Esta semana un joven amigo me comentó, con la franqueza de su formación e ingenuidad que pronto los años le arrebatarán, que en la oficina gubernamental en la que trabaja está todo listo para apoyar a los candidatos de su gobernador, para integrarlos en el nuevo poder Judicial.
Sus palabras sin filtro me obligaron a buscar otra representación de la libertad de elegir que no fueran las próximas elecciones del país "más democrático del mundo", tanto que parece que en él no hay tiempo para escuchar y atender más voces, como las de madres buscadoras y hasta taurinos tardíamente preocupados por la inminente desaparición de las reses de lidia.
Llega así a los restos de mi mente el llanto como símbolo de la igualdad de los hombres, pues ricos o pobres, neoliberales o encarnaciones de la virtud, alguna vez han llorado en público o privado. Se llora cuando la emoción tiene fugas y, a saber, ningún ser humano es totalmente impermeable.
Inmerso ya en la salinidad democrática, evoco la ocasión en la que en compañía de dos de mis corazones presenciaba una película, con tanto interés y emoción que la bolsa de las palomitas no mostraba descenso mayor en su nivel.
Tal vez la cinta nunca estaría en el nicho de las obras maestras de la cinematografía, pero su mensaje en torno al mandato de la naturaleza y la contrastante expresión de los valores de los cuadrúpedos y bípedos -muy superiores en los primeros-, la hacían interesante.
Pero luego a lo atractivo se añadió la tristeza, cuando los perros del trineo de los protagonistas fueron abandonados en plena tormenta ártica.
Ni mi hijo ni yo despegábamos la mirada de la pantalla, quizá disimulando el nudo que teníamos en nuestras gargantas, hasta que, ejerciendo la superioridad de su género, mi hija empezó a tararear con sorna: "Manuel está llorando… Manuel está llorando".
Dirigí con discreción la mirada hacia mi heredero y observé correr sobre sus mejillas fluidas lágrimas. Lo abracé fuerte, expresé mi orgullo por sus sentimientos y dije que los hombres también lloran. Por supuesto, esas palabras pronunciadas por mi corazón en nada turbaron la sonrisa burlona de su hermana, quien con rigor separaba la realidad de la vida y la fantasía del cine.
Años después tomé la iniciativa en el asunto de las lágrimas durante un evento taurino, pese a los esfuerzos que hice para fingirme como un convencido del frecuentemente quebrantado constructo social que reza que "los hombres no lloran".
Recuerdo que en pleno espectáculo público el último recurso que tuve para fingir la insensibilidad atribuida por algunos a mi función biológica, fue ver con fiereza a mi vecino de asiento y levantar la voz para decirle: "¡Sí, estoy llorando y qué!".
Mi emoción se había desbordado debido a la forma en la que una y otra vez el toro acataba el mandato de sus genes para embestir por derecho, sin reparar en sus heridas ni pedir cuartel. Cuando nadie se atrevió a decirme que los de mi género son de piedra, reconocí que al menos parcialmente había dado resultado mi estrategia de hacerme pasar por "macho".
Otro caso lo experimento en este momento en el que desordeno letras y arriba a mí otra causal del llanto no convocada ni por el dolor del abandono ni por la fuerza de la sangre para hacer lo que se debe hacer. Esta vez llega sola en forma de éxtasis convertido en notas musicales, mensaje escrito en papel pautado contra mi ateísmo y prueba mayor de que la raza humana merece existir.
Tal clímax auditivo producto de "riffs" metaleros es bruscamente interrumpido cuando se me pide atender la incontinencia de tragedias que salen del noticiero de la tele, cuya única novedad que arroja ahora es una imagen aterrorizante en forma de un fantasma que vomita sangre y, al mismo tiempo, aplaude y esparce finas gotas rojas que lo mismo salpican almas que apariencias.
Entiendo pronto que esa figura representa al país y en ella se unen las fuerzas nostálgicas por el poder ido y la nueva casta que desea nunca perderlo.
Hasta aquí llego. Evitaré esa visión y comprenderé a quienes cierran los ojos ante ella, porque también de terror se puede llorar.