Imagen: FIL Monterrey
Considera que la vida es muy ingrata con los triunfadores cuando les llega la hora de fracasar. El triunfo, dice, pone al individuo en una situación vulnerable; los que estuvieron con él, de pronto le dan la espalda miserablemente. Para el escritor David Toscana (Monterrey, 1961), una vez que se ha subido el monte Everest, no importa si después se escala una loma de menor tamaño. En el triunfador existe una presión constante, una necesidad de escapar del fracaso que espera ventajoso a la vuelta de la esquina.
David Toscana, quien en 2023 ganó la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa por su obra El peso de vivir en la tierra (Alfaguara, 2022), ha vuelto a su hogar para participar en la trigésima segunda edición de la Feria Internacional del Libro Monterrey (FIL Monterrey), evento que se realiza en las instalaciones de Cintermex. Días atrás, pronunció el discurso inaugural, donde resaltó el poder de la palabra escrita, a la cual describió como “la base de todo”. Hoy pasea por los salones, da una rueda de prensa y atiende entrevistas antes de que, junto a Elizabeth Moreno, presente Lontananza, su célebre libro de cuentos aparecido en 1997, reeditado este año por Era.
Toscana se ha servido una copa de vino en el área de invitados especiales. El saco oscuro, el cabello cano, las gafas entre la camisa, el agudo pensamiento literario que se le escapa en la voz. Ha publicado una decena de libros y sus obras se han traducido a veinte idiomas. Es considerado uno de los autores vivos más importantes del norte de México, aunque desde hace algunos años ha fijado su residencia en Europa. Por eso cabe citar el verso de Walt Whitman que el escritor coahuilense Luis Jorge Boone siempre le dedica cuando es condecorado: “¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!”.
Lontananza es un libro compuesto por nueve cuentos, cuyas narrativas transcurren en una misma cantina y donde Odilón, el cantinero, es el único personaje con constante presencia. David lo escribió entre 1995 y 1996. Entonces se vivían tiempos duros, réplicas del gran terremoto económico que ocasionó el llamado Error de Diciembre de 1994. El autor perdió su casa, sus ahorros, lo perdió casi todo, menos el impulso de soñar. Por eso su tesis, como el personaje de Amaro que ha sido despedido en el primer relato, levanta el trago desde un rincón del Lontananza y le dice al cantinero que incluso en el fracaso se puede buscar el triunfo.
Sobre la calle Arramberri, en el centro de Monterrey, hay un bar que se llama Lontananza (palabra que refiere aquello difícil de distinguir al encontrarse en lejanía). Los lectores han identificado a este lugar como la mítica cantina donde se desarrollan las historias de Toscana. Pero también existe un Lontananza en el municipio neoleonés de García. Por eso la atmósfera de los cuentos es cambiante, va desde de lo urbano a lo pueblerino. Entonces, entra en juego un elemento crucial para todo aquel que aspira a la literatura como oficio: la imaginación.
Al leer los cuentos de Toscana es imposible no recordar las clásicas novelas rusas, como El jugador (1866), de Fiódor Dostoyevski: hombres entregando su destino al azar. Sus personajes no aceptan el fracaso y, como Henry James, intentan hacer un desesperado giro de tuerca antes de sucumbir al abismo de la derrota.
“Los rusos (y gran parte de esa literatura que me apasiona) escribieron libremente en un mundo que no era libre y se dieron el lujo de escribir lo que querían. Sabemos que muchos fueron desterrados, que fueron enviados a campos de trabajos forzados y los ejecutaron; se hicieron muchas cosas para silenciarlos, pero ellos no se amedrentaron”.
Si el lector echa a andar su imaginación, podría pensar que Odilón es en realidad David Toscana, recibiendo a los parroquianos que se embriagan con letras en esa cantina de páginas empastadas. El cantinero y su sentimiento de fracaso ante las posibilidades infinitas de la vida, el arrepentimiento y la reflexión al percatarse de que su rumbo pudo ser diferente, tal vez mejor, tal vez peor, pero distinto al fin. Quizá sus personajes, haciendo juego con el nombre de su anterior novela, están en el constante intento de soportar el peso de vivir en la tierra.
En el primer cuento, Amaro no quiere faltar al Lontananza porque sabe que, tras su despido, será el centro de atención de la noche. ¿Lo condiciona esa necesidad de protagonismo?
