Producción Diego el Cigala
El enlace virtual lo sitúa en Cancún. Allí escucha el cante del mar, la voz caribeña de su oleaje. Diego el Cigala (Madrid, 1968) dialoga frente a la pantalla como si estuviese en una reunión familiar, de esas donde a algún miembro se le ocurrirá sacar una guitarra y echar versos después de la cena. El cabello largo y ondulado, algo agrisado por los años. La mirada profunda. La sonrisa amigable. Las manos resplandeciendo en joyas doradas como las que usaba el cantaor Camarón de la Isla.
Hay que imaginarlo de chaval en el barrio madrileño de El Rastro. Después verlo subir hasta Lavapiés y aplaudirle en la plaza cada que toca el balón y anota en la portería que él y sus amigos han formado con la estatua de Agustín Lara. “Madrid, Madrid, Madrid, un pedazo de la España en que nací”, se escucha en la voz de Lola Flores. Luego hay que apreciar cómo abandona el esférico en el portal de su inocencia y se traslada a un tablao cercano tras escuchar el rasgueo de alguna guitarra. Son los años setenta. Diego Ramón Jiménez Salazar es un niño gitano cuyo nombre de poeta promete no defraudar al mundo.
¿Sus inicios en el flamenco? La narrativa es franca: él era flamenco desde que habitaba el vientre de doña Aurora, su madre. Diego se crio en un patio al que acudían figuras como Paco de Lucía, Camarón de la Isla, Ramón de Algeciras, Antonio Gades, Mario Maya, El Güito o Juanito Valderrama ¿Cómo resistirse al cante, al baile y al toque cuando eso se trae en las venas? A doña Aurora le llegaban noticias de que su hijo se había colado en algún tablao a altas horas de la noche. Más tarde, con 14 años, Diego falsificó la firma de su padre y viajó a Tokio. Le llamaba la atención que los japoneses tuvieran una fascinación tan peculiar por la cultura del flamenco.
Los hermanos Losada, tres virtuosos guitarristas, le apodaron el Cigala debido a su complexión esbelta y notable agilidad. Decían que sobre el escenario se movía tanto como una cigala, un crustáceo parecido a la langosta que desova en el Mediterráno. Fue David Amaya, otro guitarrista, quien le dio la oportunidad de grabar en estudio. A su primer álbum lo tituló Undebel (1998), que en caló (la lengua de los gitanos) significa “gracias a Dios”. Y vaya que tenía que agradecer, eran épocas difíciles y debía poner buena cara ante la adversidad: “Qué bonita la mañana, Dios mío undebel”.
Aunque para Diego era demasiado cómodo quedarse sólo en la sonoridad de la guitarra, las palmas, las castañuelas y la caja peruana que Paco de Lucía integró al flamenco en 1977; ser un cantaor más con raíces gitanas y desfilar de tablao en tablao por la capital española. No, el Cigala era sinónimo de exploración. Entonces conoció al maestro cubano Bebo Valdés y ambos publicaron Lágrimas negras (2003). El piano del Caribe se ajustó al cante flamenco, como si platicaran, como si se conocieran de toda la vida. El resto es historia.
El Cigala emuló la fórmula con el arrabal argentino en Cigala & Tango (2010), con la salsa en Indestructible (2016) y con la canción mexicana en Cigala canta a México (2020). Podría suponerse que son mezclas extrañas, pero todo suena en su lugar. Tal vez porque estos sonidos se cruzaron en algún lugar del pasado y el cantaor sólo propicia su reencuentro.
En días previos a la visita que realizará a Torreón, donde el próximo 17 de mayo se presentará en el Teatro Nazas con Obras maestras (2023), su más reciente homenaje a la canción bolera, Diego el Cigala nombra a todos sus maestros latinoamericanos: Chavela Vargas, Vicente Fernández, Rocío Dúrcal, Juan Gabriel, José Feliciano, Roberto Carlos, incluso al propio Bebo Valdés. Por eso confiesa ante la santidad del cante, y asegura que nunca imaginó hacer un homenaje a estos grandes.
