"Un diagnóstico de fondo de las causas del narcotráfico, quizá concluiría proponiendo un
Cambio que, de tan radical, equivaldría a una revolución"
Lorenzo Meyer
Una poda Violenta pero que no Afecta Tronco ni raíces. Desde diciembre de 2006, la política más importante del gobierno de Felipe Calderón ha sido el combate a las organizaciones de narcotraficantes con el uso de las fuerzas armadas. Calderón ha concentrado la energía del gobierno en localizar, eliminar, arrestar o deportar a ciertos jefes de los cárteles, enfrentar a sicarios cuando la ocasión se presenta, interceptar cargamentos de drogas y destruir plantíos y laboratorios.
Sin embargo, esta diligencia en el combate a las manifestaciones más violentas del narcotráfico -la poda de ramas de un árbol muy frondoso- no ha sido acompañado de otra política aún más importante: el diagnóstico cabal del mal y el ataque a sus razones últimas. Hace ya un siglo que se declaró internacionalmente ilegal la producción, el comercio y el consumo de las primeras drogas -opio y derivados- pero la actividad persiste. Y es que las raíces del mal siguen vivas porque ni siquiera se ha hecho un diagnóstico internacionalmente aceptado y que sirva como base teórica de la acción común para identificarlas y extirparlas.
No obstante la inversión de grandes recursos gubernamentales en la lucha contra los cárteles de la droga, el negocio del narcotráfico no da señales de decaer en México. Sólo por lo que se refiere a la exportación de drogas de México a Estados Unidos, se calcula que el valor de ese comercio fluctúa entre los 19 mil y los 29 mil millones de dólares, (el cálculo proviene del U.S. Department of Homeland Security, en su documento "United States of America-Mexico. Bi-National Criminal Proceeds Study" p. II). Y si bien el mercado norteamericano es el principal para los cárteles mexicanos, no es el único.
Cuando una comunidad se ve frente a un problema serio y urgente, con frecuencia no le queda más camino que atacar sus manifestaciones externas más obvias, pero sabiendo que esa reacción no sustituye al esfuerzo por dar con las causas y eliminarlas o reducirlas al mínimo. Así, por ejemplo, ante el surgimiento de una epidemia como el Sida, lo urgente y prioritario fue auxiliar a los afectados y detener su expansión, pero finalmente la respuesta más efectiva consistió en concentrar los recursos de la comunidad científica mundial en descubrir al agente patógeno, su forma de transmisión y, finalmente, la forma de atacarlo de manera preventiva, como antes se hizo con la viruela y otras plagas.
En principio, y como la lucha contra el narcotráfico ya lleva un siglo, lo lógico sería esperar que los gobiernos, especialmente el teóricamente más interesado y con mayores recursos -el norteamericano-, ya hubieran elaborado una teoría sólida sobre las causas primarias de las adicciones y hubieran concentrado sus esfuerzos no tanto en andar destruyendo plantíos, persiguiendo a capos o metiendo en la cárcel a consumidores, sino en eliminar o minimizar las causas sociales y psicológicas que han dado origen a toda la cadena del narcotráfico. Sin embargo, ese no ha sido el caso. Washington, "Los Pinos" y muchos otros centros de decisión siguen centrando su energía en combatir los resultados y no las razones del fenómeno.
A estas alturas, lo urgente es detener la expansión del crimen organizado, pero lo realmente importante es llegar a un consenso, producto de un análisis científico lo más sólido posible, que explique las razones por las cuales comunidades rurales enteras optan por ser productoras de amapola o marihuana, saber el conjunto de factores que han llevado a miles de jóvenes a enrolarse en los ejércitos de sicarios hasta convertirse en torturadores y asesinos bestiales y determinar las causas que lleva por un lado a un habitante de un barrio pobre, a un estudiante clase mediero o a un ejecutivo exitoso, a usar drogas como vía para escapar de sus respectivas realidades. Sólo tras determinar las causas profundas se puede dar con seguridad el siguiente paso: diseñar auténticas alternativas económicas y culturales para los actuales y potenciales productores, comercializadores y consumidores de sustancias que demostrablemente sean más destructivas que las adicciones legales como el tabaco y alcohol.