A mis personajes y a mucha gente. Incluso, claro que los escritores queremos cierto protagonismo; si mi sala está vacía y la contigua está llena… Sé que no estamos usando la palabra correcta, pero hay cierto espíritu de “competencia sana” que tiene que ver con el protagonismo. En este caso, más bien él (Amaro) viene de un fracaso, pero aun ese fracaso le va a dar protagonismo, que es el asunto del cuento: si te ganas un premio, pues tienes tu protagonismo, pero aquí más bien te acaban de echar del empleo. Entonces, es donde le doy el giro al tornillo para hablar de esto. Hay una novela de Miguel Delibes que se llama La hoja roja. La tenía muy en la cabeza cuando escribí este cuento, porque es un hombre que se jubila (a ese no lo echan) y Delibes hace una simbología… ¿tú fumas? Bueno, porque quienes hacen los cigarros van quitando las hojas, y cuando aparece la hoja roja, es que ya se te va a acabar. Y la metáfora es que el personaje ya está en la hoja roja, porque la vida ya se le va a acabar. Entonces, este cuento tiene mucha influencia de Miguel Delibes.
Es otra cuestión que te iba a comentar: solemos ver al protagonismo y al fracaso como antónimos, cuando en realidad son elementos que siempre están en diálogo. Cuando triunfas estás más en ojo público y por ende, más expuesto al fracaso.
Tú siempre has visto que la vida es muy ingrata con los triunfadores, a quienes les llega el día de fracasar. Después de haber estado con ellos, se les da la espalda miserablemente. Hugo Sánchez era ídolo y ahora lo maltratan mucho. A mí me han regañado porque sigo defendiendo a Hugo Sánchez. Y en general, mi punto de vista es que si un día subiste el Everest, ya no importa que después subas al Cerro de la Silla, el Cerro de las Mitras o cualquier loma baja; tú ya subiste el Everest. Entones, el triunfo siempre te pone en una situación vulnerable, seguramente te presiona. Si yo publico una novela y la tratan muy bien, por supuesto que me jalo mucho los cabellos para publicar la siguiente, porque el que habló bien de mí va a estar más al pendiente de exigirme que lo haga mejor. No voy a dramatizar. Cuando algo te va bien, no vas a dramatizar: “¡Ah! ¡Sufro mucho porque gané el Nobel!”. No exageremos, no queramos pasar a un lenguaje que está muy de moda, el de la queja y la lamentación. Entonces, mi personaje del primer cuento quiere hacer un triunfo de su fracaso. Es una fábula de Esopo, donde te dice que una zorra quería una vid, tenía mucha hambre y quería alcanzar las uvas para comérselas, pero no pudo. Entonces la zorra dijo: “Están verdes”, y se fue. Muchas veces, cuando no conseguimos algo, convertimos nuestro fracaso en virtud: “No, yo no necesito dinero”. Claro que te gustaría. “No, si mis libros no se venden no me importa” (risas).
En el libro hay un personaje con constante presencia: Odilón, el cantinero del Lontananza. Incluso, aunque no está físicamente, en el último cuento se le nombra. Él se pregunta algo muy interesante: ¿qué hubiese sido de nosotros, qué recuerdos tendríamos, si hubiésemos tomado otros caminos distintos al que elegimos?
Mira, este libro lo escribí en el 95, 96, cuando fue el Error de Diciembre, cuando me estaban quitando la casa y todos mis ahorros. Entonces sí pensaba en muchas cosas relacionadas con el fracaso. El fracaso de Odilón, si es que recuerdo bien el cuento, es que todo el tiempo sigue un ritual de no conversar con los clientes. Y el día en que por fin se anima a entrar a la conversación, siente que le cambió la vida. Y entonces claro que te empiezas a preguntar si lo hiciste bien o lo hiciste mal. Es un tema que a mí siempre me ha gustado y lo he tratado en alguna novela, de cómo, cuando la vida tiene posibilidades infinitas, tomamos una solamente. Si te casaste con una mujer, ya no te casaste con las otras tres mil millones de mujeres que hay en el mundo. No sé cómo llegaste tú al periódico, pero yo a veces abría la página para buscar empleo y sabía que podía terminar de una cosa o de otra. Podía terminar como ayudante de almacén o podía terminar manejando un tráiler. Metías las dos solicitudes a ver cuál pegaba y claro que dejabas al azar muchas cosas, y en una vida que siguieras, echarías la vista hacia atrás y dirías: “Hay tantas cosas que pude hacer”.
En otro cuento aparece un poeta que, al renunciar a la poesía, acude al Lotananza en busca de historias que escribir. ¿Tú buscaste las historias de este libro o ellas te encontraron?
