El proceso, de Orson Welles: la justicia inaccesible
“Digan lo que quieran, pero El proceso es el mejor filme que he hecho jamás”, declaró Orson Welles a Cahiers du cinéma en 1965, luego de que su película fuera recibida con recelo por la crítica, especialmente la angloparlante —el idioma original de la cinta es alemán—. Y es que la atmósfera pesadillesca y la trama surrealista que creó, contrastan con el tono de otros de sus proyectos, como Ciudadano Kane (1941), que fue elegido en 1962 como el mejor filme de la historia por la prestigiosa revista Sight and Sound, pero que a su director le tenía francamente cansado, porque era como si el mundo no tuviera ojos para ver las grandes obras que había realizado después.
ACUSACIÓN
El proceso (1962) es una adaptación cinematográfica de la novela homónima de Franz Kafka, una de las que fueron publicadas de manera póstuma y que, como gran parte de la obra del autor checo, está inacabada, aunque Orson Welles sí plantea un final para el protagonista.
La trama comienza con la intrusión de un inspector de policía en la habitación de Joseph K. (Anthony Perkins) por la madrugada, cuando duerme plácidamente. Tan pronto este despierta, intenta averigüar quién es ese hombre y por qué está ahí, pero no obtiene respuestas; acaso recibe cuestionamientos irrelevantes —a modo de acusación— sobre sus palabras y acciones: por qué se dirige a una puerta y no a la otra, por qué se viste en el cuarto de baño y no en otra parte, etcétera.
Al inspector se unen otros agentes que comienzan a revisar las pertenencias de Joseph, quien les asegura que no encontrarán nada inapropiado, aunque inmediatamente después comete el error de decir “pornógrafo” en lugar de “fonógrafo” cuando le preguntan sobre el aparato. La confusión queda registrada en el reporte policiaco, lo que da una idea de la forma absurda en que actuarán los “representantes de la justicia” a lo largo del filme.
Finalmente uno de los oficiales le revela algo importante: está detenido. De quienes están ahí, sólo el inspector sabe de qué se le acusa, pero “no le corresponde” decírselo. Cuando los esbirros de la ley se han ido, la casera de Joseph le comenta que su caso no parece tratarse de un delito específico, como un robo, sino de algo más “abstracto”.
Por su estado legal, al acusado no se le permite salir de su habitación, a menos que sea para trabajar. Es decir, quedará reducido a ser un burócrata y un acusado. Una vez que parte a su trabajo luego de la intrusión policiaca, Joseph K. no vuelve a mostrarse en casa durante el resto de la película. A partir de entonces, mientras esté fuera de la oficina —y eventualmente también dentro—, se dedicará a buscar respuestas sobre su caso en los juzgados, en la inhóspita casa de un abogado enfermo e, incluso, en una iglesia y en el estudio de un pintor.
PESADILLA VISUAL
Esta es una adaptación como pocas: no sólo toma la trama de un libro para pasar los hechos a la pantalla grande, sino que también traduce el tono de la novela al lenguaje cinematográfico. La narrativa absurda, humorística y siniestra de Kafka se hace visible en la edición, la fotografía y el diseño de arte de la película.
A pesar de que El proceso fue filmada en Francia, Italia y Croacia, la magnífica edición de Welles hace parecer que no existe separación física entre los lugares por los que deambula el protagonista. De su centro laboral pasa directamente —a través de un umbral— al tribunal, por ejemplo. Todos los sitios que visita tienen proporciones descomunales y una distribución laberíntica: pasillos numerosos y largos, espacios amplios de aspecto inacabado o venido a menos, o bien, puertas que dan a habitaciones sórdidas donde ocurren sucesos al margen de la ley, como una sala donde los oficiales corruptos son castigados a latigazos o un cuarto de servicio donde un sujeto se ha quedado a vivir en espera de que lo atienda su abogado.
El diseño de los espacios acentúa la sensación de que Joseph K. se enfrenta a un proceso que lo supera por mucho, así como le ha ocurrido a otras personas antes que él. Eso queda claro cuando descubre que un montón de hombres de mediana edad, mayores que él, también esperan resolución para su caso. Todos ellos ya se ven resignados y simplemente siguen los pasos que se les han indicado; probablemente llevan años sin ver salida a su situación. La reacción de estos individuos ante la actitud vehemente de Joseph es ambigüa, pues se levantan al verlo pasar, como si le tuvieran respeto y admiración, pero también cabe otra lectura: presienten que a él sí lo condenarán por rehusarse a llevar su proceso en calma, y lo compadecen por ello.
El único sitio donde Joseph K. no se ve aplastado por su entorno es en su centro laboral, que consiste en una oficina gigante —con más aspecto de bodega— donde se alinean decenas de escritorios con empleados tecleando en máquinas de escribir. El protagonista tiene un puesto medio que podría considerarse privilegiado: su escritorio es más grande que el del resto, se ubica sobre una plataforma por encima de los demás, tiene una secretaria y contacto con jefes de alto rango, por lo que puede escalar dentro de la empresa. Esto lo hace sentir orgulloso y, de hecho, se ufana de que la policía no hubiera podido llegar a él ahí, porque habrían tenido que esperar días tan sólo para hablar con su asistente. La dinámica de este lugar pone sobre la mesa el hecho de que todos en la sociedad están coludidos con un sistema cuya complejidad ha alcanzado niveles tan absurdos que es prácticamente imposible que el individuo obtenga algún beneficio real de él. Joseph K. reniega del aparato de justicia, sin darse cuenta de que él mismo ayuda a sostener un entramado burocrático impenetrable.
Si hay un personaje que representa con precisión los vicios de este sistema es el abogado Albert Hasler (Orson Welles), un hombre enfermo que vive en penumbras y que asegura tener influencias para solucionar casos complicados como el de Joseph. En la versión en inglés, Welles hace el doblaje de varios de los personajes para señalar la omnipresencia de esos vicios.
La casa de Hasler, al igual que él, se encuentra en un estado visiblemente decadente. Sin embargo, el carácter fuerte y la capacidad de convencimiento del abogado hacen que los clientes se humillen ante él para pedirle su ayuda, la cual, en realidad, nunca parece llegar.
Joseph se niega a someterse ante él, por lo que rechaza el supuesto apoyo que promete darle, tal como se niega a darle un soborno a uno de los oficiales para “hacer las cosas más fáciles” y como se rehúsa a aceptar la oferta de un pintor con influencias entre los jueces, pues sólo consistía en aplazar indefinidamente su condena. En todos los casos, se trata de “facilidades” al margen de la ley, que no prometen solución definitiva. Lo que el protagonista busca es encontrar la raíz de su acusación e, incluso, dar con los responsables. Sin embargo, el sistema no funciona así; la única manera de evadirlo provisionalmente es mediante las tretas extraoficiales ya mencionadas.
La estabilidad mental del protagonista va mermando conforme pasa más tiempo en su búsqueda, la cual, si continúa siendo igual de infructuosa, sólo tiene un futuro que se presenta en una escena surrealista justo antes de que Joseph entre por primera vez a los juzgados: un grupo de ancianos semidesnudos, inmóviles, con la mirada perdida y un cartel con un número colgándoles del cuello, parados al pie de una estatua cubierta por una tela. No es difícil suponer que se trata de la Justicia, que ha permanecido velada para esos individuos a lo largo de sus vidas. Al igual que Joseph, han sido acusados sin saber de qué; probablemente de ser ellos en un Estado autoritario.