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Karisma (MAYRA FRANCO ROSALES)
Infarto sube a la tercera cuerda y alza los brazos al cielo. Está listo para saltar sobre su rival y caer con ese golpe certero, tantas veces ensayado. En ese momento no ve al público de la arena, no escucha sus gritos. La concentración le impide imaginar alguna falla, que algo, por pequeño que sea, pueda salir mal.
“Sabemos cómo subimos, pero no cómo bajamos” es una suerte de mantra entre los propios luchadores. Es la síntesis de un oficio en el que el dolor es normal. Un trabajo en el que los moretones, las fracturas o las cicatrices son recuerdos que no desaparecen.
Ir a mal
Si la noche es buena, lo habitual es sentir una cierta incomodidad en las piernas, tal vez en los brazos o en las rodillas. Sin embargo, cuando la cosas se salen de control, los resultados son impredecibles. Un resbalón, un mal agarre, apenas un error al apoyarse es suficiente para pasar de una función de lucha libre a la tragedia.
Infarto lo sabe bien. Como tantos otros comenzó con sus entrenamientos muy joven, cuando era todavía estudiante. El debut le llegó rápido. La fecha, enero del 2021; el lugar, la Arena San Pedro. Ese mismo año, el 30 de octubre, se presentó en un bar de Gómez Palacio. Un movimiento más duro de lo esperado lo hizo caer mal. No hubo dolor, pero sí una sensación extraña. Con la mano derecha se tocó el hombro izquierdo: estaba, en sus palabras, “suelto y caído”. La lucha siguió. Durante la segunda caída recibió una desnuca, un movimiento centrado en tomar de la cabeza al contrincante para tirarlo, y con eso resintió el problema del brazo.
El réferi detuvo la pelea. El luchador, sin saber bien cómo, llegó a una silla. Un paramédico le dijo que tenía el hombro dislocado, por lo que no debía continuar. Abandonó la arena y, ya en los vestidores, la adrenalina dio paso al dolor.
Con ellos entró un médico que había ido esa noche con la sola intención de divertirse. Al ver lo sucedido, se ofreció para acomodarle el hombro a Infarto. Pero cualquier movimiento era un suplicio, al punto de arrancarle las lágrimas.
—¡Aflójate! —le decía el médico.
Por instinto, Infarto oponía resistencia. Entonces lo acostaron en el piso. El hombre, con un pie en la axila del luchador, hizo palanca con el brazo. Una, dos, tres veces, porque no salía a la primera. Luego venía una pausa para tocar de nuevo el hombro, para sentir el brazo. El dolor era intenso, hasta que de un momento a otro desapareció. Todo volvió a la normalidad e Infarto podía moverse como antes.
Tiempo después, tras los exámenes de rigor, supo que tenía una luxación de acromioclavicular. Esta aparece al sufrir un impacto directo y daña una articulación que ayuda a levantar, en este caso, el brazo. Pero el traumatólogo Alejandro Gaona, consultado para tener una opinión sobre este episodio, considera que, dada la manera en que se contuvo el dolor, existe la posibilidad de que haya sido una lesión glenohumeral, que puede tener dos efectos inmediatos: un gran dolor y la incapacidad de mover la extremidad. La luxación de acromioclavicular encontrada, dice, pudo ser algo que estaba arrastrando desde hace tiempo.
Sanar poco a poco
Fueron casi seis meses los que Infarto estuvo fuera. En ese tiempo, no dejó de pensar en todos esos luchadores que, tras una lesión, ya no regresan o no recuperan el nivel. No dejó de imaginar que, tal vez, era el fin de su carrera.
Apenas días después de empezar su tratamiento, recibió una llamada. Era un compañero de cuadrilátero, El Espectro. Lo había recomendado para una lucha en la Arena Olímpico de Gómez Palacio. Esto significaba un salto más en su carrera. Pero el joven, después de pensarlo y no sin pesar, dijo:
—No puedo.
—¿Por qué? —comentó el otro, extrañado—. ¿Ya no luchas?
—No es eso. Estoy lesionado.
—No importa. Lucha de todos modos. Así le hago yo.
Seguir ese consejo, ignorar las alertas del cuerpo, no es la mejor idea. Gaona comenta que una vez sufrido el accidente, existen secuelas. La primera es el dolor, pero no la única. Si hubo una rotura en el anillo que contiene la articulación, conocido como labrum, van a existir posteriores luxaciones, no solo cuando se haga una actividad demandante, sino que pueden ocurrir incluso en pleno descanso, mientras se duerme.
Infarto continuó su recuperación. Pero al regresar al año siguiente, en el 2023, volvió a sucederle lo mismo, en esta ocasión el hombro izquierdo. Su reacción no fue de temor, sino de fastidio por pensar en otra larga rehabilitación. Tuvo que descansar poco menos de tres meses, tomar medicamento y aplicar hielo en la zona afectada. Esto, además, le ayudó a contener los dolores en el cuello y las rodillas que por entonces eran recurrentes.
Momento de parar
Una mala caída es, a fin de cuentas, un error de cálculo. Cuando a Infarto le pasó, a mitad de un entrenamiento, no supo bien cómo se dieron los acontecimientos. En un momento estaba luchando y al otro se encontró sentado, rodeado por sus compañeros. Le dijeron, porque no recordaba haberlo hecho, que tras levantarse se bajó del ring y fue a la salida del gimnasio. Le preguntaron a dónde iba, y contestó que a su casa, aunque por entonces llevaba coche e iba en dirección opuesta al estacionamiento. Cuando le preguntaron algo más, como su dirección o teléfono, no atinó en ninguna respuesta.
