Siglo Nuevo

Entrevista

Carmen Villoro, versos que zurcen la vida

La autora toma la imagen de un árbol y la compara con su padre que ha partido. A la hija, que siempre ha sido fruto, no le queda más remedio que convertirse en árbol.

Imagen: Verónica Rivera

Imagen: Verónica Rivera

SAÚL RODRÍGUEZ

Carmen lleva el apellido Villoro dibujado en sus ojos. Su mirada poética cuestiona el mundo aunque quizá no obtenga respuestas. En el hilo invisible de la duda cuelga sus versos durante una calurosa mañana de julio. Baja al vestíbulo del hotel, sonríe, posa para la cámara con libros en mano. Luego pasa al jardín, donde bordea la alberca como el bolígrafo a un renglón. El leve viento genera el rumor del agua pintada por el reflejo del cielo. La poeta se resguarda del sol bajo una palapa, en esa sombra comienza la entrevista. 

Cargo conmigo tres libros de Carmen: Zurcido invisible (Hechuras por encargo) (Mantis Editores, 2023), Liquidámbar (Mantis Editores, 2017) y El tiempo alguna vez (Fondo de Cultura Económica, 2004). Los dos primeros los compré en Guadalajara, donde ella vive. Empecé a leerlos afuera del Estadio Panamericano, bajo un árbol, mientras esperaba a mis amigos para entrar a un partido de béisbol de los Charros de Jalisco. El tercero es la reedición de una de sus antologías, la cual conseguí en una librería de Torreón. Incluye los versos de cuatro poemarios y está dedicada a sus hijos: Mariana y Federico. 

El semblante de la poeta es tan sereno como una duna. Raúl Zurita dijo que los rostros humanos tienen los tonos del desierto. Carmen parece escapar de las prisas de la actualidad. Ha venido a Torreón para presentar Tierra de terregales (2024), libro de su amiga Rosario Ramos Salas. También para ofrecer un taller gratuito en el Museo Arocena, en colaboración con el Instituto Municipal de Cultura y Educación (IMCE), cuyo registro se llenó desde el primer día de haberse anunciado. 

—Lo que procuro es reflexionar sobre la naturaleza de lo poético, eso es importante tanto para unos como para otros. Por eso hablo del lenguaje poético y cómo este lenguaje tiene sus características, qué elementos lo conforman y dónde lo podemos encontrar. 

Se aproxima el mediodía. Hablamos. Nos rodean los cuestionamientos. Mi compañera Verónica Rivera no deja de disparar su cámara. “Cuando sentimos nostalgia, hacemos fotos”, escribe Susan Sontag. ¿Qué son los recuerdos si no instantáneas tomadas por nuestra mente y moldeadas por la experiencia? 

Nació el 28 de octubre de 1958 en Ciudad de México. Ese día el Vaticano eligió a Juan XXIII como el nuevo papa tras la muerte de Pío XII. Carmen se crió en una familia donde permeó el arte. Es hija del reconocido filósofo Luis Villoro (fallecido en 2014) y de la psicoanalista Estela Ruiz Milán. Su hermano también es escritor, lleva el nombre de uno de los apóstoles: Juan. 

Imagen: Verónica Rivera
Imagen: Verónica Rivera

Desde muy pequeña se relacionó con la literatura. Tenía once años de edad y en unas vacaciones visitó a sus tíos en Veracruz. Todos dormían la siesta vespertina cuando Carmen salió a la terraza con un ejemplar de Kásperle en el castillo de Altocielo, novela corta infantil escrita por la alemana Josephine Siebe. Entonces conoció la historia de ese títere animado que había despertado tras noventa años de letargo en un armario, y que no paraba de meterse en problemas. Aquella niña se perdió en el libro, entró en otra dimensión. Transcurrieron las horas sin que se percatara del paso del tiempo; en su alma se instaló esa posibilidad de estar a solas. 

Años más tarde, en la preparatoria, leyó a Julio Cortázar, a Juan José Arreola, a Carlos Fuentes. Y en 1975, cuando cumplió dieciséis años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM asistió por primera vez a un taller de poesía que dirigía el maestro Juan Bañuelos. Por eso le pregunto por los poetas que le han generado las mayores preguntas y ella sin dudar cita a los Contemporáneos, a la difícil y sencilla poesía de Wisława Szymborska y al concepto de la forma de David Huerta. 

