Ana Lara, imaginación en partituras
Siempre escucha sonidos en su cabeza. Está segura de que componer es un trabajo de imaginación, una profesión que invita a aprender todo el tiempo. Cada nota que escribe Ana Lara (Ciudad de México, 1959) es una decisión tomada, un camino a seguir, un horizonte a explorar. “¿Qué podemos decir de la música de hoy? La pluralidad parece ser el único principio definitorio”, dijo alguna vez el compositor polaco Witold Lutosławski. Entregarse a las partituras es pregunta y respuesta, y en ocasiones no existe respuesta.
Toma su lugar en el simposio una mañana de septiembre. La vigésima edición del Festival Visiones Sonoras se realiza en el auditorio del Centro Mexicano para la Música y las Artes Sonoras (CMMAS), en Morelia. Sobre la pantalla se proyecta Espacio y temporalidad. Una reflexión sobre el tiempo y el espacio en la música en los siglos XX y XXI, la conferencia que impartirá la merecedora de la Medalla Bellas Artes 2020. Ella está ahí, ante la computadora y el micrófono, ante el público y sus ideas.
La vocación de Ana Lara como compositora fue tardía. A los 17 años entró al Conservatorio Nacional de México (CNM), donde se inscribió en la carrera de piano. A la par se integró al taller de Estudios Polifónicos con Humberto Hernández; veía temas que no le mostraban en el conservatorio. Cuando cumplió veinte años terminó sus estudios de polifonía y entró a las clases de los compositores Mario Lavista y Daniel Catán. Tenía una sed de saberlo todo, y ante ella se abrió un mundo hasta entonces desconocido. Así se convenció de que quería componer y habitar la poética musical, aquello que está más allá de toda técnica.
—Pienso que gracias a ese primer encuentro con ellos pude entender realmente de qué se trataba el análisis musical, porque en el conservatorio te enseñan el análisis armónico, formal, interválico, pero no entendía cuál era el sentido de estudiar eso. Y con ellos comprendí que ese es el principio para empezar a analizar, y lo que hay que analizar es lo que hay detrás de esa escritura. Para mí fue descubrir lo que es la poética musical: todo lo que la música te dice después de la parte técnica. Eso fue lo que a mí me maravilló y lo que me hizo entender realmente de qué se trataba hacer música.
Más tarde complementó su formación en el curso que Federico Ibarra impartía en el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Musical (Cenidim). Después siguió Polonia. La escena nacional le parecía un universo minúsculo para la música contemporánea, por eso buscó salir del país. Aplicó para la Manhattan School of Music y la aceptaron, pero prefirió una beca para la Academia Superior de Varsovia. Tomó el vuelo en 1986. La música polaca le fascinaba, le intrigaba vivir en un país socialista. Allá pudo recibir instrucción de compositores como Zbigniew Rudzinski y Wlodzimierz Kotonski, pero también conoció a Witold Lutosławski y a Krzysztof Penderecki. Gracias a ellos supo escribir con claridad lo que quería. Le enseñaron a expresarse de manera sencilla y exacta.
Desde que empezó a componer a mediados de los años ochenta, su repertorio se ha convertido en uno de los más importantes de la música contemporánea iberoamericana. Cabe citar piezas como Y los oros a la luz (2008), inspirada en el poema 41 de la serie No, de la poeta uruguaya Idea Vilariño; Cuando caiga el silencio (2018), comisionada para la BBC Symphony Orchestra; o Ángeles de llama y hielo (1993-1994), con toda su majestuosa orquestación basada en los poemas de Francisco Serrano.
En Visiones Sonoras, Ana Lara lee una cita de la escritora argentina Alejandra Kamiya que habla sobre el tiempo y el espacio. Es a ese tiempo al que no volverán amigos y maestros suyos como el compositor Javier Álvarez Fuentes, fallecido en mayo de 2023 y a quien se dedica esta edición del festival. Una noche anterior, durante el concierto, Lara presentó una reinterpretación de Mambo à la Bracque (1990), obra donde Álvarez empleó muestreos de Dámaso Pérez Prado. Mambo para Javier (2024) es el título y sus muestras de mambos antiguos quizá reflejan una de las filosofías más constantes en la obra de la compositora: ir de lo concreto a la deconstrucción.
Cuando usted era estudiante tenía una sed de saberlo todo, ¿cómo se percató de que podría saciar esa sed creativa mudándose a Polonia?