El caso de Karisma es similar. Es una luchadora con más 10 años de experiencia que durante un entrenamiento no fue recibida, de manera adecuada, por su compañera. Cayó y al estrellarse, dice, golpeó su cuerpo y ya no se pudo mover. Todo permanecía negro. Sin embargo, asegura que sí era capaz de escuchar. Despertó sin dolor, aunque tuvo que ir al médico. Las tomografías revelaron que el golpe no había dañado su cabeza. En cambio descubrió que tenía el tabique desviado por la manera tan apretada en que usaba su máscara.
No fue esa la única vez que perdió la consciencia. En la segunda ocasión permaneció en ese estado durante media hora.
Estos fueron desenlaces felices, pues un golpe en la cabeza es un asunto serio. El neurólogo Augusto Bernal comenta que pueden existir varios efectos, entre las que se encuentran secuelas por un traumatismo craneal o una epilepsia.
Sin embargo, entre más se dan estos golpes, aumentan los riesgos de sufrir deterioro cognitivo o demencia, un padecimiento que se llega a ver en jóvenes deportistas con traumatismos craneales de alto impacto.
Años de dolor
A lo largo de los años Gerardo Marentes Durán encarnó a varios luchadores. Allá por el 82, debutó como El Latino, personaje técnico con el que ganó varios campeonatos y, a la vez, sufrió la pérdida de la máscara. También se llegó a presentar del lado rudo como El Gitano. Sin embargo, es mejor conocido por sus más de 15 años como Cavernario Galindo jr., con el que siguió el legado del famoso luchador torreonense, que incluso enfrentó a El Santo en el cine.
Marentes es un hombre de fe, agradecido con la vida. Su debut puede considerarse tardío, pues ocurrió después de los 30 años. En 26 de carrera, ya sea dentro del Consejo Mundial de Lucha Libre o la AAA, sufrió muchos golpes y llevó una rutina extenuante. En esos tiempos no eran raras las jornadas con varias luchas o el uso de sustancias, el “irse de vago después de la función”, según sus propias palabras.
—Cuando se está joven uno cree que no se va a acabar —reflexiona hoy, ya retirado desde hace tiempo.
Durante los años en activo combinó su amor por la lucha con trabajos convencionales para sostener a su familia. Sin embargo, había ocasiones en que los golpes le impedían vivir con normalidad, muestra de que nunca se deja de ser luchador. Sucedía así cuando se rompía una costilla o un brazo. O aquella ocasión, cuenta, durante una pelea contra Abismo Negro y Conflictus. Entonces un descuido al momento de montar el ring hizo que una tabla quedara encima de otra. Al caer, su cintura impactó sobre ella, perdió el conocimiento y sintió que no podía moverse. El médico, poco después, le dijo que tenía dos hernias discales. El diagnóstico no auguraba nada bueno, porque le dijeron que si lograba caminar era ganancia. Pero al poco tiempo ya estaba en el gimnasio haciendo sentadillas.
—Así nos sacábamos los golpes, haciendo ejercicio —dice.
En 26 años de carrera, la lista de lesiones de Marentes parece interminable. Hombros, brazos, piernas, una rodilla “que se salía” al momento de dar una maroma, manos rotas, hernias, cicatrices que hoy son una especie de recuerdo, como la silla de ruedas en la que permanece sentado.
Pero Marentes, a sus casi 70 años, mantiene la esperanza de recuperar la movilidad en las piernas. Esta la perdió después de sufrir un infarto y varias embolias, que no son del todo extrañas en su profesión.
—Hoy —dice—, por gracia de Dios, estoy vivo, con el apoyo de mi compañera y mi familia. No todos los luchadores pueden decir lo mismo.
La última función
En marzo de 2024, el luchador Rey Destroyer se desvaneció en un ring de Monterrey. 10 días después falleció. La lucha es un deporte de alto riesgo, en el que el peligro de muerte está presente.
Gaona, desde su trinchera como traumatólogo, reflexiona sobre el peor escenario para un luchador al momento de una mala caída. Piensa entonces en una sección medular, que al caer de cabeza corta las raíces nerviosas. A nivel cervical, un accidente desde las vértebras C1 a C6 (que se encuentran en el cuello) puede llegar a impedir la respiración y el latido del corazón.
Así sucedió con El hijo del Perro Aguayo. Fue en una lucha celebrada el 21 de marzo, en Tijuana, y el incidente quedó grabado en cámaras. Sin embargo, lo que puede encontrarse en internet no refleja el verdadero golpe que terminó con la vida del luchador. Hay quienes imaginaron que la causa de su fallecimiento fue una patada de Rey Misterio jr., cuando en realidad el trauma fue causado casi al inicio de la lucha, como explica el traumatólogo.
Príncipe Aéreo, Oro, Mitsuharu Misawa, Owen Hart. La lista de luchadores caídos durante una función es, lamentablemente para el deporte, muy larga.
Elegir el dolor
—Tú me ves bien, como si nada —dice Karisma, que suele luchar tres veces por semana, en entrevista—, pero me duelen los dedos, la espalda, las piernas. Aprendes a vivir con esto porque te gusta. Sé que es malo, pero el cuerpo lo pide. Así es nuestra vida. Es el hambre lo que le hace a uno seguir. Y son las lesiones lo que hacen que uno se retire.
Pero llegado el momento ella decide olvidarse de todo. Si no lo hiciera, considera que el miedo podría paralizarla, evitar que se suba una vez más al ring.
De manera similar piensa Infarto. Deja la mente en blanco cuando sube las cuerdas y alza los brazos al cielo. El dolor, algo tan personal y que los demás no ven, es una parte irrenunciable de ser luchador. Ahí también reconoce la certeza de que seguirá viviendo así todo el tiempo que sea posible, hasta que su cuerpo le diga que ya fue suficiente.