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El hombre en busca de sentido

Estados psicológicos del holocausto

El hombre en busca de sentido

El hombre en busca de sentido

ANA SOFÍA MENDOZA

Cualquiera que esté en busca de aumentar su bagaje espiritual debería leer El hombre en busca de sentido, del médico, filósofo y psicólogo Viktor Frankl.

Si bien se ha escrito mucho sobre el holocausto, esta obra destaca porque, en lugar de abordar hechos históricos o sociales, o de desarrollar una ficción moralizante, expone la evolución psicológica de los prisioneros en los campos de concentración nazis, desde la propia experiencia del autor, quien fue internado en Auschwitz y después en otros sitios más pequeños.

El texto brinda descripciones lo más precisas posibles de los estados emocionales que puede alcanzar el ser humano en condiciones inhumanas. El resultado es el relato de una constante lucha por la supervivencia no solo física, sino espiritual. El prefacio de José Benigno Freire en la edición de Herder no puede describir mejor los motivos para leerlo: “merece inscribirse entre las obras cumbre del patrimonio intelectual de la humanidad: por la profundidad de sus intuiciones psicológicas, pero también por la belleza de su prosa; y también por ese amable humanismo que retrata con claridad la capacidad de grandeza y de miseria que anida en el interior del hombre, convirtiéndose en un canto esplendoroso a la libertad”.

Frankl reconoce que por haber sido uno de los prisioneros pudiera haber cierta subjetividad en su narración, aunque lo haya intentado evitar a toda costa como hombre de ciencia. Por ello invita a los lectores a complementar sus conclusiones, ya que poseen la distancia necesaria para advertir los hechos de forma más objetiva.

PRIMERA FASE: INTERNAMIENTO EN EL CAMPO

El autor comienza por describir el estado emocional de los recién llegados a Auschwitz: shock. Todos estaban atemorizados, pero en realidad nadie comprendía los alcances de lo que iban a tener que soportar. Desde su llegada, fueron divididos en dos grupos. Uno de ellos fue enviado directo al crematorio. Enterarse de ello solo avivó la incredulidad de los que seguían vivos. Incredulidad de estar ahí, de ser despojados absolutamente de todas sus pertenencias, de la crueldad con que eran tratados desde el inicio, de los golpes que llegaban al menor titubeo y los fuertes castigos ante cualquier intento de aminorar el sufrimiento.

La incertidumbre crecía mientras los iban trasladando de un sitio a otro para terminar de ingresarlos. Podían encontrarse con la muerte en cualquier momento, sin embargo, todavía presentaban lo que se conoce como “ilusión del indulto”, es decir, la esperanza que guardan los condenados a muerte de ser absueltos en el último momento. Sin embargo, en pocos días eso cambió: las cámaras de gas pasaron de ser el máximo horror a un probable destino que, a fin de cuentas, les ahorraría tener que enfrentarse a un suicidio.

Llegado a este punto, el psicólogo destaca la impresionante capacidad del ser humano para adaptarse a cualquier condición. Como médico, Frankl se sorprendía de la cantidad de horas en vela que podía pasar un hombre, contra todo pronóstico avalado por la ciencia. Por otra parte, también se maravillaba de cómo quienes aparentemente tenían problemas para dormir, ahora podían hacerlo sobre una tabla, apretujados entre un montón de gente y rodeados de sonidos de ronquidos, quejas o tos. De esa manera, poco a poco, llegaba la apatía, y con ella el inicio de la segunda fase psicológica de los prisioneros.

SEGUNDA FASE: VIDA EN EL CAMPO

Una vez conocidas las rutinas del campo, se desarrollaba naturalmente un necesario escudo protector que podría describirse como “anestesia emocional”. “Repugnancia, piedad, indignación, horror eran emociones que nuestro prisionero ya no podía sentir”, describe Frankl. Cada muerte era recibida con impasibilidad; los sobrevivientes solo se acercaban a robar la ropa o los zapatos del fallecido. El dolor de los enfermos y heridos tampoco escandalizaba a nadie.

