combustibles fósiles. Los hidrocarburos siguen siendo un factor de poder. Y mientras no se eliminen los incentivos para ello, la economía mundial seguirá moviéndose a golpe de combustión.
Las nuevas tecnologías -que, por cierto, también dependen mayoritariamente de energías sucias- son el escenario de otra ríspida competencia. Empresas tecnológicas y gobiernos de potencias se disputan la primacía de los nuevos desarrollos técnicos, como la inteligencia artificial y la computación cuántica. La desconfianza entre nuevos y viejos poderes está conduciendo al mundo hacia la fragmentación de un (des)orden digital cargado de ruido, bulos y alienaciones. Si con el cambio de siglo llegamos a imaginar una aldea global más democrática y unida a través de una internet al alcance de todos, hoy asistimos a la partición del ciberespacio en tres modelos diferentes: uno centrado en la tecnoligarquía, otro controlado por el Estado y uno más enfocado en el usuario. Los dos primeros llevan la ventaja.
La guerra de propaganda y mala información que se libra en las plataformas alimenta la quinta competencia que cobra forma de guerra sociocultural. Armadas con prejuicios, miedos, mentiras y verdades a medias, distintas narrativas luchan por prevalecer en el espectro digital. Del progresismo al libertarismo, de la izquierda estatista a la ultraderecha, la batalla es para imponer una visión particular de la realidad. Y si da el caso de que la narrativa opuesta tiene la ventaja, entonces la estrategia cambia hacia la viralización de bulos, no para que estos se crean, sino para que, en el hastío del bombardeo, el ciudadano termine por no creer en nada. El nihilismo inconsciente sembrado desde la pantalla de tu móvil. La nueva competencia global alimenta los riesgos. Frenar la competencia y conjurar los riesgos requiere de ciudadanos interesados, movilizados, críticos y autocríticos.
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