—David nos decía: “Tienen que tener pasión por la forma”. Eso me dio una enorme luz, porque no sólo importa lo que dices, sino que te apasione la manera de decirlo. Y puede ser una manera distinta, loca, desarticulada. La forma tiene algo que nos apasiona: la palabra misma, el acomodo dentro de la página; el poema es también un artefacto, un juguete, un insecto, muchas cosas, por sí mismo. 

Hay una forma conmovedora en un poema de Liquidámbar: La autora toma la imagen de un árbol y la compara con su padre que ha partido. A la hija, que siempre ha sido fruto, no le queda más remedio que convertirse en árbol. Entonces estalla la luz y se presenta la continuación de la existencia. Y es que, parafraseando a Carmen Villoro, la poesía te hace preguntarte qué es lo que te reconcilia con la vida. Es como ese verso de Rainer Maria Rilke: “Ya se siente el resplandor de una página nueva / en la que todo vuelve a ocurrir”.

Sueles citar la lectura de Kásperle en el castillo de Altocielo cuando hablas de tu encuentro con la literatura, ¿cómo fue esa sensación de descubrir por primera vez que podías vivir en soledad? 

¡Uy! Fue preciosa, fíjate. Estaba en casa de unos tíos en Veracruz y ahí duermen siesta. Entonces, todo mundo se fue a dormir la siesta y yo no sabía qué hacer. No recuerdo cuántos años tendría, pero era una niña. Llevaba yo mi libro, que se llamaba Kásperle en el castillo de Altocielo, me bajé a la terraza y empecé a leer. Me perdí en el libro. Entonces descubrí esa maravilla de entrar en otra dimensión, en otra temporalidad, de poder pasar horas con un libro sin darte cuenta del tiempo. Y creo que fue mi primera gran experiencia lectora. Ya había leído cosas pequeñas, en fin, conocía mucho de cuentos infantiles, y eso porque mi mamá me los leía, pero en esa experiencia descubrí que uno se puede proporcionar esos estados de bienestar absolutos a través de entrar a un libro y que esa es la gran compañía que te da. 

Imagen: Verónica Rivera
Imagen: Verónica Rivera

Otra de tus pasiones es el psicoanálisis, ¿recuerdas la frase de “infancia es destino”? 

¡Claro! De Santiago Ramírez, por supuesto. 

¡Sí! Esta sensación cuando leíste Kásperle en el castillo de Altocielo en la infancia, ¿se sigue replicando cuando empiezas a leer otro texto? 

Sí, en ese sentido sí me adhiero a la frase de Santiago Ramírez de “infancia es destino”, porque lo que en la infancia se inocula como un virus, que es este gusto por la lectura y este placer que las palabras te pueden proporcionar, no se olvida nunca. Realmente es algo que si en la infancia le das esa oportunidad y ese espacio, se va a replicar siempre y además te va a regresar a esa experiencia original y prodigiosa. Entonces, en ese sentido sí. Pero hay muchas otras acepciones de “infancia es destino” con las que no concuerdo, porque todo cambia y yo siento que el ser humano está siempre dispuesto a transformarse. Creo que hay cosas dolorosas que tenemos en la infancia, pero que tenemos la capacidad de resolverlas y de convertirlas en algo bello. De hecho, como tú sabes, mi último libro se llama Zurcido invisible y considero que la poesía es una manera de zurcir esas roturas, esos hoyos, esas faltas con las que hemos crecido y que a través de la palabra se pueden hacer cicatrices; cicatrices a veces visibles, a veces invisibles, a veces indelebles. Existe la poesía y muchas otras maneras de resarcir y de reparar lo vivido en la infancia. 

Ahora que mencionas tu libro, acudo a una frase de Zurcido invisible: “Las mejores costuras son aquellas que no se notan”. ¿Cómo te ha zurcido la poesía alrededor de toda tu vida? 

Muchísimo. Yo creo que la poesía ha sido un instrumento de curación y de reparación. Ahora, esta frase que yo digo sobre que las costuras que no se ven son las que realmente reparan, tiene mucho que ver con la escritura. Nuestra manera de escribir, que es como un objetivo poético, son los textos en donde no ves los remiendos. Uno escribe, uno cambia, uno repara y uno le quita y le pone cosas, un poco como en este ejercicio de la costura. Y le agrega un adornito o le corta un pedazo que estaba de más, pero lo tiene uno que hacer de tal manera que no se note, que ese texto pueda guardar una naturalidad a pesar de que haya sido infinitamente conocido. La metáfora del zurcido invisible se aplica tanto al alma humana y a la experiencia emocional, como a la escritura. La escritura también es un proceso artesanal, como la costura, y tiene que ser un proceso de alta costura en donde los detalles sean algo que ayuda a que la prenda luzca y no se vea como un remiendo de algo que ha sido intervenido. Creo que la metáfora sirve para las dos cosas. 