En los conciertos, al piano lo acompaña el maestro Jaime Calabuch, su compadre. También otros músicos gitanos convertidos al son de América Latina. El Cigala sabe que la voz es la percusión del corazón, el desgarre y desahogo del alma. Don Bebo le sugirió que siempre cantara como el gitano que es. Sobre bolero, tango, salsa, no importa, siempre debía cantar como gitano. Tal vez porque todo cantaor, al subir a un escenario, citando a Camarón de la Isla, aspira a ser leyenda del tiempo en el corazón del sueño, aunque sea por un ratito.
En Cien años de soledad, Gabriel García Márquez narra cómo los habitantes de Macondo recibían a los gitanos, quienes llevaban ciencia, inventos y conocimientos de sus viajes. ¿Cuál es el conocimiento que los gitanos han aportado al mundo a través del flamenco?
Yo creo que lo que ha aportado el pueblo gitano al mundo con el flamenco es abrir un campo de música, sobre todo de nuestra cultura, porque la raíz del flamenco se puede adaptar a todas las músicas. A las demás músicas les cuesta muchísimo más adaptarse al mundo del flamenco. El Señor dotó al mundo con los cinco sentidos y al pueblo gitano nos dotó con un sexto sentido: el flamenco. Una cosa es cantar flamenco y otra cosa es cantar gitano, es muy diferente. Hay artistas que intentan hacer flamenco, flamenquito, tal. Yo canto gitano. Vengo de una dinastía, de una familia de cantaores. De parte de mi madre eran once hermanos y todos cantaban. Desde mi señora madre, que cantaba como los mismos ángeles, hasta el mítico Rafael Zarina, mi tío. Todos sabían cantar; mi tío Caíto, que en paz descanse, mi tío Ángel, mi tío Caldera, mi padre. Yo me he criado en un mundo muy flamenco, pero también muy musical, porque gracias a Dios tuve esa suerte de conocer al genio de Bebo Valdés. Cuando conocí a Bebo Valdés conocí a mi héroe; cuando conocí a doña Chavela Vargas, que tuve la oportunidad de cantar con ella, en el Festival de Corferias, en Colombia, me decía “mi gitano bello” y cantamos “Amar y vivir”, de Consuelo Velázquez. Y ella fue la culpable de decirme: “Diego, tienes que cantar boleros, tienes que grabar, porque todo te suena en esa garganta. Haz incursiones, pero donde tú te veas, sin perjudicar al flamenco ni a las demás músicas”. Entonces tuve el atrevimiento, con todo el respeto del mundo, de cantarle a la salsa en Indestructible, en Lágrimas negras con mi querido Bebo, Cigala canta a México, que eso fue un reto en plena pandemia, cuando estaba todo el mundo… tú sabes lo que estaba sucediendo. Y me siento muy orgulloso de haber estado en Los Tres Potrillos, en la casa de mi querido Vicente y de que me hubiera dado su beneplácito, de decir “vas por un camino bien chingón”. Eso me dio pie para llegar hasta aquí y poder crear Obras maestras.
Cuando tu padre regresaba de los tablaos se ponía a escuchar boleros en la casa. ¿El género te hace habitar en la nostalgia o en el recuerdo?
