Siglo Nuevo

Posada: más allá de las calaveras

ARTE

La Catrina, 1913.

La Catrina, 1913.

Miguel Canseco

A 150 años del nacimiento de José Guadalupe Posada, su presencia sigue vigente e imágenes como La Catrina ya forman parte de nuestra identidad. Su figura encarna una transición clave en la historia del arte nacional y su nombre, en algún momento anónimo, hoy tiene tintes de leyenda.

EL ÚLTIMO SUSPIRO

El fallecimiento de dos artistas nos puede dar un primer esbozo de la situación del arte mexicano hace 100 años. Un final bohemio por excelencia fue el de Julio Ruelas, cuyas obras reflejaban de forma brillante el espíritu del modernismo mexicano, tributario del arte europeo, desgarrado en la tensión entre el erotismo y la muerte. Ruelas expira París, en delirio alcohólico, a los 37 años en 1907. Una bella tumba de mármol en el cementerio de Montparnasse sella el destino romántico y fúnebre de este ilustre zacatecano. En 1913, por su parte, un dibujante entrenado en la práctica diaria como ilustrador en una pequeña imprenta, muere corroído por el alcohol en un cuarto de vecindad en el barrio de Tepito. Era José Guadalupe Posada, un hombre normal, viudo, cuyo único hijo había muerto unos años antes y que, a falta de recursos, termina en la fosa común. En la imprenta se enteran tres días después y no dan con sus restos. No hubo lápida ni monumento, sólo dejó miles de hojas volantes y cientos de moldes de imprenta trabajados por él, que siguieron usándose y perdiéndose por varios años más.

Sus obras son de usar y tirar, ni él ni nadie pretendió denominarlas Arte con mayúscula. Son coplas ilustradas, noticias amarillistas, santos y devocionarios, cancioneros, juegos, adivinanzas y chistes; se trata, en suma, de lo que pide el pueblo, que si bien no puede darse el lujo de comprar un libro, sí puede dejar ir dos o tres centavos para disfrutar de los dibujos impresos de Posada.

A la vuelta de 100 años, siguen brillando los nombres de los artistas de periodo de Porfirio Díaz, en especial Ruelas, José María Velasco y Saturnino Herrán. Pero la figura de Posada dejó una huella profunda y duradera en la cultura mexicana, eclipsando a los grandes creadores de su tiempo.

Trabajó 20 años en la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, ubicada a pocos metros de la Academia de San Carlos. Obrero anónimo de la imagen, al margen de los movimientos estéticos de su época, dejó un legado inmenso. La pregunta es cómo y por qué hoy pesa tanto este personaje, cómo es que rebasa por mucho a sus contemporáneos, que tendrían varias razones para verlo como una figura menor. Parece cumplirse la sentencia de San Mateo: Así, los últimos serán los primeros y el primero el último. Giros de la rueda de la Historia, que siempre ubica nuestra verdadera voz en el tiempo.

LAS VUELTAS DE LA VIDA

Nace en febrero de 1852 en el barrio de San Marcos, en Aguascalientes. Aprende diversos oficios en su niñez y adolescencia: panadero, alfarero, zapatero. Pero destaca su habilidad como dibujante y a la edad de 15 años ya figura en el padrón municipal con oficio de pintor. En 1870 se desempeña como ayudante en el taller de litografía de José Trinidad Pedroza, donde hace estampas, retratos, esquelas, cajetillas, timbres y caricaturas. En 1875 se casa con María de Jesús Vela, de 16 años, y poco después nace su único hijo. Su trabajo comercial es muy apreciado, realiza dibujos de todo tipo y es instructor de litografía en una escuela secundaria. Es respetado por impresores e ilustradores y se establece en León, Guanajuato.

