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Del riesgo del falso indigenismo y su idealización (parte I)

Como parte de este corolario ideológico se pretende que todo lo mexicano sea azteca, nulificando a las más de 200 etnias o naciones indígenas que han abarcado nuestro territorio de norte a sur.

Del riesgo del falso indigenismo y su idealización (parte I)

Del riesgo del falso indigenismo y su idealización (parte I)

DR. ENRIQUE SADA SANDOVAL

Como uno de los constructos propios de la historia oficial en nuestro país, los mexicanos solemos cargar con el lastre dual del centralismo que suele camuflarse bajo un sistema federal que, en los hechos, sólo lo es de nombre hasta la fecha. Y un apéndice de este centralismo lo es el aztequismo etnólatra, sin lugar a duda. 

Como parte de este corolario ideológico se pretende que todo lo mexicano sea azteca, nulificando a las más de 200 etnias o naciones indígenas que han abarcado nuestro territorio de norte a sur, incluso a las que padecieron durante siglos el abuso y canibalismo diario por parte de los mexicas hasta que finalmente los combatieron y vencieron con un ejército formado por cerca de 100 mil indígenas –integrado por tepanecas, tlaxcaltecas, tlatelolcas, xochimilcas, texcocanos y otros– junto a un puñado de 800 españoles, tras la conquista de Tenochtitlan.

En cuanto a lo que fuera Tenochtitlan, es un hecho que la ciudad debió deslumbrar a los conquistadores, puesto que el mismo Hernán Cortés pretendía que se conservara exactamente tal cual, inalterada, pero también es cierto que era una urbe que sufría inundaciones constantemente y que al menos en cuatro ocasiones estuvo a punto de desaparecer debido a estas.

Las más graves fueron la inundación de 1446, que arrasó la ciudad a tal grado que generó una serie de hambrunas que se prolongó hasta 1455, y la terrible inundación producida por la construcción del acueducto bajo el reinado tiránico de Ahuitzotl, quien pereció también a consecuencia de la misma.

Por otra parte, persiste un detalle que olvidan nuestros falsos indigenistas posmodernos y aztequizados, tan pródigos al intentar referir las crónicas para vender la idea de una urbe idealizada con la finalidad de contraponerla a toda herencia hispánica: Bernal Díaz del Castillo –al que citan como fuente– menciona cómo es que los templos de Tenochtitlan olían a muerto, como los peores mataderos de Castilla, y que los sacerdotes sacrificantes tenían sus largos pelos apelotonados y pegados por la sangre seca de tantas víctimas, tan sucios que parecían el rabo de una vaca. 

A esto habrá que agregar el hedor preponderante en una México-Tenochtitlan repleta de restos humanos, cosa que también refiere el cronista: “En las vigas y gradas de Mixcoatl, edificio del templo mayor de México, contaron Andrés de Tapia y Gonzalo Sandoval de Umbría 136 mil calaveras de indios sacrificados”; sin olvidarnos del horror de los temibles tzompantlis o torres de cabezas humanas ensartadas –que ya han aparecido, aunque se negaba oficialmente su existencia “como un mito”– y que podían albergar más de 130 mil cráneos que se descomponían clavados por las sienes hasta que quedaban sin piel, eventualmente.

De igual manera se puede hablar sobre el estado interior de lo que eran los templos, los adoratorios o las viviendas de los macehuales (que vivían bajo terrible servidumbre) en comparación con los hogares de los nobles y sacerdotes, quienes incluso llegaban a comprar esclavos para celebrar las fiestas con sus sacrificios particulares, de los que usaban todavía sus restos como particular adorno para sus casas.

Como ciudad, Tenochtitlan semejaba en dado caso a un inmenso cementerio por su olor y su falta de higiene generalizada, puesto que todos los desechos que se generaban al interior de la misma eran arrojados por sus habitantes nada menos que al propio lago.

Los únicos que podía darse el lujo de bañarse en este estado de cosas eran la clase alta –formada por la nobleza, la casta sacerdotal y los guerreros– quienes disponían de manera caprichosa y excluyente del trabajo forzado de cientos de macehuales a quienes se obligaba a suministrarles agua potable, que tenían que acarrear desde muy lejos, para poder bañarse de manera similar a como lo hacía Moctezuma, quien en su carácter como rey o emperador tlatoani disponía de un acueducto exclusivo para su uso personal, puesto que el único que había para consumo popular no se daba abasto para dar de beber a toda la ciudad, ya que uno de sus dos canales siempre se encontraba en mantenimiento o reparación.

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