Totalmente, cien por cien. Mi padre llegaba y ponía esos discos de vinilo chiquititos, ponía a Lucho Gatica, a Antonio Machín, hasta a Nat King Cole: “On sidewalks…”, ¿sabes? A Chavela Vargas, que moría con ella. A Ismael Miranda. Lo que yo no pensaba jamás era hacer tributos a estos grandes. Pero, claro, no es ser presuntuoso ni mucho menos. Mi señor padre, lo mismo que Camarón, que en paz descanse, ellos ya eran flamencos, ¡ya lo llevaban de serie! ¿Me entiendes? Pero luego les gustaba escuchar música y esa música eran los boleros, la salsa. Yo canto bolero gracias a Moncho, el gitano del bolero, que es tío carnal de mi pianista Jaime Calabuch. Yo canto bolero gracias a Moncho y a Antonio Machín. Yo soy flamenco, vengo de una guitarra, pero Dios me dio esa oportunidad para adentrarme en esos mundos del bolero y del romanticismo, y poder llegar a los corazones de tanta gente. Y México, si se destaca por algo, es por lo románticos que son, la tierra bolerística que es. Los recuerdo con mucho cariño, Dios los tenga en el cielo: don Vicente Fernández, Chavela Vargas, Armando Manzanero, son personas claves en mi vida, que me dijeron: “Tira pa’ delante, no vas por mal camino”, porque si no, tampoco lo hubiera hecho.
Publicas Obras maestras luego de que la UNESCO declarara al bolero como Patrimonio Cultural de la Humanidad. ¿Cómo fue el proceso de este álbum?
Mira, fue muy difícil, porque imagínate cientos y cientos de boleros y quedarte con diez. Mi compadre y yo dijimos que había que inventarnos otra oportunidad para que haya una segunda parte de Obras maestras. Y cuando me refiero a “obras maestras”, no es que lo sean porque lo he hecho yo. No, es Obras maestras porque ya lo han dejado los grandes del bolero: Moncho, José Feliciano, Chavela Vargas, Rocío Dúrcal, Juan Gabriel, ¡genios del mundo del bolero! Entonces, la búsqueda me llevó como cuatro o cinco años. Y en esos viajes que nos pegábamos mi compadre y yo, bien estábamos en un aeropuerto esperando un avión, o bien estábamos en un restaurante, o bien estábamos en una habitación, o bien estábamos en una prueba de sonido… siempre venía Jaime y me decía: “Diego, mira, ya lo tengo: ‘Ay, cariñooo…’. ¡Oh! ¡Sí! ¡Pum!”, estaba lista. El primer bolero que me ponía y a los dos segundos, ¡a los dos segundos de ponerlo!, lo escuchábamos y “ese no va, ¡fuera!”. Creo que es la magia y tener la conexión y cohesión para que surja eso, porque Obras maestras es como aquella persona que va a un sastre a hacerse diez trajes a la medida. Entonces, yo busqué los diez boleros exactos, dolientes, con mucha profundidad, para que el público pueda sentir lo que yo siento y tener la capacidad de transmitir. Y hay que transmitir a la primera de cambio. Con mi público mexicano me pasa eso, porque sé que ahora que nos presentemos van a quedar encantados, porque vuelvo a repetir, son muy bolerísticos, muy románticos.
Has comentado en entrevistas anteriores que cantar un bolero es como cantar una bulería.
Total. No se puede cantar un bolero así nomás. Para cantar un bolero hay que expresar. Cuando digo “expresar”, se expresa hasta con las manos. Y cuando canto estoy expresando todo el rato: el amor, el desamor, el desengaño. Las letras son muy parecidas a las del mundo del flamenco, porque hablan de amor, desengaño, traición, pena, alegría. Todo eso lo metes en una coctelera y algo bonito tiene que salir. Pero nunca sin dejar de ser flamenco. Nunca dejar, tampoco, de intentar, siendo flamenco, querer abarcar más de lo que es. No, señor. Menos es más, pero siempre poniendo mucho corazón y que el mundo lo pueda entender. En Latinoamérica, el flamenco flamenco, jondo y ortodoxo, hay mucha gente que lo entiende y que le gusta, pero cuando conocen al Cigala ya entran en sus discos del pasado, con una guitarra, con una soleá, una bulería y tal. Pero primero tienen que pasar con Lágrimas negras, Indestructible, Dos lágrimas, Cigala canta a México, Luna tucumana. Entonces, han sido discos que de alguna manera me han marcado, porque, ¿yo qué sé de salsa? Para salsa estaba Héctor Lavoe, estaba Ismael Rivera, ¡estaban todos estos grandes! Yo lo único que he hecho ha sido afanar, como dicen, el buen músico no pide prestado, toma directamente para aprender. Para saber de esto tienes que ir directamente a lo que te gusta, respetarlo y hacerlo tuyo, porque los grandes lo dejaron. Acudo a “Desahogo”, la canción de Roberto Carlos que ha sido lanzada como sencillo.