Es muy curiosa la forma en cómo llegan las ideas. Incluso Villaurrutia tiene un poema en donde dice que ya no es su mano la que mueve la pluma, porque no sabes de dónde vienen las ideas, no sabes. Claro, para invocarlas hay al menos un ritual que es sentarte a pensar. A veces sientes que llegan espontáneamente, a veces no, pero buenas partes de las historias de este libro son muy obra de la imaginación. Cuando escribo novela me cuesta menos trabajo decidir, porque la novela parte de una sola cosa, pero aquí creo que son al menos nueve historias. Yo escribía el primer cuento y, con mi espíritu novelesco, mientras lo escribía, me salían ideas que no podía mantener en ese cuento. Ah, entonces tuve material para un segundo cuento y un tercer cuento. En algún lugar, en alguna revista o algo, leí sobre el cacomixtle. Sí me acuerdo que no lo conocía. En algún lugar salió el cacomixtle y entonces hice esta metáfora, que es la que hace Odilón. Luego viene el poeta local, que me acuerdo un poquito de Carlos Fuentes… ya me acordé también, pensaba en la novela de un amigo mío argentino (C. E. Feiling) que se titula Un poeta nacional, una historia bastante más grandilocuente, y acudí la mirada de un poeta local para reducirla. Siempre que estás leyendo, pensando y trabajando, las ideas vienen y caen. Y a veces el problema no es que no vengan las ideas, sino que vienen muchas. Aunque yo acepté el reto de escribir un cuento, terminé escribiendo muchos más.
Pienso en el cuento del vendedor de pinturas, que tiene su negocio llamado La Mecha Gorda. Él se avienta toda una obra de teatro para no decir que ha perdido a Mundo, su empleado, y aceptar que su negocio está en decadencia. ¿Por qué enmascarar tanto la derrota?
¡Porque me daba vergüenza! (risas). Yo tenía La Mecha Gorda. Estaba ahí en la avenida Revolución, vendía pinturas y me iba muy mal. Hubo momentos donde ya no le pude pagar a mi empleado. Me daba vergüenza mi fracaso. No llegué al punto de esconderme y gritarle a Mundo (así le puse), no llegué al extremo de esa teatralidad. Pero ya que estás en ese ámbito, ya que estás meditando esas cosas, sí se te ocurren, aunque no las hagas: me encantaría tener cinco empleados que cargaran latas, porque luego viene una camioneta tras otra, y los pintores pitan, pero ya cuando te quedas solo y tú haces todo, ya te das cuenta de que el negocio está fracasando.
Además, está el cuento del ingeniero que sabe que será sustituido. Ante la desesperación, va a la fábrica de noche e intenta hacer una obra épica para que su jefe se dé cuenta y no le abra campo a su nuevo competidor. Sin embargo, sabe que el final será irremediable. Me hace pensar que siempre estamos en esta continua tensión de que nuestra derrota no suceda hoy, sino mañana.
Ahí también hay un poco de experiencia, aunque no autobiográfica. Yo trabajé en una empresa que pasaba por momentos de crisis y de vez en cuando corrían gente, los echaban. Y me acuerdo la tensión que se vivía en esos momentos, el drama de que alguien recibía la llamada telefónica: “Ven por favor al departamento de personal”, y era dramático. Entonces, me ponía en esta posición, a recordar a estos empleados eternos que nunca progresaban y que siempre los estaban saltando. Quise escribir un cuento de este mundo que era mi mundo, el mundo de la empresa, de la oficina, de las promociones, de los que se estancan, de los guardias que te vigilan la entrada y de esta triste aceptación del fracaso. Creo que es mi cuento más triste, cuando la mujer le dice: “Ya lo sé, Víctor, y no hay nada que podamos hacer”.
Y todos estos personajes, de alguna u otra manera, acaban en la cantina del Lontananza. Haciendo un juego con el nombre de otra de tus novelas, ¿es su intento de soportar el peso de vivir en la tierra?
Sí, para mí la cantina, más que este lugar tradicional de olvidar las penas y todo esto, es un lugar muy adecuado para el diálogo, para la conversación. Pienso en las cantinas tradicionales y no en las de ahora que tienen tanta música y televisión. Por eso me interesó la cantina, por la conversación y porque el alcohol te abre un poco más el espíritu para decir cosas que normalmente no dirías; imaginar, soñar, compartir tus cosas altas y bajas con los compañeros. Aunque lo acepté como un mero reto, al final me gustó mucho el ambiente y lo he tenido en otras novelas.
Además de los deseos que expresan tus personajes, ¿se guardaron otros que no escribiste?
No, pues los deseos que pudieran llegar a tener los escribí. Casi todos los deseos que no se cumplen, incluso el deseo de quien se pudiera ganar la lotería y no se le cumple. Entonces, si tuviera alguno de estos deseos lo ponía ahí, porque estos deseos mayormente están explícitos, mayormente frustrados. Incluso estaba ese famoso Güero, que quería heredar la cantina, pero en el último cuento vemos que no es él quien la hereda. Entonces, sin contarte la historia del Güero, sabemos que se quedó sin cantina.
¿Un escritor escribe porque no soporta el peso de la imaginación?
Aquí hay mucha imaginación. Me gusta la imaginación y me gustan más los escritores que trabajan con ella que quienes me dicen que les interesa mucho el realismo. Lo que te gusta leer, finalmente, es lo que te gusta escribir. Y me gusta más la imaginación, la posibilidad de descubrir mundos, no de describirlos.