Un país como empresa unifamiliar. La mayor potencia económica y militar del planeta como multinacional. Las acciones gubernamentales como inversiones en bolsa. El presupuesto como cuenta de resultados. El Congreso y la Cámara de Senadores como pasivos miembros del board. Una sola misión: aumentar los ingresos. Una única visión: destruir a la competencia, aprovecharse de su posición dominante, conquistar cada nuevo mercado e imponer sus productos, así sea por la fuerza, en todo el orbe. Y unos valores que son, en realidad, antivalores: desdeñar o combatir cualquier contrapeso o regulación. El sueño húmedo del neoliberalismo vuelto realidad.
Si numerosos autores cyberpunk han imaginado un futuro dominado por corporaciones donde el Estado no existe más -o solo existe como prolongación de estos gigantescos conglomerados- y donde los ciudadanos son, en el mejor de los casos, accionistas y, en el peor, clientes o esclavos, la dupla Trump/Musk se muestra empeñada en actualizar esta oscura distopía. A lo largo de un escaso mes en la Casa Blanca, ambos se han volcado a transformar la gobernanza, no solo de Estados Unidos, sino del planeta en su conjunto, en una prolongación de sus propios intereses personales.
Cada una de las medidas que han tomado en este frenético periodo -un alud de órdenes ejecutivas y decisiones caprichosas, improvisadas o ambiguas- obedece a esta lógica que no podría resultar más elemental: obtener más recursos sin importar ninguna otra consideración. Poco importan los acuerdos internacionales, las reglas éticas o la visión de mediano o largo plazo: los resultados han de ser inmediatos, pues lo que les importa es demostrar su talento negociador sin que les preocupen en absoluto las consecuencias posteriores. Una política empresarial propia de un estafador como Bernie Madoff: una pirámide o un esquema Ponzi global operado y conducido desde Washington.
Cuando Musk se apoderó de Twitter este fue su plan: primero dejó la empresa en los huesos, despojándola de personal y controles, y solo después se dedicó a resolver los problemas que él mismo había creado. Siguiendo los consejos de Steve Bannon -acérrimo rival del dueño de X-, Trump sigue la misma línea: a diario abre nuevos frentes, internos y externos, con el único fin de sacar el mayor provecho del desconcierto, el pasmo o el pavor de sus contrincantes, muchos de ellos antiguos aliados. En uno y otro caso, se opta por la demolición antes que la reforma -algo en lo que concuerda con López Obrador- y por el presente antes que por el futuro.
En el salvaje universo trumpiano, los otros, todos los otros, son enemigos y nunca socios potenciales: de lo que se trata es de amenazarlos, intimidarlos o sobajarlos para después aprovecharse de ellos. No es que Estados Unidos no haya aplicado esta receta en el pasado -es parte de su ADN-, pero la absoluta falta de escrúpulos desconcierta incluso a los viejos halcones de la época de Reagan o los dos Bush. Porque, en el tácito lenguaje que se establece entre dos actores, Trump y Musk siempre empiezan traicionando y nunca cooperando, y al otro no le queda sino aceptar unas condiciones deshonrosas o embarcarse en una pelea destinada al fracaso.
De afirmar que cualquier desbalance comercial es una afrenta a buscar apoderarse de Groenlandia, Canadá, Gaza o el Canal de Panamá, y de echarle en cara a Zelensky el apoyo estadounidense a amenazar con aranceles cada vez que se le antoja, Trump opera con la misma superficialidad. Por ahora, su estrategia ha funcionado: nadie, ni dentro ni fuera de Estados Unidos, parece capaz de resistirlo: la parálisis de los demócratas solo es comparable al azoro de la Unión Europea o al miedo de América Latina. Solo China, que siempre ve más allá, podría resistirlo. El riesgo de que a la larga fracase es, sin embargo, muy alto: la historia demuestra que una potencia no puede dominar solo a partir de una pulsión extractivista: la precariedad de su relato -basado en la mentira y la intimidación- podría volverse en contra suya. Sobre todo, si, como se prevé, sus votantes pronto descubren, en la realidad de sus bolsillos, las consecuencias de su hybris.