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¿Estetizar la violencia? Breves notas sobre fotografía documental

A propósito de la película Civil War, de Alex Garland, se retoma un debate que ha estado presente desde el siglo pasado: ¿es válido mostrar escenarios bélicos a través de composiciones bellas?

Víctimas de la delincuencia organizada, de Christopher Vanegas.

Víctimas de la delincuencia organizada, de Christopher Vanegas.

ALEJANDRO PÉREZ CERVANTES

En su cruento libro El hombre sin cabeza (2009), Sergio González Rodríguez nos recuerda aquella cuestión planteada originalmente por Hal Foster: “la actual tendencia a reiterar contenidos traumáticos. Como si la exactitud ante lo fáctico de una imagen trágica dependiera, para vencer la incredulidad pública, de su exposición reiterada. En una realidad acostumbrada a fabricar imágenes, lo imaginario y lo simbólico se unirían para contrarrestar el peso insoportable de lo real. A esta tendencia, el crítico la denomina «ilusionismo traumático»”. 

En una reseña reciente, el crítico Alejandro Badillo abre un eje para el debate sobre la representación visual de la violencia, en torno a la más reciente cinta del también director de Ex Machina, Alex Garland: 

“Uno de los problemas más evidentes de Guerra civil es la indefinición del punto de vista. En donde algunos críticos ponderan la versatilidad de los registros que se usan, hay una suerte de collage que erosiona cualquier lectura y, también, la coherencia del relato. Las secuencias más problemáticas de la película son aquellas en las cuales Alex Garland presenta la violencia más descarnada acompañada con canciones de hip hop, rock y pop convencionales, trasladando la estética del videoclip a una suerte de ironía que nunca funciona y que, peor aún, banaliza una pretendida toma de conciencia. 

[…] Cuando no hay preguntas tenemos el peor de los mundos posibles: exhibicionismo e idealización de la violencia en un discurso que promete involucrarnos en un futuro sin ningún tipo de brújula, al que sólo le queda escandalizar.” 

El apunte de Badillo detona una pregunta incómoda, pero necesaria: ¿puede la fotografía documental o —en este ejercicio de meta mirada sobre ella— el cine sobre foto documental, valerse de la estetización de la violencia? Y más: ¿hasta dónde ha ido la práctica de la fotografía para poder construir su propio impacto, en esta intención estetizante del sinsentido, proveniente del más brutal ejercicio de la violencia? 

Muerte de un miliciano (1936), de Robert Capa.
Muerte de un miliciano (1936), de Robert Capa.

Hace años, el poeta kosovar Xhevdet Bajraj, avecindado en México como refugiado de una de las más terribles guerras de finales del siglo pasado, se lamentaba sobre los límites de esta representación en su poema “La foto del año”: 

Cuatro personas fueron asesinadas y no había guerra No había guerra te lo juro por Dios Y no se volvió el evento del año en el planeta Como premio de consolación La foto de los familiares de uno de los muertos Llorando aterrorizados junto al cadáver Se declaró la foto del año a nivel mundial. 

Lo que quizá Xhevdet pasaba por alto es que, desde la preeminencia de la fotografía de guerra como vehículo para comunicar lo aparentemente incomunicable, los autores se valieron de este proceso de “estetización” al encuadrar, componer y tasar los elementos visuales, resultando en imágenes tan espeluznantes como bellas. Pensemos en el miliciano muerto de Robert Capa (septiembre de 1936), casi crucificado sobre el aire, o en la evidente glosa a La piedad de Miguel Ángel y el manejo tenebrista de la luz para embellecer y, a la vez, denunciar los terribles efectos del agua envenenada por mercurio en el pueblo pesquero japonés de Minamata en 1971, en la estrujante serie de Eugene Smith. 

Otro entrecruce: en su artículo De niños y aves de carroña, Sergio Rodríguez Blanco, a propósito de la polémica foto de la niña y el buitre que le valiera el premio World Press Photo a Kevin Carter en 1994, se pregunta a su vez: “¿Cuánta realidad es capaz de transmitir una fotografía?”. Es decir, ante formas de registro privilegiadas y de un mayor alcance en detalle, como la captura digital en video, ¿cuánta realidad es capaz de soportar el espacio limitado de una imagen fija? Ampliando esta conjetura no sólo a las implicaciones físicas del sustrato fotográfico —análogo o digital—, sino también a las obvias limitantes del marco de acción del fotógrafo, a sus prejuicios o miopía frente a la realidad, al condicionamiento obtuso de las técnicas y los mecanismos —ópticas, distancias focales, ISO, rango dinámico, etcétera— el teórico mexicano insiste en esta delgada frontera entre la realidad y la invención: 

El buitre y la niña pequeña (1993), de Kevin Carter, ganó el premio Pulitzer en 1994.
El buitre y la niña pequeña (1993), de Kevin Carter, ganó el premio Pulitzer en 1994.

