José Agustín. Imagen: Abril Cabrera/ Secretaría de Cultura
Tal vez, como muchos cuarentones norteños, la primera imagen que tuve de Acapulco fue la del episodio del Chavo del 8 grabado en el puerto, aquel que, según cuenta la leyenda, finalizó con una pelea postcréditos entre Gómez Bolaños y Carlos Villagrán y que, a la postre, acabaría con la gracia del programa y sus emisiones semanales. El final del capítulo mostraba una playa, hermosamente fotografiada por Enrique Segoviano, donde ardía una fogata en el ocaso de un día veraniego; al fondo, aguas límpidas, olas cadenciosas y una calma que casi se podía respirar a través del televisor sintonizado en UHF.
Tiempo después, pisé la arena acapulqueña por vez primera. Estaba en la preparatoria, 16 años más o menos. Mi papá tenía un compadre que se encargaba de organizar viajes comunitarios en autobuses de pasajeros. A mí me valía el contexto. Yo era un postpuberto lleno de granos en la cara, con ganas de conocer y cotorrear. Además, iba estrenando mis shorts y un discplayer portátil con unos cedés cargados de éxitos rockeriles que, según yo, volverían amena la travesía.
Fue un largo viaje de Saltillo a Acapulco en el que las señoras mayores pedían detenerse en cada gasolinera a orinar, y en el que no faltaron la cerveza, las gorditas rellenas y las mentadas de madre. Después de que el chofer se perdiera por horas entre calles guerrerenses y de que mi papá nos diera la noticia de que el departamento que había rentado ya no estaba disponible, llegamos a Caleta a medianoche. Bajamos del autobús, mareados y pegajosos de sudor. Lo primero que nos recibió fue una ráfaga de viento húmedo y calientísimo y un fuerte olor a pescado podrido. Y, ante nosotros, la playa, aunque no la de aguas diáfanas y calmas como la que había visto en la tele, sino más bien grisácea y repleta de basurillas punzocortantes que amenazaban con lacerarnos los pies. “Vamos a aguantar aquí mientras conseguimos dónde quedarnos”, dijo mi papá, a la vez que abría la duodécima Tecate de la jornada. Los bares costeños de Caleta soltaban “Golpes en el corazón”, de los Tigres del Norte, a todo volumen. No he de mentir, entre el sueño y el hastío del viaje, me dieron ganas de vomitar.
Al otro día, con la luz del sol, las cosas pintaron mejor. Acapulco se mostraba como el lugar que yo había visto en la tele. La belleza de sus aguas, sus playas y la calidez de su gente no tenían comparación alguna. Pasear por la Costera, admirar la isla de Roqueta y subir las gradas de la Quebrada para ver a los nadadores lanzarse desde las alturas hasta las aguas bravas, fueron experiencias inolvidables. Además, eventualmente, Acapulco siempre me traería a la mente a uno de mis autores favoritos, quien nació y vivió sus primeros años en el puerto; uno de mis escritores de cabecera, de los principales culpables de mi afición por leer y quien en sus obras dibujó como fondo recurrente el majestuoso escenario costeño: José Agustín.
LA TUMBA
En la preparatoria, años antes de visitar Acapulco, conocí la obra de José Agustín. En el colegio teníamos un profe de literatura, medio amanerado y renqueante, apasionado de las letras mexicanas. Uno de los primeros textos que nos encargó leer fue La tumba, novela iniciática y juvenil de un autor desconocido para mí. Hasta entonces, mi historial de lectura se limitaba a los manuales del buen proceder de Carlos Cuauhtémoc Sánchez y a obras de rigor escolar incomprensibles para cualquier imberbe, como La Celestina, El periquillo sarniento y el Poema del Mío Cid. De inmediato me sentí identificado: cómo no engancharse de La tumba, lectura sencilla, fresca y con palabras de barrio que venían a darle en la madre a todo lo que entendíamos como literatura mediante la experimentación de la narrativa, la música y las drogas. Las puertas estaban abiertas: habíamos empezado a conocer el lado oscuro de la luna.
Leí y releí La tumba: Gabriel, el “Chejovito”, su traumática existencia, sus desencuentros y el eterno clic-clic resonando en su cabeza me cautivaron. La obra era un franco escupitajo a la decencia y las buenas consciencias de un colegio católico y conservador. Acabé las últimas líneas con los ojos fijos en el techo, emulando el final del protagonista. Quise conocer más, quería colmar mi mente de la psicodelia y de las letras subversivas de mi reciente descubrimiento literario. No tenía lana para comprar más libros, era un simple estudiante clasemediero sin ingresos, así que me fui a la Biblioteca Pública Municipal. Ahí, entre los estantes colmados de libros viejos, encontré la que luego se convertiría en mi novela favorita: Se está haciendo tarde (final en laguna).