Creo que mi vocación de compositora fue bastante tardía. Entré a la clase con Mario Lavista y Daniel Catán cuando ya tenía 22 años. Todos los años anteriores había estudiado piano, sabiendo que no quería ser pianista, que mi vida estaba ligada a la música, pero no sabía exactamente cómo. Entonces entré a la clase con Mario Lavista —con Daniel muy poquito, porque después se fue a Inglaterra y ya no regresó al conservatorio—. Estuve con Mario cuatro años y también en el Cenidim, en el curso que daba Federico Ibarra. Después pensé que era el momento para seguir estudiando, quería salir de México. En esa época sentía una enorme insatisfacción en el ambiente del Conservatorio Nacional, sentía que había una mediocridad que permeaba toda la institución —con excepciones de maestros como Mario u otros—. Yo dije: “No quiero empezar a dar clases en el conservatorio, que mi vida pase de tomar clases a darlas”. Y ahí fue cuando me dije que debía estudiar fuera. Tenía dos opciones: hice el examen para entrar a la Manhattan School of Music, me aceptaron y todo, y la otra opción fue irme a Polonia, pues me gané una beca. Decidí irme a Polonia por varias razones. La música polaca siempre me ha fascinado, sobre todo en esa época; estaban vivos los dos más grandes compositores polacos: Lutosławski y Penderecki. También quería conocer de primera mano cómo era vivir en un país socialista, por eso decidí irme allá. Tenía una beca completa, entonces también podía independizarme de mi familia y todo eso ayudó a tomar la decisión.
En Varsovia tuvo de maestro a Rudzinski y también pudo estudiar la obra de Lutosławski, ¿puede compartir estas experiencias?
Con Rudzinski era una clase personal. Él era un fantástico compositor y una persona a quien le tengo muchísimo cariño y mucho agradecimiento. Yo creo que él, sobre todo, me enseñó a escribir con mucha claridad y eficiencia. Es una de las cosas que más valoro y que no se enseñan suficientemente —o en mi época, en todo caso—: escribir claramente y tomar decisiones en términos de escritura que faciliten al intérprete hacer la música que tú estás imaginando. Hay muchos compositores que escriben de una manera muy compleja para una música que no lo es. Yo he preferido hacer exactamente lo contrario: una escritura muy simple que me permita hacer cosas más complejas. Y trabajar las obras con Lutosławski, porque él iba a la Academia de Varsovia, donde yo estudié (cada seis meses iba y trabajaba con la orquesta de la escuela y analicé toda su obra). Trabajar el corpus de la música de Lutosławski me permitió entender cómo trabajar todo: las alturas, los ritmos, el aleatorismo, la orquestación. Estudiarlo como lo hice me ha permitido hacer la música que hago ahora, me ayudó a entender cómo funciona, sobre todo, la música para orquesta.
El crítico Alex Ross narra en su libro El ruido eterno (2009) que, en 1960, Lutosławski escuchó una emisión radiofónica del Concierto para piano y orquesta (1958) de John Cage, y este lo transportó a un trance creativo, ¿le pasó algo similar con la obra de Lutosławski?
Sí, fíjate que él trabajaba el aleatorismo de una manera muy distinta a Cage, porque a él le gustaba controlarlo, por eso le llamaba “aleatorismo controlado”. A mí lo que me fascina de Lutosławski es que su música no es difícil escriturar, no es complicada, pero encontró una solución que hace que la música sea compleja y que se escuche natural. Él siempre decía que escribía para que cada músico se sintiera solista. Hay una gran libertad, y al mismo tiempo un enorme rigor. Es como un móvil: está todo el tiempo cambiando, pero siempre es el mismo y siempre lo vas a reconocer como tal. Su música también; no vas a oír dos versiones idénticas, pero la pieza sí la vas a reconocer. Para mí fue muy revelador, por eso su música además tiene algunos indicios que ayudan a tener referencia de la forma. Mucha gente dice que Lutosławski es demasiado clásico… hay una parte clásica, sin duda, pero es un clasicismo formal: él no quiere perder al escucha y entonces tiene estos momentos donde llama nuevamente tu atención para que sepas que vas a irte a otro lado.
Ross también escribe que Lutosławski consideraba que se puede partir del caos durante el proceso de composición y crear un orden gradual. Como observar una ciudad desde gran altura y luego descender hasta que las calles y los edificios se tornan visibles.
