Democráticos y populares
La alternancia de partidos en el poder es la prueba de fuego de cualquier democracia. Un país puede decir que su sistema político es democrático, pero si todas las elecciones las gana un mismo partido y no hay contrapesos al poder habrá que cuestionar la afirmación.
Muchos países comunistas añadían a sus nombres oficiales el adjetivo “democrático”. Era el caso, por ejemplo, de la República Democrática Alemana, en cuyas elecciones sólo podían participar los candidatos aprobados por el gobierno. El régimen de esa Alemania oriental se desplomó en 1989 como consecuencia de su falta de democracia. Corea del Norte tiene todavía el nombre oficial de República Democrática Popular de Corea, pero mantiene un sistema autoritario, más aún, monárquico, porque el poder pasa de padres a hijos. La Corea “democrática” no ha tenido alternancia de partidos en el poder desde que Kim Il-Sung estableció su régimen en 1948.
México nunca tuvo alternancia pacífica de partidos en el poder hasta después de la reforma electoral de 1996, la cual le dio independencia plena al Instituto Federal Electoral y cortó su cordón umbilical con el secretario de Gobernación. Creó además las reglas de gasto electoral para dar equidad a los partidos en las campañas. Con esos cambios se acabó el régimen de partido hegemónico en nuestro país. El PRI dejó de tener mayoría absoluta en la Cámara de Diputados en 1997 y Vicente Fox, candidato del PAN, ganó la elección presidencial en el año 2000.
Empezó entonces un período único en la historia de México. El cuarto de siglo entre las elecciones del 2000 y las de 2024 fue un lapso de democracia que nunca habíamos tenido. La presidencia dejó de ser imperial. Tuvimos tribunales independientes y organismos autónomos que representaban contrapesos reales al poder. Las reglas democráticas permitieron el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018, quien logró por primera vez desde 1996 mayorías absolutas en ambas cámaras del Congreso. En los años subsecuentes, AMLO se dedicó a destruir ese régimen democrático construido a lo largo de décadas. Las reformas que lanzó el 5 de febrero de 2024, que ahora están siendo introducidas a la Constitución y a la legislación secundaria, son el golpe definitivo que pondrá final a esta primavera democrática.
El gobierno tomó control de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y en buena medida del ahora llamado Instituto Nacional Electoral y del Tribunal Electoral. Maniobró para lograr mayorías calificadas de dos terceras partes de los escaños en ambas cámaras del Congreso, lo cual le ha permitido enmendar la Constitución a discreción, a pesar de que la coalición oficialista solo consiguió 54 por ciento de los votos para legisladores. Decretó una reforma al poder judicial que no hace más que darle al gobierno el control sobre todos los jueces, magistrados y ministros. Otra de sus iniciativas acabará con los organismos autónomos, como el INAI, que han sido contrapesos al poder presidencial.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha decidido continuar por la senda de destrucción institucional que empezó López Obrador. En muy poco tiempo la Presidencia de la República volverá a controlar todas las instituciones del país. No tendremos los equilibrios que existen en las naciones realmente democráticas. Estamos siguiendo el camino de países que han construido regímenes autoritarios, incluso monárquicos, pero que le dicen al mundo que son repúblicas democráticas y populares.