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Lola, de María Novaro

La película transcurre tras el sismo de 1985, cuando la Ciudad de México estaba reconstruyéndose. La protagonista no sólo es una sobreviviente del temblor, sino de un país con pocas oportunidades.

Lola, de María Novaro

Lola, de María Novaro

ALEJANDRO FIGUEROA MORENO

Terminaba la década de los años ochenta cuando el cine nos regaló una joya contemplativa y entrañable: Lola (1989), de la directora María Novaro, coescrita con su hermana Beatriz Novaro y protagonizada por Leticia Huijara. 

La película sigue a una joven veinteañera que se gana la vida vendiendo ropa en un tianguis sobre la calle Motolinia del centro histórico de la Ciudad de México. Comparte las horas dedicadas a ganarse la chuleta con sus luchones compañeros: Dora (Cheli Godínez), Mudo (Gerardo Martínez) y su cuate de cuates, apodado Duende (Roberto Sosa). 

Lo destacable de este filme es el retrato de un México que aún se recuperaba del sismo de 1985, envuelto en una atmósfera de urbe sobreviviente, con golpes secos y rítmicos de cinceles y martillos como fondo, insistiendo en derrumbar lo que quedó de los edificios más severamente dañados.

Lo cotidiano es lo constante, sin pretensiones de ningún tipo. Las cosas como son: un vistazo a ese sector de la sociedad que conforma el llamado comercio informal, en donde Lola y sus compañeros tienen que desmontar rápidamente sus improvisados puestos y esconderse si de repente se les aparece “la tira”. Bien lo dice la protagonista: “Estoy hasta la madre, lo que quisiera es largarme”, a un lado de sus percheros de ropa, hechos un desastre. 

“Esta prenda está manchada… tendré qué cobrarme un diez por ciento sobre estas prendas manchadas”, le advierte su proveedor (Alejandro Tommasi) cuando Lola va a resurtirse con él de “modelos exclusivos”. El aire de un ventilador de piso es lo único reconfortante para la joven en ese momento de transacción tipo bucle, sin futuro, que el sistema le ofrece como única opción para sobrellevar la vida. 

Y sí, ahí la va pasando acompañada por su hija de cinco años, Ana (Alejandra Vargas), a quien a veces lleva a la vendimia. Cuando el hambre aprieta, ambas comparten un plato callejero pero sabroso. 

Además, la vendedora tiene que lidiar con el mano larga de Mario (Javier Zaragoza), treintón de bigote prominente y con poses de galán, quien se la pasa rondando por ahí tras sus huesos, aunque su pareja formal es Omar (Mauricio Rivera). Sin embargo, Lola sufre por su ausencia y casi no le ve ni el polvo, y es que Omar se la pasa en toquines con su grupo de rock. Se salta los cumpleaños de Anita y las deja plantadas con todo y pastel servido en la mesa que finalmente no compartirán. 

MATERNIDAD 

A Anita, su madre la adora, eso que ni qué. La consiente atiborrándola de peluches y monos, juegan a que la niña es una cantante y la deja que ande en patines por el departamento. 

Con todo, hay un “pero”: Lola pone en riesgo a su hija en incontables ocasiones. La hace cómplice de robos menores en un supermercado; la deja ir a la playa con su vecina Juana (Laura Ruíz) y sus hijos e incluso, a su regreso, le ofrece tragos de caguama para que se duerma. También deja que la niña regrese sola desde la escuela. Ya en el departamento, Ana pasa horas sin compañía; se chuta telenovelas no aptas para su edad o juega en la azotea del edificio, viendo la vida pasar. 

En una ocasión, la pequeña está a punto de morir calcinada en su cama, luego de quedarse dormida sosteniendo una vela en su mano ante un fallo eléctrico. En ese momento, con tal de no ser consignada a las autoridades, Lola estaba entregándose carnalmente al gerente del supermercado (Erando González) en un rapidín dentro del auto de este, entre las penumbras de una calle cualquiera. 

