Ático
Mañana toma posesión Trump, abriendo una nueva era en la relación bilateral que obligará a México a definirse: con ellos o contra ellos.
Mañana tomará posesión Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Fue electo cumpliendo todos los requisitos que impone la ley de su país y obtuvo una mayoría absoluta no sólo en el colegio electoral, sino también del voto popular. Nadie en su país le disputa la legitimidad de su triunfo (aunque obviamente no a todos les gusta), por lo que los mexicanos debemos respetar la decisión de su electorado, entender la racionalidad del resultado y actuar para tener la mejor relación bilateral posible.
Es indispensable que los mexicanos identifiquemos y aceptemos la naturaleza vital de la relación bilateral y nos aboquemos a asegurar que se preserven nuestros intereses. Lo anterior no implica que Trump vaya a ser un presidente convencional o que lo que venga será fácil o libre de consecuencias.
Todo el mundo ha observado la forma en que el próximo presidente se comporta, la agresividad de su agenda y la popularidad que le acompaña. En contraste con su primer cuatrienio, Trump llega envalentonado, con claridad de propósito, experiencia respecto a lo que pretende lograr y, más importante, con un claro mandato popular, justo en los asuntos que competen a México: migración, drogas y crimen organizado, además de China. Cualquier expectativa de que moderará su agenda o su estilo es irrealista e irresponsable.
En adición a lo que la persona del presidente quiera y piense impulsar, es crucial comprender los cambios que ha venido experimentando la sociedad norteamericana, las circunstancias por las que atraviesa esa nación y que yacen en el corazón del abrumador resultado electoral. Parece evidente que el Trump 2.0 viene acompañado de un amplio mandato popular, producto de una serie de crisis inherentes a su sociedad pero que le favorecieron como candidato. Trump no creó esas crisis, pero éstas explican el resultado de su elección y son éstas las que dominarán la agenda del gobierno que está por ser inaugurado.
Estas crisis se pueden denominar de muchas maneras, pero incluyen diversos elementos que afectaron a amplios segmentos del electorado. Algunas de estas crisis son genéricas, otras específicas, pero todas se sumaron en la elección de noviembre pasado. Entre los principales factores está la crisis de las adicciones, especialmente la de fentanilo, cuya letalidad llevó a cientos de miles de muertes; luego está la polarización política, que muchos conciben como una crisis de valores y/o de creencias, pero que, en su esencia, constituye una disputa hasta de lenguaje (corrección política) que ha dividido al país entre estados "rojos" (republicanos) y "azules" (demócratas); muy cercano a lo anterior está la crisis del discurso de los progresistas, cuyo actuar en materia de género, aborto y transición de sexos provocó un profundo abismo en el corazón de la sociedad. La desigualdad económica que muchos atribuyen a los tratados comerciales que EU ha firmado con otras naciones (especialmente México) y a los que, en conjunto con la migración, atribuyen pérdidas de empleos sobre todo del medio oeste. Y, finalmente, una crisis de gobernanza en el sentido de que una parte importante del electorado no se siente representada por sus gobernantes y/o legisladores.
Ninguno de estos asuntos es nuevo ni todos son especialmente estadounidenses en contenido, pero la suma de ellos llevó al punto en que un candidato disruptivo pudo beneficiarse, incluso sin que así lo haya entendido antes o ahora.
La combinación de estas circunstancias y la personalidad del nuevo presidente han creado un contexto propicio para una gran transformación política y cultural dentro de la sociedad norteamericana que algunos autores* desde hace años equiparan a lo que aconteció con Andrew Jackson al inicio del siglo XIX, Lincoln a la mitad de ese siglo, Roosevelt a principios del siglo XX y Reagan en los ochenta. En esta lectura, la sociedad norteamericana está experimentando una revolución cultural de largo aliento que tendrá consecuencias no sólo para su país, sino para el mundo. O sea, se trata de una sociedad en evolución.
En teoría, México tiene dos opciones frente al nuevo gobierno estadounidense. Una es la de pretender que nada ha cambiado y aferrarse a lo existente suponiendo (o confiando) que, como nación soberana, tiene todas las opciones del mundo. Este camino nos llevaría al ocaso porque no sólo pondríamos en riesgo la viabilidad del principal motor de crecimiento de nuestra economía, sino que incluso atraeríamos la ira de los estadounidenses, con lo que eso pueda implicar.
La alternativa sería la de abogar activamente por los asuntos que son de interés vital para México, atender el fondo de los problemas que los norteamericanos (correctamente) atribuyen a México como causa de problemas que les afectan y colaborar con ellos en la solución de los problemas que son de carácter bilateral o en los que, aun siendo suyos, tienen obvios y profundos vínculos con México.
Hace muchos años, un gobernador me comentó que, al tomar posesión, tuvo que decidir entre combatir a los narcos o sumarse a ellos, pero que "no podía hacerse pendejo". Lo mismo para el país hoy: la noción de que México puede mantenerse al margen de lo que ocurre en esa nación y que con esa actitud evitaremos ser víctimas de su actuar es no sólo infantil, sino por demás irresponsable.