El gran mito antiguadalupano
No se puede hablar de México como Estado, nación o territorio con identidad propia antes del año 1521, aunque el sistema político mexicano ha pretendido hacerlo demagógicamente como parte de un discurso en el que apela a un supuesto pasado indígena de manera única e ininterrumpida, partiendo sólo de una de las etnias más odiadas y menos representativas a lo largo y ancho de nuestro territorio nacional.
En este caso, lo que se busca de manera fraudulenta es nulificar a las más de 200 naciones o tribus diseminadas desde el sur de los Estados Unidos hasta los límites con Guatemala en favor de uno de los peores vicios políticos vigentes, heredado del borbonismo decadente: el Centralismo.
Otro de los grandes mitos que el Estado totalitario y pseudorevolucionario ha pretendido imponer desde las instituciones y el erario público, es su espíritu anticristiano y jacobino, travestido de falso laicismo. Y como corolario de lo mismo nos encontramos nada menos que con el mito antiguadalupano como tal.
La imagen de la Virgen plasmada en la tilma del indígena Juan Diego —imagen que originalmente se negaban a aceptar los mismos españoles— fue un elemento que acabó con los sacrificios humanos que aún se mantenían clandestinos, además de potencializador del hermanamiento identitario mestizo, hasta convertirse en bandera de batalla y patrona del México independiente, plasmándose este mismo sentir en la instauración de nuestra primera orden de Estado y caballería, la Orden Imperial de Guadalupe (creada para premiar el mérito y la virtud de todos los ciudadanos sin importar su origen étnico o social). Era de esperarse que este símbolo de unión fuera uno de los primeros en ser atacados por la influencia servil de poderes extranjeros en nuestro país.
Como impostura del régimen cardenista —que no fue otra cosa más que una prolongación camuflada del Maximato autoritario con diferente títere (Cárdenas en lugar de Calles) y titiritero (Daniels en sustitución del difunto Morrow) desde Washington—, buena parte del espíritu antirreligioso y desfigurador de nuestra identidad nacional pretendió, desde la década de 1930, imponer desde la Secretaría de Educación Pública (SEP) y sus instituciones la ocurrencia de que la Virgen de Guadalupe era una simple obra humana, producto de un supuesto indígena —como antítesis de Juan Diego— al que llamarían Marcos Cipac.
La realidad es que de ese personaje no existe ningún registro más que el discurso oficial, a diferencia de Juan Diego Cuahtlatoatzin, de quien sí existen pruebas de su existencia lo mismo que de su residencia; sin dejar de mencionar el que la hechura de semejante obra hubiera sido confiada no a un indígena, sino a un europeo o un fraile —que fueron los más renuentes en reconocerla—, con la mejor técnica posible de aquella época —como la escuela española, italiana o flamenca—, lo que rompe también con toda lógica incluso para quienes se han empecinado en negar la imagen.
Otra parte del gran mito antiguadalupano proviene del fariseísmo con el que se pretende sobajar a los creyentes de la Virgen, repitiendo tanto desde los medios como desde el gobierno que es justo en este día que los peregrinos abandonan perros en la Villa.
La realidad es que los peregrinos vienen en camiones y bicicletas a una velocidad a la que, por muy cánidos que sean, les sería imposible seguirles el paso, sin contar con el hecho de que los devotos que vienen caminando no son idiotas como para traer un perro desde Tlaxcala, Guanajuato o Jalisco.
Por el contrario, estos pobres animales a los alrededores de la Villa son los callejeros abandonados que existen en la Ciudad de México, lo cual es responsabilidad de la alcaldía y del gobierno capitalino, al que le resulta más fácil y hasta económico evadirse culpando a los peregrinos y a esta fiesta nacional para mancharla por oscuros intereses antirreligiosos.