Cuando los astrónomos miran el cielo y analizan la luz que emanan las estrellas, quizá lo observan con ojos de arqueólogos.
Cuando nosotros miramos el cielo con curiosidad y nos hechizan las estrellas, tal vez muchas de ellas ya están muertas, solo que la luz aún está viajando hacia nosotros como un reflejo tardío.
La luz viaja aproximadamente a 300 mil km por segundo. Es una velocidad asombrosa; sin embargo, el universo es inmenso y muy basto. La estrella más brillante, Sirio, está a 8,6 años luz. Una de las estrellas más lejanas a simple vista es Deneb, en la constelación del cisne (Cygnus), que está a casi 3.000 años luz. Eso quiere decir que, cuando la observamos, la luz que vemos comenzó su viaje hacia aquí cuando la antigua Roma apenas se iniciaba.
Ciertamente, es difícil dimensionar proporciones, distancias y velocidades tan grandes.
Uno de los desafíos para todo aquel que se pone a mirar es comprender la escala. Quizá todo lo que vemos y percibimos, aquellas certezas que constituyen nuestra realidad, son apenas fulgores, signos volátiles de un universo vibrante, tan grande y maravilloso que apenas cabe en nuestras humildes unidades de medida.
El asombro nos impregna cuando tomamos conciencia de que somos apenas un punto pequeño en el espacio. Acontecen múltiples sucesos simultáneos que ni siquiera podríamos imaginar.
Dicen que las almas al trascender el mundo físico ingresan a una nueva dimensión en la que el tiempo no se mide como lo hacían los griegos, a través del tiempo cronos, sino que el alma puede estar a miles de kilómetros con solo pensarlo o estar en dos sitios al mismo tiempo, también ir hacia atrás o hacia adelante. Tan solo imaginarlo genera un cierto vértigo y una inmensa curiosidad.
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