Sí, y creo que él se refiere a que es muy fácil entrar en un pasaje de música aleatoria, el problema es cómo sales de ahí. Esa es una de las cosas importantes que le aprendí a Lutosławski: cómo puedes ir saliendo del caos de una manera natural. Bueno, hay dos maneras: una abrupta y otra más fluida. Eso tiene también la música de Lutosławski, te da soluciones muy claras. Otro aspecto es la orquestación. Una de las cosas que me maravillan de Lutosławski es que estás oyendo una orquesta gigante, pero si además entra el arpa, tú oyes que entra el arpa, y si entra la flauta, tú oyes que entra el arpa. Y eso tiene que ver con la manera en cómo organiza las alturas. Por ejemplo, decía en el Concierto para violonchelo… un concierto para chelo es una de las cosas más difíciles que hay, porque la orquesta se come al chelo, muy fácilmente, y en su concierto no pasa. Él decía: “Para que uno pueda escuchar a un solista, tienes que tener estrategias”. Una sería, por ejemplo, que el solista esté en un rango que solamente sea suyo, que no esté compitiendo con otros instrumentos. Y si no son las alturas, que sean las texturas. O sea, tú tienes que diferenciar a tu solista para que no se mezcle; si no quieres que se mezcle, naturalmente.
En un artículo sobre la música de Lutosławski publicado en la revista Pauta, usted escribió que para el maestro polaco “la psicología individual del ser humano en la composición abre nuevas e insospechadas posibilidades”. ¿Ha aplicado esta idea en su trabajo?
Bueno, mira, mi primera obra de orquesta la escribí en Polonia y era una obra que seguía las enseñanzas de Lutosławski y de Penderecki. Para escribir esa pieza tuve que hacer varios intentos, porque mis maestros siempre me dijeron que para escribir una obra de orquesta tenía primero que hacer una versión para piano y luego orquestarla; si tú haces una versión para piano tienes el control de la forma y luego ya es colorearla. Yo no lograba hacer eso, los intentos que hacía eran pésimos. Entonces, dije: “Tengo que encontrar otro método, porque esto a mí no me está funcionando”. Entonces tomé un poco la idea de Penderecki. Si tú ves sus partituras, sobre todo las de orquesta, son partituras muy visuales, casi dibujos. Entonces, yo hice un dibujo de las cosas que me estaba imaginando y encontré que a mí no me funcionaba escribir una obra para orquesta primero para piano, porque no estaba pensando en términos de armonía como mis maestros, sino en términos de texturas. Yo sigo pensando la música en ese sentido: son texturas que no se pueden hacer en un piano, las tienes que escribir directamente en el papel, porque si no, no tiene sentido. Y eso lo aprendí gracias a estos dos grandísimos compositores.
También ha comentado que tiene una mente demasiado inquieta como para dedicarse a ser pianista. La disciplina siempre ha sido lo suyo, pero la rutina no. Al contrario, componer es vivir siempre un día diferente.
Para mí la composición nunca es rutinaria. Estudio mucho, trabajo mucho y me gusta, pero con el piano me pesaba estudiar las mismas obras todo el tiempo. Eso me cansaba, porque además, evidentemente, tampoco es que tuviera yo mucha facilidad… no es mi temperamento, tampoco encontraba mucho sentido a estudiar miles de horas al día en el piano. No me gustaba tocar en público ni esa repetición que yo sentía que hacía mi quehacer musical muy rutinario. En cambio, en la composición nunca es así. Además, porque yo combino otras actividades. Trabajé en la Ollín Yoliztli unos años, dando clases de historia de la música, de historia del arte, análisis del siglo XX. Me gusta dar cursos y he tenido algunos alumnos esporádicos, pero justamente he tratado de evitar, en la medida de lo posible, trabajar en instituciones donde tenga que ir todos los días. Decidí —no se si consciente o no, pero la vida me fue llevando así— ir tomando trabajos que me permitían cierta libertad. El primero que tuve regresando de Polonia fue en el Cenidim, con Luis Jaime Cortés, era mi jefe. Ahí aprendí a producir discos, después me independicé. En esa época se hacían muchos discos y durante muchos años pude vivir de eso. Y dije: “Ya, no puedo más con este trabajo”, porque yo soy muy obsesiva; si no eres obsesivo no puedes ser músico. Entonces me dediqué más a los festivales, que es otro tipo de trabajo muy distinto, nunca rutinario, fascinante. Eso se compagina muy bien con la composición, porque si bien hacer festivales implica una inversión de tiempo enorme, no es todo el tiempo la misma cantidad de trabajo. Eso me ha permitido tener momentos en donde compongo mucho, con otros momentos en donde hago otras cosas. También es bueno para mí, porque el trabajo de composición es muy solitario, es muy personal, va muy bien con mi carácter, pero también va muy bien con mi carácter salir y hacer toda esta parte social que habita mi temperamento.
¿Cómo habita la imaginación sonora?