. La estrategia diseñada por los gobiernos de México y Estados Unidos y vigente desde 2010 para enfrentar el complejísimo problema del narcotráfico está asentada en cuatro "pilares": 1°) Enfrentar y desmantelar la organización del narcotráfico, 2°) Fortalecer las instituciones legales mexicanas, 3°) Dar forma a una vigilancia fronteriza basada en la tecnología del siglo XXI, 4°) Construir comunidades resistentes a la penetración del narcotráfico en las áreas más conflictivas de México (se supone que en Estados Unidos ya se está en esto de tiempo atrás).
Como se puede deducir por el orden de los "pilares", la prioridad es el combate directo a las organizaciones criminales, es decir, a la manifestación más visibles del mal y el fortalecimiento de algunos de los medios para ese combate; sólo al final aparece la idea de hacer algo al nivel de la estructura social -el "pilar IV"- y básicamente en las zonas que ya han escapado al control de la autoridad, como podrían ser Ciudad Juárez, la "frontera chica" de Tamaulipas, Acapulco, Monterrey o Cuernavaca. Pero ¿Qué es exactamente lo que se propone que hagan los gobiernos de México y Estados Unidos en este campo? Pues, la verdad, no mucho, apenas paliativos.
De acuerdo con un documento elaborado por Diana Negroponte de la Brookings Institution, ("Addressing the socio-economic causes of drug related crime and violence in Mexico", que se puede consultar en la página web del Mexico Institute en Washington), la respuesta social inmediata puede iniciarse intensificando los programas ya establecidos dentro del esquema del "Desarrollo Integral de la Familia" (DIF) y apoyarlos insuflando nueva vitalidad a los 168 subprogramas del moribundo "Todos Somos Juárez". En cualquier caso, debe involucrar más esfuerzos de los tres niveles de gobierno, del sector privado y de las ONGs. Finalmente está la contribución que hace o puede hacer el gobierno americano en tiempos de recortes presupuestales. En este rubro se reconoce que los recursos realmente aportados por agencias como la USAID o INCLE para programas de salud, campañas educativas contra las adicciones o para impulsar la "cultura de la legalidad", crear centros telefónicos de emergencia, mapas electrónicos de registro de crímenes y otras actividades similares, no han estado a la altura del reto. Las donaciones ya entregadas o por entregar en el futuro inmediato por parte de las agencias norteamericanas apenas si rondan los cien millones de dólares, suma poco significativa si se considera que el adversario es un negocio de miles de millones de dólares.
Al final del documento en cuestión hay una idea que simplemente se apunta, pero no se desarrolla: decretar un impuesto a la riqueza, como en Colombia, para aumentar seriamente los recursos públicos destinados al gasto social. Sin embargo, no se ahonda en tamaña propuesta porque se sabe que las clases acomodadas mexicanas la rechazarían pues dicen no confiar en la clase política que administraría esa transferencia de recursos ya que la consideran muy corrupta.
Definitivamente confiar en el DIF o en "Todos Somos Juárez" para empezar a resolver el gran problema social que ha dado origen a la economía y cultura del narco es querer combatir un gran incendio con buches de agua. Lo limitado de este tipo de propuestas sólo sirve para resaltar lo lejos que están los "think tanks" de querer o poder desarrollar una gran visión respecto del problema de las drogas. Y lo anterior conduce a una pregunta: ¿La pobreza del marco teórico dentro del que hoy se desarrolla la mortal, brutal y costosa lucha contra el narcotráfico mexicano es por incapacidad de los involucrados o por una falta de voluntad? De ser lo segundo, esa ausencia de voluntad sólo se puede explicar porque una estrategia distinta a la actual, una que buscara llegar a la raíz del problema -la desigualdad, la corrupción, la incapacidad de la economía para crear empleos que satisfagan a los jóvenes, la naturaleza oligárquica de la estructura de poder, etcétera-, demandaría cambios sociales, políticos, jurídicos y culturales que equivaldrían a una revolución que, aunque pacífica, iría contra los que hoy sacan enormes ventajas de las imperfecciones de nuestra forma de vida colectiva. De ahí que la clase gobernante prefiera seguir usando la fuerza para podar las ramas incómodas y dejar más o menos como está el gran árbol de la corrupción y la injusticia.