(Cortesía).
En agosto de 1910, el navegante noruego Roald Amundsen decidió cambiar el rumbo de su expedición: renunció a alcanzar el polo norte, pues se enteró de que otro explorador ya se había alzado con la gloria de llegar al punto más inhóspito del Ártico. Por lo tanto fijó su vista al sur, pero no dio aviso a sus hombres hasta que zarparon de la isla de Madeira. El nuevo destino apuntaba hacia la Antártida, en el otro extremo del mundo que amenazaba con congelar el sueño de los conquistadores.
Fabián Espejel, 29 años, originario de Ciudad de México, poeta, traductor y corrector de estilo, comía en su hora de descanso y no se percató de que su teléfono había encallado en llamadas perdidas. Entonces un mensaje de su abuela arribó a WhatsApp: “Oye, te busca la doctora Lucina Jiménez, directora del INBAL”. Se preguntó si aquello era una broma o una oferta de trabajo. Dudó de esto último y contactó con la dependencia federal: “La doctora Jiménez está ocupada, marque más tarde”. Qué incómodo es el silencio cuando no se le espera. El joven volvió a intentarlo dos horas después, daban las nueve de la noche: “¿Bueno?”, esta vez la titular sí respondió, pero la llamada se entrecortaba, como si la señal errara entre dos polos distantes. Pese a la interferencia, Espejel logró descifrar un mensaje: había ganado el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2023, gracias a su poemario Antártida.
—Oiga, ¿es en serio?
—Claro que es en serio.
—Bueno, es que es mi primer libro…
El jurado —conformado por los poetas Jorge Luis Dueñas, Jeannette L. Clariond y Jorge Humberto Chávez— consideró que Antártida “es un libro de alta densidad poética con un notable manejo del ritmo versicular y que aporta un nuevo impulso a la crónica en la poesía mexicana”. Los versos de Espejel cantan sobre los hombres que entregaron sus destinos a conquistar el continente de hielo, en especial Roald Amundsen, quien fue el primero en llegar al polo sur el 14 de diciembre de 1911, adelantándose a su más cercano competidor: el británico Robert Falcon Scott.
Si bien el viaje de Roald Amundsen se puede constatar en las fuentes históricas, Antártida representa la travesía de Fabián Espejel a través de la imaginación. El poeta construye su propia embarcación sobre el océano de las páginas. Los oleajes se crean al pasar cada hoja, versan a estribor y babor en esas corrientes donde el reto es que las palabras no naufraguen, pues navegar es mirar al cielo para saber qué rumbo debe tomarse en el mar.
El joven poeta participa en la Feria Universitaria del Libro UANLeer 2024, efectuada en la ciudad de Monterrey. Sale del Colegio Civil, sede del encuentro literario. Prende un Marlboro blanco frente a la fachada, diseño del francés Jean Crouset. Entre el humo, habla de Alfonso Reyes, de Marianne Toussaint y de otros poetas. La tarde es cálida, nublada, como si un continente gris hubiese cubierto el cielo.
No, no está seguro si existe la pureza de las palabras, pero cree en la honestidad artística que habita en “descubrir”. Las palabras, insiste, son una de las vastas maneras que poseen los seres humanos para construir el mundo. En un ejercicio de honestidad, cualquiera puede escribir sobre cosas que lo atraviesen, las haya vivido o no. La poesía es un mar ingobernable, no pertenece a nadie y a la vez pertenece a todos. Es como esos icebergs, “aquellos cerros que caminan sobre el agua” y que esconden su profundidad ante la pobre narrativa de la superficie.
Tu primer contacto con la poesía fue gracias a un libro de Mario Benedetti, más tarde lo intentaste en la prosa, pero desististe de transitar por ese terreno. ¿Qué te dio el ejercicio poético como ruta de exploración?