Sin embargo, eso no significa que no sufrieran o que no crearan lazos de amistad entre sí; más bien desarrollaban esa insensibilidad sólo hacia el constante horror que los rodeaba. No hubiera sido posible que fuera de otra manera. Su escasa energía no podía irse en lamentaciones por el entorno; era necesario enfocarse en sobrevivir.

Pero mientras la apatía hacia el exterior los protegía mentalmente, cultivar el mundo interior los conservaba espiritualmente. El psicólogo hace la observación de que los prisioneros con intereses más intelectuales resistían mejor los embates del campo, incluso si eran más frágiles físicamente que sus compañeros con menor tendencia a la introspección. Estos últimos se derrumbaban con mayor facilidad.

Frankl, por ejemplo, se aferraba constantemente al recuerdo de su esposa, más allá de si creyera que estaba viva o no. “Percibí entonces, en toda su profundidad, el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento, y las creencias intentan comunicar: la salvación del hombre consiste en el amor y pasa por el amor”, narra.

Asimismo, la apreciación del arte y la naturaleza tomaba nuevas dimensiones. No es que hubiera acceso a muchas experiencias estéticas en el campo, pero lo poco que había era celebrado: la declamación de algún poema, la música que se alcanzaba a escuchar cuando un vigilante tenía una celebración. Las puestas de sol eran motivo de alboroto; cuando había alguna especialmente bella, los que la notaban se encargaban de dar aviso a todos los demás para que la presenciaran.

El humor también encontraba lugar entre toda la inhumanidad del campo. Bromeaban sobre cómo las costumbres adquiridas ahí seguirían resonando cuando fueran liberados.

Pero quizá lo más difícil de encontrar, y lo que más los ayudaba a mantenerse vivos, era la esperanza. Viktor Frankl destaca que muchos obtenían momentos relativos de alegría al recordar los detalles más mínimos de su vida antes de ser internados, pero había que tener cuidado de no abandonarse sólo al pasado. Para seguir adelante era necesario proyectarse a futuro. El psicólogo, por ejemplo, se imaginaba a sí mismo dando una conferencia sobre sus experiencias vividas.

Todas esas muestras de riqueza interior dan cuenta de la capacidad humana para ser libre en básicamente cualquier situación, lo que remite a El extranjero, de Albert Camus, cuando el protagonista escribe desde su celda: “Comprendí entonces que un hombre que no hubiera vivido más que un solo día podía vivir fácilmente cien años en una cárcel. Tendría bastantes recuerdos para no aburrirse”. Recordemos que, después de todo, Viktor Frankl integró la filosofía existencialista en la psicología, haciendo hincapié en la agencia del individuo sobre su propia vida. Dos prisioneros en la misma situación podían tomar decisiones completamente distintas, desde abandonarse a sí mismos hasta enfrentar el sufrimiento como una oportunidad para trascender.

“¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es quien ha inventado las cámaras de gas, pero también el que ha entrado en ellas con paso firme, musitando una oración”, concluye el autor.

TERCERA FASE: DESPUÉS DE LA LIBERACIÓN

Al ser liberados, la primera reacción emocional de los prisioneros fue similar a la de la fase de internamiento: shock. Todo parecía irreal. A este fenómeno se le conoce como despersonalización, y se caracteriza por la sensación de que el entorno es como un sueño que realmente no está al alcance. Por ello, no había alegría. De hecho, en muchos casos la alegría tampoco llegó tiempo después. Por el contrario, sobrevino el desencanto al ver la vida pasada perdida, al descubrir que amigos y familiares habían muerto.

Sin embargo, lo que sí sucedió es que el mundo poco a poco fue tornándose real, y la vida en el campo, en algún momento, adquirió la forma de una pesadilla lejana. Habían sobrevivido.

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