“La fotografía es siempre constructo, pero no siempre es posible ver su artificio”. Así, uno de los valores más significativos de este medio sería su potencial simbólico: imágenes que no se agotan en su sola literalidad o su arsenal formal, sino que sirven como camino hacia una reflexión más aguda; imágenes que en su ambigüedad, anomalía y paradoja sustentan el poder de reventar esta burbuja de ensoñación derivada de los vaivenes esquivos de la hiperrealidad. 

DESVIAR O NO LA MIRADA 

Un apunte personal: en un reciente coloquio nacional sobre historia de la fotografía, me tocó participar con un análisis de la terrible foto del saltillense Christopher Vanegas, Víctimas de la delincuencia organizada, merecedora del premio World Press Photo 2014 en su categoría Temas contemporáneos. Con esta impactante escena, que muestra a cinco cuerpos envueltos al borde de un puente —dos de ellos colgados—, Vanegas se unió al selecto grupo de mexicanos que han obtenido el galardón en los últimos años: Fernando Brito, Daniel Aguilar, Christopher Blanquet, Pedro Pardo, Yael Martínez y Narciso Contreras. 

Durante la lectura de mi texto a propósito de los estragos de la guerra contra el narcotráfico en el estado de Coahuila hace algunos años, la proyección de la fotografía fue interrumpida. Los organizadores consideraron que era demasiado fuerte, aun sin revelar una violencia completamente explícita. Incluso al final de mi participación, durante la ronda de preguntas, algunos colegas cuestionaron si era necesario mostrar una imagen de esa naturaleza. En un país con más de 100 mil víctimas directas e indirectas de una guerra interna que ha durado ya más de tres sexenios, mi respuesta fue: “¿Por qué no se tendría que mostrar y, además, estudiar?” 

¿Qué hace singular a la fotografía de este autor frente a las miles que, con idéntica temática y crudeza, inundaron a los medios de nuestro país aquellos años? Quizá la imagen de Vanegas se plantea con similar intención que las de Pedro Valtierra o Fernando Brito, quienes buscaron articular un discurso visual más allá del impacto brutal de la nota roja y se desmarcaron hacia una preocupación propia, que muchas veces aludió a cierta reflexión sobre el paisaje, una intención estética o la oblicuidad inédita de un fuerte cuestionamiento social. 

El baño de Tomoko (1972), de Eugene Smith.
El baño de Tomoko (1972), de Eugene Smith.

Christopher Vanegas me dijo que en la convivencia posterior a la entrega del premio en la ciudad de Ámsterdam, Países Bajos, un fotógrafo brasileño le comentó del enorme parecido de Víctimas de la delincuencia organizada con la imagen de unos jóvenes de su país colgados de igual manera, a raíz de una embestida gubernamental contra el tráfico en las favelas. En una nota para Milenio, referente a la exposición de la foto de Vanegas en el Museo Franz Mayer, el comisario de la exhibición —Laurens Korteweg— se refirió a ella como “una instantánea poética y sofisticada”. Aquí cabe señalar el principal logro de esta toma: su carácter contradictorio; un tema ominoso, de una violencia terrible, retratado con una evidente intención estética. 

Peter Bialobrzeski, en La fotografía documental como práctica cultural (2012),coincide con la importancia de esta característica: “La fotografía documental —y periodística— no puede existir sin establecer referencias históricas relacionadas con dichos acontecimientos. La fotografía es tanto más efectiva cuando más parezca que la concepción estética contradice los supuestos contenidos”. 

La imagen de los cuerpos colgados en el puente de Valle Dorado está construida para generar un fuerte choque entre su contenido y su composición tan sobria y equilibrada. Casi todo en ella está resuelto a través del potente contraste de los tonos complementarios de su luz: amarilla y violeta. En segundo término, los cuerpos brutalmente expuestos para su escarnio —eso que algunos estudiosos recientemente han nombrado “violencia disciplinaria”—en la imagen buscada-interpretadaconstruida por Vanegas se vuelven motivos casi minimalistas, seudo abstractos, apenas figuras simbólicas, desprovistas de gestualidad y sangre, como una suerte de larvas suspendidas en un nido futurista de concreto. En otro sentido, la parquedad en sus elementos potencia el peso visual de cada uno. La relación de tamaños y proporciones es de una nitidez pasmosa; la hoja de periódico tirada en el suelo se vuelve casi un símbolo autorreferencial, una meta literatura de la propia imagen. 

