A Mario Vargas Llosa le voy a agradecer de por vida dos cosas. La primera, su insolencia quirúrgica, certera, rotunda, especialmente durante el verano de 1990, en tiempos del salinato caracterizado por simulaciones, excesos y desastres (el arribo al poder de Salinas de Gortari a través de un fraude electoral en 1988; el despojo y aniquilación del diario unomásuno, parteaguas del periodismo mexicano hasta marzo de 1989; la crisis económica de 94-95 compartida con su inepto sucesor, Zedillo): en agosto de aquel año el escritor peruano vino a espetarnos en nuestra mesa y en nuestra cara que en México se padecía la dictadura perfecta -así, con mucho énfasis en el artículo-, y que bajo ninguna circunstancia podía ser sustraído ni exonerado el régimen priista de la tradición dictatorial latinoamericana, tal como pretendían Carlos Salinas de Gortari y los intelectuales y periodistas (de relumbrón, por cierto) que el entonces presidente de la república había seducido y cooptado.
En Letras Libres narró más adelante Enrique Krauze, quien moderaba una mesa de debate donde estaba el novelista: "Mientras Octavio (Paz) hablaba, Vargas Llosa me deslizó una pequeña nota preguntándome si podía intervenir enseguida, con una crítica más dura. Asentí, por supuesto, y tras recomendar yo mismo el "suicidio pacífico" del PRI (lo cual era un despropósito del historiador: cuándo se ha visto que las dictaduras hagan semejante cosa), pregunté su opinión".
Se lanzó Vargas Llosa: "Espero no parecer demasiado inelegante (galicismo que osó soltar ahí mismo) por decir lo que voy a decir: la dictadura perfecta no es el comunismo, no es la Unión Soviética, no es Fidel Castro. Es México (¡chíngale!), con un matiz que es agravante: está camuflada de tal modo que puede parecer no ser una dictadura, pero si uno escarba tiene todas las características de una dictadura (…). Reclutó eficientemente al mundo intelectual, sobornándolo de una manera muy sutil a través de trabajos, nombramientos, cargos públicos, pidiéndole una actitud crítica porque esa era la mejor manera de simular que no era una dictadura".
No sé quién fue la productora o el productor de Televisa que estaba a cargo de la transmisión del coloquio, pero le fue imposible contenerse: al aire, para observar las estocadas de Vargas Llosa y contemplar las incomodidades de Paz (gestos de molestia inocultables), puso en doble caja a ambos. Paz hacía esfuerzos para no revolcarse del coraje en su silla luego de la alusión tan corrosiva del invitado, pero eran estertores ineficaces: su molesto lenguaje corporal era elocuente.
Continuó el autor de La ciudad y los perros: "Todas las dictaduras latinoamericanas han tratado de crear algo equivalente al PRI pero no han podido". La del PRI era, expuso Vargas Llosa, una "dictadura camuflada", una dictadura que podía simular que no era una dictadura pero vaya que lo era.
La síntesis perfecta del régimen simulador que tanto daño le hizo a México el siglo pasado y luego en tiempos de Enrique Peña Nieto, acababa de nacer: la dictadura perfecta. La gesticuladora impecable.
Nunca antes en la televisión mexicana y en vivo alguien reventó tantas ámpulas entre los intelectuales orgánicos del régimen priista y los más altos funcionarios salinistas. Paz seguía moviéndose nerviosamente en su asiento, quizá asimilando poco a poco lo que acababa de suceder: el peruano recién había provocado que, en lo que después se llamaría el círculo rojo, todos tomáramos renovada consciencia del régimen autoritario que padecíamos, y no sólo eso, el hombre nos azuzaba para que, cada quien en lo suyo, nos atreviéramos a combatir frontalmente a ese sistema represor "hasta las últimas consecuencias". Hasta tumbarlo, hasta echarlo del poder y hasta suprimirlo, tal como sucedió.
Y sí, millones de mexicanos le hicimos caso y nos atrevimos. Gracias por ello a Mario Vargas Llosa.
Su vida valió la pena por semejante obsequio político a los mexicanos. (Además, claro, de su estupenda escritura que a muchos tanto nos deleitó, e inclusive nos despertó la tentación literaria).