Yo creo que uno lo hace todo el tiempo. Siempre estoy oyendo cosas en mi cabeza, y cuando alguien me dice: “Ana, ¿escribirías una obra para equis proyecto?”, inmediatamente digo: “¿Qué me gustaría hacer?”, y empiezo. Y esa es una de las cuestiones que no se enfatiza suficientemente a los alumnos de composición. Este es un trabajo de imaginación. Si no te imaginas los sonidos, no puedes componer. Yo lo siento así y para mí es un placer: te imaginas cosas y luego puedes escribir o no, que es también el trabajo de un compositor; hay cosas que uno puede hacer, otras que son más difíciles, otras que no puedes hacer, que tienes que ir aprendiendo con el tiempo. Y eso también es fascinante: es una profesión que te incita a estar aprendiendo todo el tiempo.
¿Componer es dar respuesta a alguna pregunta o es la pregunta en sí misma?
Yo creo que es la pregunta y es la respuesta, y a veces no hay respuesta. Pensaría que efectivamente cada pieza tiene sus problemas, sus preguntas, sus posibles soluciones y sus posibles caminos. Cada nota que uno escribe es una decisión, si cambias una nota te puede llevar a un camino completamente distinto. También de eso se trata componer, de tomar decisiones que van a ir trazando el contenido y la forma de la obra que estás haciendo.
Dedicó In memoriam (1985) a uno de sus hermanos, quien falleció en un accidente automovilístico; también Memorial (2022), para Mario Lavista; ahora estrenó Mambo para Javier, dedicada a Javier Álvarez, ¿qué le significa escribirle a alguien que ha transcendido a este plano terrenal?
Es una tradición muy antigua. Creo que la primera es la que hizo Josquin des Près a su maestro Ockeghem. Y a partir de ese momento es un homenaje que uno hace. Como mi manera de expresar mi esencia, mis sentimientos, mis emociones, es a través de la música, es también la única manera que tengo para honrar la memoria de alguien que fue importante para mí. Y depende mucho del contexto, de la relación que yo tenía con la persona, en fin. Es un homenaje y siempre es algo de la relación que teníamos, de lo que significó para mí la pérdida de ese afecto.
¿Puede describir el proceso de composición de Mambo para Javier?
Sí, claro. Cuando Francisco Colasanto (subdirector del CMMAS) me invitó a hacer este homenaje, me dijo que hiciera algo alrededor de Mambo à la Bracque. Y entonces dije: “¿Qué voy a hacer? Bueno, no haré nada parecido porque nunca lo lograré. Yo soy incapaz de hacer algo parecido”. Pero sí me inspiré en cómo trabaja esa pieza, con unas pequeñas citas que vas deconstruyendo. Entonces tomé unos fragmentos de unos mambos anteriores a Pérez Prado, unas versiones realmente antiguas. Y entonces estuve trabajándolas con SuperCollider, haciendo diferentes modificaciones y tratando de ir de lo concreto de la cita a la deconstrucción.
Pero a veces también al revés, de la deconstrucción a la cita. Y al final, mediante los mismos procesos de SuperCollider, de pronto descubrí que estaba de alguna manera haciendo alusión a Temazcal, por las maracas. Eso fue casi al final, cuando estaba terminando. De pronto dije: “A ver, aquí voy a poner este material”. Porque, como yo trabajo es: tomo las citas que voy a trabajar, las voy deconstruyendo y hago muchísimas versiones de ellas con pequeñísimas diferencias. A partir de ahí se vuelve como un rompecabezas, si no funciona lo voy cambiando. Al final, cuando llegué a las maracas, dije que era realmente fantástica, porque ese es el homenaje a Mambo á la Bracque, pero también a Temazcal. También es curioso que en realidad no estamos oyendo las maracas solas, estamos oyendo las maracas y la deconstrucción de las maracas. Pero como es un sonido tan granular, nada más se oye la textura. Y siento que justamente la electrónica refleja el mismo tipo de pensamiento que tengo en la música instrumental: siguen siendo texturas.
Ha dicho que es rara la ocasión en que usted no esté pensando en una obra, ¿lo hace en este momento?
¡Sí! Bueno, en varias, porque tendré estreno en Buenos Aires, una obra que me hizo reír mucho (lo cual es muy raro, porque no me había pasado). Tomé un cuento de Leonora Carrington para hacer una pieza de cámara, no muy larga, como de unos doce minutos. Es para un ensamble y una actriz. Y como el cuento (La casa del miedo) es surrealista, tuve que tomar decisiones muy chistosas y lo disfruté mucho. Además tengo que escribir, tengo ya bastantes encargos para el año que viene. Tengo mi calendario y las fechas para entregar, ponerme a mí misma la presión y hacerlo. Me divierto mucho.