Imagen: Verónica Rivera
Imagen: Verónica Rivera

Ahora cito una estrofa del poema “Sepia”, incluido en la antología El tiempo alguna vez: “¿Es el tren que atraviesa las ciudades / o es el tren interno / que rompe su sirena en mi memoria?”. ¿Has encontrado respuesta para esta pregunta? 

Efectivamente, creo que lo que vemos afuera remite a lo que llevamos dentro. Eso es un recurso muy importante de la poesía. Si estoy hablando de ese tren que atraviesa las ciudades, estoy hablando de algo de fuera, pero también estoy hablando de ese tren interno que rompe su sirena en mi memoria. Es decir, me recuerda cosas y ese atravesar por los espacios internos, y ese lamento, tiene que ver con el dolor interno. Entonces, yo creo que cuando describimos algo que está en el afuera, de alguna manera estamos proyectando un sentimiento, una emoción o algo que nos atraviesa. Creo que las metáforas que utilizamos siempre son un trabajo interior. Y en ese sentido, sí, ahí me lo pregunto, pero en realidad lo estoy afirmando de alguna manera; estoy haciendo esa analogía, entre lo que pasa, lo que viví como una experiencia externa, y lo que en mí se cimbraba en ese momento. 

Carmen, ¿somos un montón de recuerdos andando? 

Sí, somos un montón de recuerdos andando. A veces nos agobian y también nos llenan de vida, de experiencias, de imágenes; son un alimento. 

Recuerdo que en La figura del mundo, tu hermano Juan escribe que un día le preguntó a tu padre a qué se dedicaba. Don Luis, quien era filósofo, le contestó: “Estudio el sentido de la vida”. Si la filosofía se dedica a estudiar el sentido de la vida, ¿la poesía se dedica a escribir o a cantar ese sentido? 

La poesía, en principio, sí es celebratoria. Yo creo que la poesía tiene distintas finalidades. Una de ellas es precisamente la celebración; ante la maravilla del mundo o el enigma de la vida nos asombramos y queremos cantarlo, queremos decirlo a voz en cuello, queremos expresarlo y el lenguaje común no nos alcanza para expresar eso tan grande. Entonces sí, la poesía sirve para celebrar el milagro, pero también creo que la poesía es otra forma de pensar. Y creo que la filosofía plantea preguntas y da respuestas. En ese sentido, me parece que hay poesía muy filosófica y que hay poesía que es útil para reflexionar sobre la naturaleza humana o sobre las cuestiones que nos rodean; las cuestiones sociales, por ejemplo. A veces, la poesía también es política; tiene un compromiso con las ideas. Entonces, considero que hay diferentes gamas de poesía y creo que la mía ha sido muy celebratoria de lo cotidiano. Yo me doy cuenta —porque de esto uno se percata posteriormente y después de que ha escrito varias cosas— de que me importa mucho recuperar el significado de las pequeñas cosas, de lo aparentemente intrascendente, de lo muy ordinario; la posible significación que eso tiene para nosotros. Pero encuentro también una necesidad de preguntarme sobre el mundo, sobre la vida, sobre la muerte, sobre el tiempo. En ese sentido, mi poesía se acerca un poquito a lo filosófico sin, desde luego, tener los elementos metodológicos y epistemológicos que tienen los filósofos. Soy una simple mortal que se pregunta cosas y que no tiene las respuestas. 

Imagen: Verónica Rivera
Imagen: Verónica Rivera

Sobre aspectos formales, en Liquidámbar me llama la atención cómo haces la analogía entre un árbol y tu padre. Tienes esta idea de que una vez que dejamos de ser frutos se reinicia el ciclo de la vida y nos convertimos en árboles. ¿De qué manera llegas a la concepción de esa forma poética? 

Sí, es lo cíclico y es la aceptación del paso del tiempo, porque ahora no te queda más remedio que seguir tu camino, hacer lo que tienes que hacer. Vendrán otras ramas y otros frutos después, pero yo estaba acostumbrada a ser fruto, estaba acostumbrada a que el árbol grandote era el papá, y siempre me concebí fruto; al morir mi padre, ya no soy fruto y tengo que empezar a ser árbol. En esto hay un dolor, pero también una aceptación y un compromiso de aportar algo personal a este mundo en el que todavía estoy. 