Fotografía tomada por Don McCullin en la Guerra de Vietnam (1968).
Fotografía tomada por Don McCullin en la Guerra de Vietnam (1968).

IMAGEN SUBJETIVA 

Recientemente, la fotografía de Vanegas se convirtió en portada de un libro fundamental para entender los tiempos actuales: La Necromáquina. Cuando morir no es suficiente (2021), de la investigadora mexicana Rosana Reguillo, que en su presentación se propone como “una investigación que ha buscado en el tiempo y en diversos territorios, develar, visibilizar, volver inteligibles los lenguajes de las violencias, sus gramáticas y sus caligrafías en un horizonte en el que colapsan la razón y las palabras. Se trata de traer aquellas escenas que por su condición aparentemente marginal o excepcional, trazan un mapa que estalla la noción de normalidad. En definitiva se relatan los malestares, los horrores y los síntomas de un tiempo de colapso en el paradigma civilizatorio de la modernidad.” 

Revisitando las referencias a la crucifixión en las fotos de soldados heridos en Vietnam, del inglés Don McCullin; la extrema violencia contemporánea capturada en las fosas comunes de Yugoslavia y Ruanda por James Nachtwey, con su refinado detalle en las texturas de las cicatrices en los rostros de los sobrevivientes; el maravilloso resplandor sobre los rostros de los funerales gitanos en la obra del cuasi centenario Josef Koudelka, o el extragavante colorismo pop del recién fallecido Chris Hondros, se puede concluir que la foto de guerra es perpetua construcción, dramaturgia ayudada por el azar, puesta en escena, estallido de imágenes que se sueñan a sí mismas. 

El teórico James Curtis advierte que “la fe pública y académica en el realismo de la imaFotografía tomada por Don McCullin en la Guerra de Vietnam (1968). Sobreviviente del campo de exterminio Hutu, en Ruanda (1996), por James Nachtwey. gen fotográfica se basa en la creencia de que la fotografía es una reproducción mecánica de la realidad”. Así, desactiva la supuesta objetividad de la fotografía y la presunta observación pasiva del proceso que llamamos “documental”. Los autores toman partido; ejercen un discurso personal, no siempre surgido de un cabal conocimiento teórico o incluso técnico. Así, su registro se vuelve testimonio tamizado por la visión personal, la interacción social, las limitaciones contextuales y tecnológicas, la cultura visual o el peso de lo empírico, factores que diluyen una pretendida objetividad. Lo ha resumido mejor el decano John Mraz: “El buen fotoperiodismo es un creador de metáforas”. 

El combatiente Joseph Duo celebra tras haber lanzado una granada a los rebeldes desde un puente, en Liberia (2003), por Chris Hondros.
El combatiente Joseph Duo celebra tras haber lanzado una granada a los rebeldes desde un puente, en Liberia (2003), por Chris Hondros.

Hoy, la imagen fotográfica es poliédrica y flexible. Esta multiformidad la reconfigura de una manera radical: no importa su materialidad, mucho menos su calidad técnica. 

La evidente dependencia tecnológica y sus posibilidades han desplazado la necesidad decimonónica y ortodoxa de una idea de “verdad”. La imagen fotográfica participa hoy como nunca de una relatividad que no le resta valor a su consumo o interpretación; en cambio, potencia su lectura y sus usos. 

La conversión de sus propósitos y alcances ha vuelto a la fotografía un espacio discursivo de entrecruce e intercambio, donde su papel convencional —la conmemoración, lo fijo y la evidencia— se ha diluido, dando paso a nuevas condiciones: mutabilidad, disponibilidad y virtualidad. 

¿Qué es hoy la imagen fotográfica? Más que categoría o disciplina delimitada, es un campo de fuerzas e interacciones, una estetización y voracidad permanente. La iconósfera es un universo de usos incipientes, formas del pensamiento, depurada acción, mérito tecnológico, invisibilidad técnica, sinsentido, práctica de lo lúdico, registro fugaz, espejo fantasmático y mutable del mundo. Habitamos la imagen y la imagen nos habita.

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