La poesía me enseñó que sí es posible decir esas ideas y emociones que uno tiene procesadas, pero a las cuales no le es posible poner palabras. Por otro lado, me sentía mucho más cómodo. La poesía, me parece, termina siendo un diálogo con uno mismo. Es decir, me ha permitido conocerme mejor, irme tocando el pulso a mí mismo. Y también, me empecé a sentir más cómodo en la poesía por el tipo de estrategias que tiene respecto a la narración. En ese sentido, ha conservado este valor disruptivo de las palabras, no porque vuelva verde o amarillo el cielo, sino que, como decía Gorostiza, hace esas pequeñas aberturas donde nos deja ver, en el mundo visible, esos otros mundos invisibles.
“La historia, obligada a descubrir nuevos mundos”, empleas esta frase de Alfonso Reyes dentro de Antártida, ¿qué te desglosa?
Por una parte, era una suerte de homenaje a Reyes, uno de mis autores favoritos (creo que fue mi primera educación literaria formal cuando iba en la prepa). Por otra, hay una historia muy interesante con el epígrafe, de hecho es una errata, la versión original decía: “La historia obligada a describir nuevos mundos”. Reyes, como a muchos otros que los perseguían las erratas, encontró que pusieron “descubrir” en la edición de 1971 de Visión de Anáhuac, y le gustó, desde entonces se ha reproducido así. Digamos que es el epígrafe de la parte más sustancial del libro, la cual precisamente desarrolla de varias maneras la idea de viaje. Me gusta mucho la palabra “descubrir”, porque si bien este viaje se puede constatar de manera histórica, en realidad este es mi viaje, mi propuesta de viaje a partir de la imaginación. Y me di la tarea también de acercarme a otro tipo de viajes. Por ejemplo, leí las sagas islandesas, que tienen mucho que ver, porque son los noruegos quienes navegan hacia Islandia, en esta idea de conocer nuevos mundos sin un sentido colonialista o capitalista. No sé si exista la pureza de las palabras, pero creo en la honestidad artística de la palabra “descubrir”.
¿Cuál fue el eco poético que escuchaste en la historia de Roald Amundsen?
Fue sobre todo la idea de organizar un viaje a lo desconocido. Y no sólo a lo desconocido, sino a un territorio que muy probablemente era hostil. Ahora lo sabemos a ciencia cierta, pero en ese entonces apenas estaban descubriendo la Antártida. Creo que no está tan reflejado en el libro, a excepción de un poema, pero de repente era pensarlo respecto a lo que ahora nos corresponde a nosotros, que son los descubrimientos espaciales. A final de cuentas es la preparación para otro tipo de viajes y llegar a estas zonas ignotas. Eso fue lo que más me llamó la atención: la voluntad, hasta cierto punto la humildad, d una persona que dice: “Quiero ir más allá, quiero ver qué hay más allá”, a costa de muchas cosas (incluso la vida). Algo que contrasta mucho con los escritores; realmente son muy contados los casos que sí son aventureros y tienen una vida interesantísima, la gran mayoría vivimos una vida bastante aburrida.
Sigues el viaje de Amundsen, pero también escribes tu propia travesía gracias a la imaginación.
Me decía una buena amiga, la poeta Nicté Toxqui... alguna vez le pregunté algo relacionado hace muchos años y ella llegó a una conclusión que he adoptado: uno puede escribir a partir de cosas que lo atraviesen. Evidentemente a mí no me atraviesa la idea de una expedición tan larga y tan peligrosa, pero sí me puede atravesar la idea de fracaso, la soledad, el miedo, las ganas de echarme para atrás, que es lo que Admunsen menciona en su diario. Sí, de repente dice: “Bueno, ahora tenemos ciertas complicaciones”, etcétera, pero en el diario no conocemos a la persona, ¿me explico?, conocemos al explorador. Esa incertidumbre, valga la redundancia, de emprender una empresa, como también puede serlo escribir un libro, es lo que más me ha atraído.
Estos viajeros solían buscar la inmortalidad en el éxito de sus exploraciones. ¿Un poeta busca lo mismo, aunque sea inconsciente de ello?