¿La poesía nos sirve de alguna forma para engañar a la muerte? 

Sí, claro que sí. Nos sirve porque la poesía es un juego, como las escondidas o como los juegos de la infancia. Nos sirve para darle una imagen juguetona y divertida a la cruda realidad. O sea, no podemos estar siempre en la cruda realidad, sería imposible vivir. Sí, creo que sí, que la poesía es este juego. Que todo el arte, en general, es la posibilidad de entrar en otras dimensiones que aluden a la realidad, pero no son la realidad. A veces es un espacio transitorio y un espacio de descanso que nos permite tener ese bálsamo de otra dimensión. Y volvemos a la lectura, a eso que descubrí cuando era niña, de que hay otro espacio al que te puedes meter para no sufrir la soledad, el aburrimiento, el dolor u otras cosas mucho peores. 

Tomaste talleres con el poeta Juan Bañuelos. En un artículo publicado en la Revista de la Universidad el maestro mencionó: “Ser poeta no es ningún privilegio y la poesía no se sobrepone al hombre, es la evidencia de lo real y por lo mismo no tiene valor de cambio. Ese es un oficio que no le aconsejo a nadie”. 

A ver, efectivamente creo que mi maestro, con esa frase, le quita el oropel a la poesía, el oropel que tuvo mucho tiempo de algo sublime y superior. La poesía no es algo sublime y superior a lo que sólo algunos elegidos puedan llegar. La poesía es algo que nos pertenece a todos, es un lenguaje que todos tenemos, que llega a otros registros que no es el lenguaje discursivo o académico con el que podemos comunicar información. El lenguaje poético es un lenguaje que comunica experiencia —emocional sobre todo—. En ese sentido, todos lo usamos. Lo usamos a veces sin darnos cuenta, pero lo tenemos. No quiere decir que lo cultivemos como género literario, pero sí lo utilizamos. Coincido con mi maestro en esa parte, en que la poesía no es algo inalcanzable; es algo absolutamente humano. Ahora, creo que en esta frase del maestro hay también un espíritu social donde él quiere que la poesía sea algo muy terrenal. Me parece también que hay una postura política en esta aseveración, porque el maestro perteneció al grupo de la Espiga Amotinada, quienes tenían un propósito de transformar la realidad y utilizar la poesía como instrumento de transformación. Entonces, sí, considero que la poesía también es un instrumento político, es un instrumento de transformación y algo que puede tener un empate con la realidad en la que vivimos. 

¿Consideras que nos falta poesía? No me refiero a libros publicados, sino a esa manera profunda de ver el mundo. 

Mucho, mucho, mucho. Sí, la poesía es muy necesaria, porque el problema del mundo moderno es la prisa y la resolución rápida, práctica y superficial de las cosas. Tenemos muchos beneficios en la actualidad, muchos cambios en la tecnología que son benéficos, infinidad de aplicaciones en el móvil, aparatos que nos llevan de una ciudad a otra, podemos tener estas pláticas o conferencias a través de la pantalla… tenemos muchos beneficios, pero este modo de vivir nos aleja de lo profundo, nos aleja de ese espacio de silencio y de contacto con nuestra vida interna y con la vida interna de los otros. En ese sentido, creo que la lectura sigue haciendo su labor. Es muy importante, aun en esos medios que llegaron para quedarse y que son la forma de comunicación que vamos a tener de aquí en adelante, que la poesía no deje de estar ahí. No puede dejar de haber esa puertita a otra dimensión y a otra temporalidad. Vivimos en un mundo muy agitado y muy violento. Yo veo la poesía de una manera muy amplia, como tú dices, no solamente en los libros o en el género literario, sino en esa otra manera de estar en el mundo, con una mirada compasiva hacia los otros, hacia nosotros mismos y hacia el mundo. Y si nosotros podemos ver la vida como algo asombroso, creo que la vamos a respetar más, la vamos a disfrutar más y la vamos a recuperar. Hemos perdido el disfrute de muchas cosas, creo que ese es el problema: hemos olvidado que existen otros espacios de disfrute muy hondos que nos pueden aliviar mucho en la vida de todos los días. 

Yo he visto la poesía en los ojos de otra persona, en una tarde lluviosa, en momentos que se difuminan en la mente... 

Así es. Y aquí, ahora. 

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Escrito en: Saúl Rodríguez Carmen Villoro Zurcido invisible Liquidámbar El tiempo alguna vez poesía poesía contemporánea poesía mexicana

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