Cada vez que se alude al término evaluación educativa, éste se asocia solamente a los resultados de aprendizaje de los estudiantes; y esto sería justificable si tomamos en cuenta que dichos resultados se le cargan al eslabón más débil de la cadena educativa, es decir, pareciera que el sistema sólo privilegia lo que el alumno “saca” de calificación, por lo que se constituye en la aspiración máxima del sistema educativo: las buenas calificaciones.
Cabe reconocer que en dichos resultados influyen más que el maestro, el alumno y los contenidos; implican también al método, al vínculo hogar–escuela–comunidad, a las relaciones interpersonales que imperan en el colectivo escolar y en el claustro docente, al funcionamiento de las estructuras administrativas, sin olvidar por supuesto, las perspectivas evaluativas del modelo que se esté trabajando. Es por todo ello que la evaluación es un concepto multirreferencial.
Ahora bien, si de los resultados de aprendizaje se trata y en ellos debemos concentrarnos, es necesario tener presente que en el caso del modelo pedagógico tradicional, éste sienta su concepción del desarrollo en las facultades innatas del alumno; y lo que busca es que repita de manera fidedigna lo aprendido, por lo que es el propio alumno quien tiene que estarse modificando para alcanzar los niveles de desarrollo que, de manera externa a él, le demanda la estructura educativa.
Sin embargo, las concepciones más actuales de aprendizaje reconocen que no sólo se habla de la adaptación de los alumnos a la estructura, sino que se concibe para lograr mejores niveles de acceso de los alumnos a la misma.
Esta revisión debe formar parte de un proceso de retroalimentación permanente y ser redirigida en consonancia con los datos aportados por dicha retroalimentación. En cuanto a la evaluación de los alumnos es importante atender a la clasificación propuesta por Casanova (1999): La evaluación según su finalidad (sumativa o formativa), según su temporalidad (inicial, parcial, final), según su normotipo (normativa o ideográfica) y según sus agentes evaluadores (autoevaluación, coevaluación, heteroevaluación)
La evaluación sumativa juzga los resultados obtenidos; no necesariamente al final del curso, puede ser incluso dentro de una unidad de estudio. La formativa es la que juzga procesos y permite dar seguimiento analítico a los progresos logrados y a las limitaciones de los alumnos; y, sobre todo, a las causas posibles de dichas limitaciones.
Las evaluaciones parciales buscan los resultados de una parte del proceso, por lo que evidencia avances cortos; en cambio la evaluación final, como su nombre lo indica, juzga procesos que terminan, pero no por eso tienen necesariamente que ser al final del curso ni del semestre.
Las evaluaciones clasificadas por su normotipo (es decir el tipo de normatividad que ella genera), pueden ser normativas, cuando atienden a resultados ordinales de grupo y son frecuentes en los procesos de evaluación externa y nos dan la realidad del sujeto en lo individual y con relación a su grupo.
Para contrastar las limitaciones de la evaluación normativa, se tiene la evaluación criterial, la cual establece criterios más objetivos para determinar la evaluación, su limitación está en que esos criterios por lo general se refieren sólo a lo observable. Hay que recordar que no todos los aprendizajes se pueden observar o se manifiestan en una conducta.
Sin embargo, lo no observable incide en determinados desempeños (habilidades, destrezas y actitudes), por lo que se requiere de una evaluación ideográfica que aunada a esos criterios observables, son los que describen textualmente el avance logrado por los alumnos, incluso en aquellos aspectos referidos a las actitudes y cómo se manifiestan en un sistema de valores.
La evaluación, atendiendo a sus agentes, pretende incorporar la idea de triangular varios puntos de vista para lograr mayor objetividad a través de contrastar varias subjetividades.
Tradicionalmente descansan en el maestro las acciones evaluativas; sin embargo, es hora de atender a cómo se ve el propio sujeto (autoevaluación) y cómo lo ven los demás (coevaluación), es decir no sólo sus colegas de aula, sin también otros actores implicados en el proceso educativo. Esta visión requiere de establecer la clara distinción entre evaluación y calificación.
La evaluación se ha convertido en los últimos tiempos en un tema recurrente, tanto en el debate didáctico como en las preocupaciones de los distintos estamentos que integran la vida escolar. Para muchos es un tema de difícil solución y de difícil acuerdo, pero indudablemente nos compromete diariamente en los desafíos similares de la tarea de educar.
Evaluar es participar en la construcción de un conocimiento axiológico, interpretando la información, estableciendo visiones no simplificadas de la realidad y facilitando la generación de una verdadera cultura evaluativa. Construir una cultura evaluativa implica incorporar a la evaluación como una práctica cotidiana que realizan todos y afecta a las instituciones en su conjunto, ya no para sancionar y controlar, sino para mejorar y potenciar el desarrollo de sus miembros; de esta manera, la evaluación ya no puede reducirse a una práctica que realizan unos (con autoridad o poder) sobre otros.
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