¿Crees que cantar es una forma de desahogar el alma?
Sí. Fíjate que abrimos con “Desahogo”. Siempre abríamos con: “Si te contara mi sufrimiento…”. Empezábamos con eso y ya la gente estaba extasiada, con la emoción esa. Pero cuando sales con: “¿Por que me arrastro a tus pies?”, es como: “¿Qué ha pasao aquí?”. Y le pido a Dios que algún día me gustaría muchísimo, muchísimo, conocer al maestro Roberto Carlos. Lo amo, Dios lo bendiga
Noto una atmósfera muy íntima en el álbum: voz, piano, percusiones, como si los músicos se dispusieran a tocar en una velada privada.
Esos boleros por su puesto que no se podían hacer con una big band, como lo hacía Benny More: “¿Cómo fue?, no sé decirte…”, ¡y salía con una big band! Pero, claro, salir con un cajón, un contrabajo y un piano, y que parezca que hay una big band, eso es muy difícil. Sobre todo, encima, ¡gitanos! Los que tocan son todos gitanos. Me parece una cosa soberbia, me parece una cosa maravillosa que no se ha dado nunca. Por eso creo que la clave del éxito está ahí. Pero no por nada, porque nunca se le ha puesto al bolero un cajón. A un bolero se le ha puesto una conga, ¿pero con un cajón?, no. ¿Con un piano flamenco?, tampoco. ¿Y con un contrabajo? Tocaron juntos con Bebo siendo niños, ¿entiendes? Luego ya se hicieron mayores y no se vieron. Yo creo que ese es el milagro de la música.
Cuando hiciste Lágrimas negras junto a Bebo Valdés, él te dijo que iba a tocar el piano como el cubano que era y que tú cantaras como el gitano que eres. ¿Qué parte de su legado continúa en Obras maestras?
Yo creo que todo. De Bebo he aprendido hasta de sus andares, de la manera de salir a un escenario y de la manera solamente de sentarse. De sus consejos, sobre todo unos consejos tan llenos de amor, tan llenos de verdad. Ten en cuenta que cuando El Cigala y Bebo Valdés recibieron un Grammy por su álbum Lágrimas negras en 2004. conocí a Bebo, él ya tenía 85 años. Estuvimos dos años de gira. A los dos años pasó el balón a su hijo, a Chucho Valdés, a quien quiero y respeto mucho, es un musicazo increíble, pero no era lo mismo. Bebo tenía ese touch que nadie va a volver a tener. Fue director de la Sala Tropicana (en La Habana) en 1958, cuando entró la Revolución. Luego he tenido la fortuna de conocer a don Patato Valdés, quien fue el impulsor de las congas. A Chanito (Isidrón), a Tata Güines, a toda esa gente la he conocido gracias a Bebo Valdés, si no, te puedo asegurar que ahora mismo yo sería otro cantaor más, cantando bonito, cantando flamenco. Lo que pasa es que hice por lo que nadie hizo, meterme en territorios súper difíciles y al mismo tiempo, para mí, fácil, porque como no dejo de ser flamenco, me sentía como pez en el agua. Siempre estaré eternamente agradecido, que en paz descanse mi compadre Bebo Valdés, quien también le dejó una lección de lo que tenía que hacer —y lo ha sabido sacar con creces— a mi productor y hermano, don Jaime Calabuch. Ese es un genio, un genio y figura hasta la sepultura.