Un primer giro trágico llega la noche de 1888, cuando una devastadora inundación arrasa la ciudad de León, dejando miles de damnificados y cientos de muertos. Posada pierde casa, imprenta y varios familiares. En situación de apremio llega a la Ciudad de México donde es contratado por el editor Ireneo Paz (abuelo del poeta Octavio Paz). En 1890 ingresa a la citada imprenta de Vanegas Arroyo, especializada en publicaciones de corte popular. Ahí conoce a Manuel Manilla, precursor de las calaveras y la gaceta callejera. Hasta 1913 su producción con Vanegas Arroyo es gigantesca: traza dibujos en hojas volantes con noticias, reportes de catástrofes, escándalos, milagros, corridos, leyendas, silabarios, manuales de magia, juegos de mesa y calaveras, además de todo tipo de ilustraciones de género comercial. Exploró las vertientes de la estampa: litografía, xilografía, calcografía, zincografía. Desarrolló sus propias técnicas para agilizar los tiempos de impresión. Con un sueldo base modesto, pudo vivir dignamente.

Pero la vida nuevamente gira y pierde a su único hijo, un adolescente que al parecer había heredado el talento de su padre. Su esposa muere en 1912. Ese mismo año, en diciembre, inicia una borrachera de varias semanas que culmina con su muerte, el 20 de enero de 1913. No hizo más que trabajar en lo suyo. Sin buscar horizontes lejanos, mantuvo la vista fija en la realidad que lo circundaba: pobre, violenta y al mismo tiempo mágica, religiosa, juguetona, doliente. Esta sencilla vocación permitió que hiciera una sola y gran aportación: retratar, con trazos certeros, el verdadero rostro de México.

EL FENÓMENO POSADA

La Academia de San Carlos, a finales del siglo XIX, encarnaba los principios internacionales trazados desde Europa: perfección en el dibujo, colores sobrios y temas clásicos. El estilo académico fue el sello de las monarquías europeas y en México, la imagen oficial del porfiriato. La revolución representó la fisura de fondo entre los ‘científicos’ asesores del régimen, con una visión positivista tendida a Europa como modelo y el movimiento de recuperación de la expresión cultural popular, defendida por José Vasconcelos. Después de la revuelta bélica se sintió en México la efervescencia de una generación brillante de artistas: Jean Charlot, Fernando Leal, José Clemente Orozco, entre muchos otros. Tras el sueño afrancesado de Don Porfirio, los creadores despertaron para encontrar un México desfigurado por la guerra y una pregunta acuciante: ¿cuál es el rostro de la nación, dónde está su espejo? José Guadalupe Posada fue la respuesta.

Diego Rivera escribió con evidente emoción: Posada fue tan grande, que quizá un día se olvide su nombre. Pero hoy su obra y su vida trascienden a las venas de los artistas jóvenes mexicanos cuyas obras brotan como flores en un campo primaveral, después de 1923. Este es el fenómeno Posada y su papel clave en la reinvención de México. Los almanaques, los prodigios y crímenes dibujados en la gaceta callejera, las coplas de peregrinos, los santos y vírgenes, los revolucionarios, los juegos y sobre todo las calaveras, que en su fandango se llevan a los ricos y los pobres: este universo 100 por ciento mexicano, es su herencia.

Posada no fue ni para sí mismo, ni para el resto del mundo, un artista de salón, un miembro de la élite intelectual. Pero el tiempo ha hecho justicia a la verdad encerrada en su obra y en su vida. El nativo de Aguascalientes tuvo el sueño delirante de un país entre indígena y europeo, crónicamente enfermo de injusticia social, capaz de imaginar milagros y vaticinar catástrofes, propenso siempre al festejo que deviene en revuelta.

Con él se demuestra que para referirse a México no es suficiente un tratado académico, o un minucioso análisis estadístico. La única manera de hablar de nuestra nación es la invocación y ésta sólo se da como resultado de una vivencia genuina. Eso es lo que celebramos a 150 años del nacimiento y casi 100 años de la muerte de Posada. La verdad encendida en los trazos fantasiosos de un mexicano genial.

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