SE ESTÁ HACIENDO TARDE
Es 1970. En el otrora llamado Distrito Federal, José Agustín y su flotilla, o sus “cuadernos”, como él los llama, andan vagando por las calles adoquinadas del centro histórico. Uno de ellos le grita desde lejos: “Oye, Agustín, ¿no traes un pase de mota?”. “A huevo”, responde él, y saca una bachita del pantalón. En eso, una patrulla cruza la calle y los ve quemando. Al principio, los uniformados quieren llevarse a Margarita, su esposa; Agustín les hace ver el error: “no es de ella la mota”, les dice, “es mía”. Los gendarmes lo trepan a la unidad y lo llevan ante el juez, quien lo condena a pasar un ratote en Lecumberri, acusado de tráfico de drogas. Dentro del bote, se topa con uno de sus ídolos literarios como vecino de celda: José Revueltas. Entre pláticas con el maestro y algunos presos políticos entambados por Luis Echeverría, José Agustín comienza a escribir en papeles sueltos la primera parte de la que considera la mejor de sus novelas: Se está haciendo tarde (final en laguna), quizá su texto más contracultural, influyente, crítico y revolucionario; un roadtrip desarrollado en un Acapulco a finales de los sesenta, donde abundan los excesos, las drogas duras, el sexo, el tarot y el alucine.
José Agustín pasaba por su etapa más intensa dentro de la Onda, como Margo Glantz bautizaría al movimiento conformado por Agustín, Gustavo Sainz y Parménides García Saldaña. La mota, la coca, el LSD, los hongos y el peyote se incluían en su canasta básica, tal y como el mismo escritor afirma en sus entrevistas. Estas experiencias le abrieron las puertas de la percepción y le llevaron de la mano, al salir de Lecumberri, a concluir Se está haciendo tarde: un viaje psicodélico por las playas de Acapulco cuyos protagonistas, atizados hasta la náusea de sustancias, descienden a los infiernos del exceso, mediante una narrativa saturada de atmósferas asfixiantes.
Agustín logra, al puro estilo de Jack Kerouac o Hunter S. Thompson, una novela vertiginosa, tan opresiva como las infernales tardes veraniegas en Caleta. Rafael, una especie de chamán místico que interpreta el tarot como le da su chingada gana, decide abandonar el Distrito Federal para aventurarse, junto con Virgilio, su dealer de cabecera, al laberinto acapulqueño de la decadencia, llevando al límite las experiencias sensoriales. La novela culmina en un blackout sostenido, una hoja negra, sin títulos, sin números ni palabras, tan incierta y angustiante como la más oscura borrachera en un bar costeño a las tres de la mañana.
DOS HORAS DE SOL
El Acapulco de Agustín se vio reflejado posteriormente en algunos de sus relatos y columnas. No fue, sin embargo, hasta 1994 cuando volvería a aventurarse en una novela ambientada en sus playas. Acapulco tenía la fama de no ser el puerto de antes, aquel del auge turístico de los cincuenta, cuando las estrellas del cine y la televisión se paseaban por los malecones y nadaban en sus aguas a cualquier hora del día. Más bien había desarrollado cierta fama de “popular”. Se decía, con un aire de malinchismo, que los chilangos se habían apoderado de la playa, desplazando a los extranjeros que antes colmaban los chalés, hoteles y los exclusivos centros nocturnos donde podías tomarte un sex on the beach a un lado de Luis Miguel. La basura, las aguas negras, la violencia y la corrupción habían hecho estragos en su imagen y reputación. El mismo Agustín lo refiere en el prólogo de la novela: “en Acapulco lo que no se ha caído está a punto de caerse; un puerto carguero lleno de putas, pedófilos y chilangos pobres”. El escritor se afianza en estos conceptos de disparidad marcada entre clases sociales para escribir Dos horas de sol.
Los personajes principales del relato, un editor ambicioso y su socio, se embarcan en una aventura en Acapulco con el fin de hacer un reportaje para la revista que dirigen. El objetivo se ve limitado, ya que un huracán azota al puerto y tienen que permanecer refugiados junto a dos gringas, dándoles únicamente una tregua de dos horas de sol. Por un lado, la novela nos narra las glorias del Acapulco de los cincuenta, con sus hoteles de lujo y playas exclusivas y, por el otro, nos muestra sus calles llenas de lodo, los puestos de comida insalubre, la violencia, la corrupción y el abandono, escenarios que reflejarían un devastado Acapulco de la actualidad.
BLACKOUT
Hoy, a sus casi ochenta años, José Agustín vive alejado de ese Acapulco que lo vio nacer. El esplendor de los años mozos de ambos ha quedado atrás. El escritor, afectado por la edad y un fuerte traumatismo en la cabeza que lo obligó a recluirse, ha visto mermadas sus capacidades físicas y creativas. Desde 2008 su pluma está inmersa en una pausa indefinida.
Por otra parte, Acapulco, tras el paso del huracán Otis, vive quizá uno de los momentos más duros en su historia, dañado hasta sus cimientos, hasta su gloria, hasta su alma. Pero la grandeza de ambos permanece: Agustín en su vasta obra, en su esencia y en su onda; Acapulco, en sus infinitos recuerdos, en su fortaleza y en su gente. La contracultura y la belleza nunca han visto un blackout. Aquí no será una excepción.