'La chingada' o el laberinto de Octavio Paz
Uno de los personajes más encumbrados por los medios y los gobiernos del México del siglo XX, en el campo de la literatura nacional, fue Octavio Paz.
Como heredero entreverado de una generación de políticos, tanto por parte de su abuelo (porfirista) como por propio padre (revolucionario), Paz supo navegar en aguas tranquilas siempre gracias a la influencia familiar, al igual que a sus vínculos con el gobierno en turno, tomando en cuenta al régimen establecido a partir de lo que hoy en día llamaríamos como posrevolucionario o de “la revolución triunfante”.
Destacado por sus ensayos literarios, sus poemarios y hasta por algunos intentos —bastante fallidos— por hacer historia a modo, sus obras suelen ser generalmente aceptadas como si se tratara de un legado inobjetable, cuando lo que realmente sucede es que nadie se ha atrevido a cuestionarla. Y lo anterior, más que por virtud, lo es por el halo o aura de veneración oficial, que para la generalidad debe de presuponer el simple hecho de acomodarse en torno a la fama, la cual de manera gratuita puede venir a asociarse con su nombre.
Una de sus obras críticas, la más conocida y sobrevalorada, es El laberinto de la Soledad, que se debe mayoritariamente y sin lugar a dudas a aquel clásico titulado El perfil del hombre y la Cultura en México, de Samuel Ramos, a quien Paz ni siquiera se permite darle el debido crédito. Publicado originalmente en 1950 y reeditado de manera definitiva en 1959, en este libro, Paz intenta venderse como un auténtico revisor en retrospectiva del mexicano en cuanto a su sociología histórica, su realidad política y su propio devenir cultural.
En el capítulo 4, en el cual pretende hacer una especie de análisis o crítica en lo que respecta a la cultura mestiza y el legado de la misma entre sus paisanos, llega a afirmar que el mexicano se mantiene en lucha con sus entidades del pasado, cuyas fuentes se encuentran en la epopeya de la Conquista, cuyo producto contemporáneo directo se vendría a reducir en poco menos que en un exabrupto: “¡Viva México, hijos de la chingada!”.
¿Pero quién sería la chingada en este caso? El autor se plantea esta pregunta y se responde en automático: “La madre abierta, violada o burlada por la fuerza”. Es doña Malinche, amante de Cortés, por lo que sus hijos son el engendro de la violación. Si la Malinche “se ha vendido”, ha traicionado a su gente, el mexicano no la perdona. Ha roto con su madre, ha perdido el vínculo. Cabe señalar que esta afirmación tan gratuita como ramplona por parte del poeta carece por completo de veracidad histórica y ni siquiera puede encontrársele algún tipo de conexión en torno a la misma —ya sea directa o paralela— en ningún autor pretérito dentro o fuera de la historia oficial. No se le halla entre los ideólogos de la Insurgencia fallida, ni en los autores de la Independencia, ni entre los jacobinos proyanquis del siglo XIX —de quienes Paz es heredero por sangre a través de Ireneo Paz— ni mucho menos en los antiguos historiadores como Clavijero y Alegre, ni entre los cronistas del Virreinato ni en el legado escrito por los testigos presenciales de la Conquista.
Por el contrario, lo anterior no pasa de ser una frase usada en contra de la alteridad que no nos compete. Esto es, refiriéndose a esos otros que en el presente caso serían desde los extranjeros que acechan sobre el imaginario de la retórica patriotera o hasta aquellos a los que se considera, de manera prosaica, como los “malos mexicanos”.
Si bien es cierto que el término chingar pudiera variar su significado según la latitud o el país de Hispanoamérica en el que es referido por cuanto atañe como adjetivo violento, hay que subrayar que contrario a lo que se pretende, no tiene ni conlleva ninguna relación con doña Malintzin o La Malinche —como madre de la identidad mestiza mexicana junto con Hernán Cortés— más allá de la ocurrencia maliciosa, la imaginación a modo, el racismo y la misoginia propias de un personaje como lo fuera en vida Octavio Paz.