La muerte es cosa de vivos
Desde la vida, la muerte es siempre cosa de otros. Imagino, vislumbro, fantaseo, y nada. Insondable misterio. No sé lo que es morir, pero sé que voy a morirme y la certeza es, cuando menos, inquietante. Aunque tampoco es para hacer una tragedia, porque como dijo Sileno —uno de esos griegos que dejaron cosas dichas—: “El mejor destino para el mortal/ sería no haber nacido/ el segundo, morir pronto”. Pero resulta que nací, que voy y vengo, atiendo la vida lo mejor que puedo con la convicción de que la próxima vez lo haré mejor. Ahora empiezo a preguntarme si acaso habrá una próxima vez.
Nadie lo sabe, pero yo aquí nomás de ociosa, esta tarde lluviosa y triste de domingo, tendida en la cama con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos cerrados, ensayo a morirme para ver qué se siente. Detengo la respiración e intento poner la mente en blanco. Ni lo uno ni lo otro. Terca como una mula, la respiración, que es nuestro primer acto de independencia, se abre camino a manotazos. En cuanto a la mente en blanco, nunca lo consigo más de dos segundos. El pensamiento es una chiva loca que va para donde quiere.
¿Qué haré a la hora de mi muerte? ¿Me sentiré muy sola? ¿Cuál será mi última palabra? Me gustaría decir como María Antonieta al pisar la mano de su verdugo: “Perdone, señor, no lo he hecho a propósito”, o tal vez, ante el nerviosismo que impone la Parca ordenaré: “Póngase serena y apunte bien”. Ya puesta en trance, lo que se me ocurre es gritar: “Por favor, no me cierren el ataúd porque soy claustrofóbica”.
Y bueno, me tranquilizo; si ni siquiera he entendido bien de qué se trata la vida, para qué me preocupo desde ahora por mi muerte. Llegado el momento aún no sé si me decida porque lo mío es la vida, el amor, la aventura, el contento a despecho de los truenos y tormentos que vienen en el mismo paquete; aunque eso prefiero no mencionarlo, no me gusta ser quejica.
Es sólo que en las vueltas del carrusel del año siempre aparece noviembre, y yo nací el Día de los Muertos, en que vestida de china poblana, con flores en la cabeza a la manera de Frida o las cananas cruzadas como soldadera, la Parca se me presenta. Toca mi puerta y ahí, modosita, estira la mano. Le ofrezco un cucurucho de cacahuates y en lugar de agradecerlo, me pela los dientes. Ella no sabe que a mí me da más miedo el dentista.
Me sobrecoge, eso sí, el pensamiento de una larga vida cuando los que amamos se han ido. Me horroriza el terco empeño del hombre en desafiar a la naturaleza con eso de que podremos vivir hasta ciento cincuenta años. ¿Para qué? La naturaleza es muy sabia y nos marca claramente los tiempos. Cuatro estaciones son suficientes para que la vida alcance su sazón. Creo que en el desigual combate con la Parca, rendirse sin objeción es lo mejor. Nadie vive para siempre y está bien.
Ahora lo que toca es prepararme para que, llegada la hora, todo ocurra sin sobresaltos. No quiero una muerte intempestiva y fuera de lugar; atropellada, por ejemplo, por algún imbécil que atienda la pantalla de su teléfono mientras maneja. No quiero morir en un avión cuyo piloto, sin preparación, haya sido elegido por la mayoría. No quiero morir en un hospital donde me hagan picadillo hasta que se agote el último centavo de mi seguro de gastos médicos. No quiero morir de desamor.
Como el siervo de la parábola, no enterré el talento que me fue confiado. Tuve cuatro hijos, sembré algunos árboles, me gusta el mes de octubre cargado de luna y atesoro el recuerdo de una noche de verano en Angangeo, en que tirada sobre la hierba vi pasar una estrella fugaz. Lo que sí tengo por seguro es que me gustaría inspirar amor hasta mi último suspiro.