En busca del tiempo ganado
Como ya he dicho aquí, vengo de familia discriminadora. Aunque hubo excepciones (pocas), hablar de chusma, nacos, indios, plebe, no estaba mal visto. Así era en la pequeña y pacata provincia en la que crecí. El reconocimiento de que la discriminación es otro de los grandes absurdos del ser humano, en mi caso, es adquirido. Buenos maestros, buenas lecturas, los años, la vida. Y aunque ahora todo lo tengo muy claro, eso no significa que yo deba querer a todo el mundo. Mi corazón tiene sus preferencias. Me doy cuenta de que trato a ciertas personas porque sí, porque me caen bien, porque su presencia y sus actitudes me resultan estimulantes, o simplemente porque me inspiran curiosidad o, como a mí, les gusta beber una cerveza a media mañana.
Me inspira confianza y cercanía la gente que en su quehacer cotidiano, sin protagonismos ni autoreconocimientos, procura el bien. Me simpatizan las personas con las que puedo reírme de las cosas serias porque tocan la vida con mano liviana, no se azotan, no compiten y procuran no juzgar. Siento una identificación espontánea con quienes husmean por las librerías, los cines y los bares.
Comparto de buena gana la tontería positiva, el gusto de hablar solos y mantener serias discusiones con uno mismo mientras se camina por la playa. Me enamora la gente con una conversación chispeante de esas que generan pensamientos, proyectos y entusiasmo. Procuro cercanía con quienes asumen la vida sin andar a golpes con la realidad. Mis desafectos, en cambio, tienen que ver con la ordinariez, la grosería, los lugares comunes y los peluches.
Mientras escribo esto, me doy cuenta de que estoy reflexionanado. Raro en mí. Seguramente tiene que ver con mi próximo cumpleaños. ¡Ash!, otro más. Si soy sincera, no me encanta la idea. Se me ocurre que para aceptar de buen modo el paso del tiempo, lo que toca es hacer acopio de los momentos felices o al menos agradables que han ido conformando mi camino por los años, a los que por cierto, he asistido casi como espectadora. “El tiempo, el valor de la vida, palabras que nada significaban para mí. El tiempo era siempre ahora y era bueno”.
Un padre y una madre que aunque no fueron de mi entero gusto, estuvieron presentes y me ofrecieron casa, vestido y sustento. Cuatro abuelos que me quisieron lo suficiente para darme un sentido de pertenencia. Tres hermanas que, ni bien ni mal, simplemente estaban ahí. Tantos primos que ya ni recuerdo cuántos. Un cuerpo saludable y armonioso, cosa en la que sólo reparo hasta ahora que me rechinan los goznes.
Disfruté de una juventud provinciana y romántica en la que el camino estaba trazado: quinceañera impaciente, novia enamorada, esposa que así nomás, porque así era, trajo al mundo cuatro chiquillos sanos y hermosos. Esto dicen todas las madres, pero sí, chapeados, traviesos, mis niños eran hermosos hasta el día en que cambiaron los patines y las muñecas por maquinillas de afeitar y pintalabios. La vida, sin preguntarme, fluía tersamente. Todo estaba encarrilado, yo sólo tenía que deslizarme sin salirme de las vías.
Pero hay una sola cosa que puede privarnos de todo lo bueno, y es la vida real. Ante la muerte de un hijo no hay recuperación. Si acaso lágrimas y tiempo. La vida acaba por imponerse y tal vez eso de la resiliencia no sea entender, sino rehacer la maleta y seguir el viaje.
Según Sergio Sarmiento, “los mexicanos tenemos la incorregible costumbre de morirnos. Nos dicen que también otros pueblos, pero qué importa. Allá ellos con sus usos y costumbres”. Yo, de momento, tiendo mi cama, riego mis plantas, hago mermeladas, leo, escribo y espero nuevas tentaciones en las que caer.