El problema no es solamente aceptar la derrota. También es difícil aceptar la victoria. La victoria exige una responsabilidad a la que no llama la derrota. Quien gana pierde un título: el de víctima. Ganar es despojarse de un cobijo; es abandonar el prestigio del sacrificado. Ganar es comenzar a rendir cuentas de lo que se hace y dejar de explicar el mundo por la maldad de los otros. Pero es cómodo aferrarse al discurso de la derrota. Insistir en la conspiración de los perversos simplifica el mundo y mantiene pura la conciencia. Ellos volvieron a imponer su trampa; nosotros seguimos teniendo la razón. Bajo la épica sacrificial, perder es la verdadera, la única justificación moral.
Sólo la miopía presidencialista podría negar las inmensas victorias de la izquierda en la jornada reciente. No ganó la presidencia de la república, pero tuvo un resultado extraordinario, una votación que muy pocos auguraban. La mejor campaña de 2012 fue la campaña de la izquierda mexicana, la única campaña que creció. Andrés Manuel López Obrador transformó su imagen pública, cambió su discurso, se empeñó en contrastarse con el candidato que fue hace seis años. Si en la elección previa habría ganado en una campaña más corta, tal vez en esta oportunidad habría ganado de haberse prolongado la contienda. Pero en la elección no se trataba únicamente de llenar una oficina y de encontrarle inquilino a Los Pinos. Se reconstituyó el poder legislativo federal y se relevaron un buen número de funcionarios locales. En el recuento de la elección es imposible ignorar los avances de la izquierda. En la capital ratificó y amplió su mayoría. En pocos lugares del país se registra el dominio tan franco de una fuerza política como el que aquí ejerce hegemónicamente el PRD. No solamente se reiteró la mayoría en el Distrito Federal, sino que conquistó nuevos espacios: Morelos y Tabasco son ya estados gobernados por la izquierda. Y en la plaza legislativa federal son enormes los avances de la izquierda.
Veo las elecciones de 2012 como un voto desconfiado por el PRI que apenas esconde las promisorias perspectivas de la izquierda. El PRI no ganó como se esperaba. Si no avasalló a sus adversarios fue porque la desconfianza que genera sigue siendo muy extendida, muy visible y muy ruidosa. Un partido que no ejerció nunca la autocrítica, que no aprovechó su derrota para renovarse merece, sin duda, ese recelo. Es ahí donde se abre una extraordinaria oportunidad para la izquierda. El PRD está llamado a hacer la oposición, a ubicarse con claridad como la opción crítica al gobierno priista. En la derecha, el PRI seguramente encontrará a un colaborador maltrecho, pero útil, a un partido desdibujado que tardará tiempo en recomponerse. Por ello es la izquierda ascendente la que puede atraer el ánimo antipriista. Necesita defender su diferencia, pero también proyectar responsabilidad. Sus tres nuevos ejecutivos (en el Distrito Federal, en Morelos y en Tabasco) representan por fortuna una renovación frente a la obcecación ideológica y el sectarismo que tanto daño le han hecho a la izquierda.
No debe llevarse el avance de la izquierda a la funeraria, decía Marco Rascón en su artículo reciente. (“La izquierda debe avanzar, no esperar.”, Milenio, 4 de julio de 2012). Sabe bien que la ceguera puede transformar el avance en derrota. Cuando la victoria no es absoluta existe la tentación y la costumbre de negar cualquier progreso. No digo, de ninguna manera, que la izquierda deba aceptar acríticamente los resultados de la elección reciente: bajar la cabeza y callarse la boca. Sugiero exactamente lo contrario: alzar la mirada y hablar. La izquierda sigue teniendo un argumento contra el régimen político. Que no haya habido fraude en la elección no significa que nuestra democracia sea impoluta. La denuncia del clientelismo y la concentración mediática es indispensable para empujar la segunda generación de reformas democráticas en el país. Que se garantice la adición puntual de los votos no niega la subsistencia de esa costumbre de cambiar favores por votos. Que durante la campaña se hayan cumplido los criterios de equilibrio en la cobertura del radio y la televisión, no niega la distorsiones de una oferta tan limitada de voces en los medios electrónicos. La izquierda no solamente tiene derecho a inconformarse: tiene razones para hacerlo.
Quiero decir con ello que la plataforma que la izquierda de 2012 tiene para la política futura no consiste solamente en posiciones, sino también en argumentos. Una izquierda moderna debe insistir en las perversiones políticas de la desigualdad y de la concentración del poder económico en una democracia de tan baja calidad como la nuestra. Por supuesto, creo que la única ruta para promover esta agenda es la estructura institucional, el acatamiento de sus veredictos finales y el reconocimiento de las autoridades que emerjan de ese dictamen. Acatar el veredicto de las urnas implica aceptar la medida de las derrotas y de las victorias.
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