Por lo menos no actualmente. No sé hace 200 años, porque la idea de inmortalidad era otra. Yo pienso que no, porque me parece que cualquier artista sensato es consciente de que todo está condenado al fracaso. Y con fracaso quiero decir que todo está condenado al paso del tiempo. Por más pasión, por más imaginación y por más entrega con la que escribamos, todos sabemos que a final de cuentas es como voltear un reloj de arena. Así que no, no lo considero así. Si bien la escritura ha sido uno de los métodos más longevos para la preservación de la memoria, lo cual empezó hace cinco mil años en Mesopotamia, no creo que su fin sea la inmortalidad, creo más bien que es un recordatorio muy discreto de la idea de finitud.
¿En algún momento la poesía se convierte en tierra firme o es siempre un mar ingobernable?
Siento que es un mar ingobernable donde, sin embargo, a lo lejos nos da —como diría Borges— la ilusión de un principio. Eso es lo maravilloso de la poesía. No creo que haya estabilidad, no creo que haya certeza, pero en medio de un naufragio me parece que puede ser estos pequeños leños o tablones de los que uno se agarra por momentos, y esos momentos pueden ser muy largos. Entonces, ¿es como si siempre se viajara a un continente inexplorado? Es una muy buena pregunta… yo creo que sí, digamos, partiendo de lo desconocido, tomando en cuenta, por ejemplo, todos los libros que se han escrito y que uno lee por distintas razones. Sí, digamos, creo que siempre es ir o lanzarse a lo desconocido, pero con la conciencia de que uno sabe de dónde sale, de dónde zarpa. Enfatizas mucho en el fracaso.
Tras escribir este poemario y ganar el Premio Aguascalientes, ¿sientes que existe algo que no hayas logrado en tu escritura?
Creo que sí, no una idea tormentosa ni romántica del fracaso, pero esta es mi primera experiencia y lo que he podido ver es que sí, hay como esta espinita de decir: “Creo que esto se pudo haber hecho mejor, creo que hizo falta haber puesto esto”. No tiene que ver con la escritura. Haber recibido este premio me ha dado mucha confianza en lo que quiero hacer, en mis búsquedas. Sabemos que los premios no hacen a la literatura, pero creo que sí ayudan a los autores. En mi caso, ha sido como pisar un pequeño gran escalón desde donde puedo seguir asomándome a lo desconocido.
Decides aventurarte también a salirte del formato del verso y hacer poesía con otras estéticas como listas, cartas, descripciones. ¿Qué te deja este trabajo de exploración?
¡Uf! Eso creo que ha sido la parte más enriquecedora. Yo me considero —y mucha gente que me conocía antes del premio también— un poeta clásico. Es decir, un poeta como que muy formado en la tradición, con mucha atención a la música, el ritmo, etcétera. Entonces, incursionar en estos otros espacios ha sido como salir de mi zona de confort. Por un lado, explorar mis propias capacidades de ver qué tanto me puedo encontrar en esos otros formatos, y también ha sido plantearme a mí mismo estas preguntas: ¿qué tanto puede dialogar la tradición más ortodoxa con lo más novedoso o lo más antiliterario, en un sentido de que no es algo escrito?, ¿qué tanto puede conversar la poesía con un elemento visual que no necesariamente es poético? En ese sentido, me ha resultado de gran aprendizaje y, sin embargo, me enfrenta al peligro de las fórmulas. A final de cuentas, haber trabajado Antártida me dejó ciertos patrones y guías de cómo hacer un libro, y creo que debo tener cuidado de no repetirlos.
En un verso cantas que la Antártida es como los cielos: no pertenece a nadie, ¿sucede lo mismo con la poesía?
Yo creo que la poesía es todas, todos y todes; es de quien la lee y también de quien la escribe. Si mal no recuerdo, lo dijo Octavio Paz: “La poesía no solamente está en los poemas”. Y en el caso de los poemas, me parece que siempre están esperando a una persona que los lea, por lo tanto son de todos. Es decir, son de nadie en el sentido de que cuando el autor los termina dejan de pertenecerle, pero eso es lo maravilloso, porque permite crear esta comunicación en la que todos pueden formar parte.