Afortunadamente la vela se apagó oportunamente y solamente alcanzó a quemar un poco la sábana, a unos cuantos centímetros de las piernitas de Ana. El remordimiento le hace a Lola cargar a la niña y caminar con ella por muchas cuadras hasta llegar a casa de Chelo, su madre (Martha Navarro), con la intención de dejársela indefinidamente. 

Ella también adora a su nieta. Hacen ejercicio juntas en el patio, van por pan y la hacen de escultora y modelo infantil respectivamente, aunque la joven abuela no está muy contenta con la educación que le da su hija a Ana. 

VIAJE PARA REFLEXIONAR 

¿Y Lola dónde está? Se fue a dar el rol con los amigos, pero no cualquier rol. Duende al volante de su “nave”, Lola de copiloto, mientras en el asiento de atrás Dora no pierde el tiempo y va a chupe y chupe su caguama, con los cabellos al aire. Eso sí es vida, a comparación de la rutina del tianguis clandestino que los tenía con el alma en un hilo. 

¿Su destino? La playa; en su trayecto, paisajes nada que ver con el asfalto y el hormigón a los que están acostumbrados. Se respira naturaleza, vida y desestrés. Hacen escala en un pueblito para comprar más chelas y todo parece ir bien, hasta que se les une Mario —y cómo no, si ya Lola le había alborotado la hormona luego de buscarlo tras un berrinche con Omar—. 

Ya en la playa, de noche, a la luz de una fogata y con una canción de El Tri reproducida en una grabadora portátil, el grupo de amigos hace como que están felices. Están ahí en la arena y frente al mar, pero ¿ahora qué? 

El espectador puede notar que está siendo testigo de una producción rica en locaciones, congruente en situaciones y que no escatima ni en creatividad ni en ingenio. El resultado es una historia verosímil, entrañable, con sus puntos dramáticos mientras se van dibujando los personajes, donde todos son indispensables —hasta los secundarios o extras—. 

Antes de regresar a la ciudad, Lola contempla el mar de día. Observa la vida cotidiana de una familia que se nota feliz, tomando el sol y refrescándose entre las olas. Contempla a la abuela bonachona (Loló Navarro) que, con ayuda de la nieta, cuida al abuelo (Carlos de León) que salta entre la espuma y la sal, como si fuera un niño. 

Lola no se siente sola. En su mirada casi se refleja el rostro de su hija ausente y sabe que tiene que volver con ella, aunque horas atrás juraba y perjuraba que no regresaría. En su inconsciencia, trataba de criar a Ana lo mejor que podía, con sus aciertos y desaciertos, sus conductas inmaduras y descuidos. 

En la recta final, madre e hija conviven en la azotea del edificio de departamentos donde viven. Ven nubes que las trasladan en un fade hasta una playa de día. Ellas caminan de la mano, dejando sus huellas. La grabadora al hombro de Lola toca la emotiva canción “Si tú te vas”, interpretada por el grupo Son de Merengue y con letra de Juan Luis Guerra. 

Lola es una de las películas mexicanas de la década de los ochenta, gracias a que su directora, en esta ópera prima, opta por hacer un estudio de personaje en vez de una estructura narrativa convencional. Su protagonista es una mujer independiente y muestra la relación con su hija en esa lucha por salir adelante, en un México que apenas se va recuperando de un tremendo sismo. 

El desempeño de los actores reunidos en esta cinta es una verdadera clase magistral de actuación. Queda en la memoria la escena en la que Lola coincide con un joven teporocho (Javier Molina) en un área solitaria y penumbrosa, algo así como un área de juegos con columpios. Este se acerca a ella para pedirle un cigarro y se lo da. Antes de regresar al muro donde estaba recargado, el borrachín pronuncia algo que parecería estar dirigido a los integrantes de una sociedad cada vez más decadente, en un mundo rapaz, insensible y donde la ley de la selva es la que manda: “Todos son una bola de cabrones. ¿A poco no? Y es que todos… son una bola de cabrones”.

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Escrito en: Alejandro Figueroa Lola de María Novaro cine mexicano

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