Presentación de 'De liebres, tortugas y bemoles' en el Teatro Isauro Martínez, con la Camerata de Coahuila. Imagen: Fernando Compeán
Noche de abril en el Teatro Isauro Martínez. La cabeza de un osito de peluche se asoma tras uno de los marcos del escenario. Primero una, luego otra y luego otra vez. Se trata de un ventrílocuo manejado por el actor Mario Iván Martínez (Ciudad de México, 1962). El muñeco habla a los niños presentes, mientras los músicos de la Camerata de Coahuila esperan la indicación para interpretar las partituras de Aaron Copland y Leroy Anderson. De liebres, tortugas y bemoles. Fantasía zoológica musical, se titula el espectáculo nutrido por las fábulas de Esopo.
Cuando era pequeño, Mario Iván Martínez se acercó a las artes escénicas de manera orgánica. Su madre fue la primera actriz Margarita Isabel. Su padre, don Mario Iván, se desempeñó como un reconocido comunicólogo y melómano. Ambos lo apoyaron en esa posibilidad de convertirse en artista al ver en primera fila el abrazo que puede existir entre un libreto y una partitura. El actor debutó a los nueve años con la Compañía Nacional de Teatro en Pedro y el lobo, un montaje realizado en el Centro de Convivencia Infantil y dirigido por Oscar Ledesma.
Dos baúles colocados en los extremos del escenario. Mario Iván Martínez explica al público lagunero cada una de las secciones de la orquesta que conforman a la Camerata de Coahuila. Lo hace de manera lúdica, divertida. El osito ventrílocuo lo acompaña entre las cuerdas, las maderas y percusiones. ¿Qué diferencia a un violín de una viola? ¿Por qué si la flauta es de metal pertenece a las maderas? Cuestionarse las cosas es clave para despertar la imaginación.
En su libro Mi vida en el arte (1924), el teórico ruso Konstantin Stanislavski relata cómo solía montar carpas de circo en su casa cuando era niño. Usaba lo que tenía a la mano: sábanas y mantas de dormir, sacos y chalecos preparados con alfileres a manera de fracs, polvos y carboncillo para el maquillaje, un elenco conformado por sus hermanos y amigos. Y aunque todo era una ilusión, Stanislavski lo ejecutaba con seriedad: “Hay que creer que todo esto es serio, auténtico; sin ello no tiene interés”.
A Mario Iván Martínez le parece desafortunado que se subestime al público infantil. Rechaza el oportunismo de algunos proyectos, las copias hechas al carbón, la indiferencia para buscar herramientas literarias y musicales propias. Considera inaceptable que no se consulte a autores como Michael Ende, Hans Christian Andersen, Gilberto Rendón Ortiz, Francisco Hinojosa o Saúl Schkolnik, todos ellos con aportes valiosos y profundos para los infantes. La lectura es esencial para que los adultos no pierdan la capacidad de soñar.
Mario Iván Martínez es un cuentacuentos. Narra las fábulas de Esopo adaptadas por él mismo, al tiempo que las obras de Copland y Anderson son interpretadas por la orquesta. De los baúles saca más utilería: unas orejas y bigotes de gato, una gorra con orejas de liebre, sombreros y otros muñecos como una tortuga, una rata y una gallina. Trata de mantener la atención de los niños. Modula su voz, dice sus diálogos con sentido musical; tiene ritmo, cadencia. Imita los sonidos de los animales; ladra, maúlla, cacarea. El público le aplaude y ríe.
El actor ganador del Premio Ariel tras interpretar al científico John Brown en la película Como agua para chocolate (1992), indica que los niños son como una hoja en blanco, seres que mantienen siempre abiertas las fronteras de la imaginación, universos predispuestos donde el músculo onírico va en crescendo hacia la máxima altura expresiva.
Dice Yago en Otelo: “No podemos ser todos amos, ni los amos pueden encontrar siempre leales servidores”. ¿Un buen actor es amo o servidor de sus personajes?
Pues está sujeto, por supuesto, a las exigencias, sin juzgarlos. Eso creo que es lo importante. Cuando tomas partido y no resistes la tentación de ser parcial, entonces estás en problemas. Hay que asumirlos con sus defectos y sus virtudes, con sus flaquezas y todos los claroscuros que a veces tienen. Ellos son tus amos durante todo el proyecto y tú eres el vínculo, el navío que los va a sacar de la página, que los va a hacer tridimensionales. Si no, el público puede decir: “Mejor me voy a mi casa a leer”. Shakespeare pauta a Yago, pero tú tienes que darle sudor, convencimiento, matiz, música, corporalidad. Con todos los personajes ocurre lo mismo. Claro, también depende de los autores qué tanta observancia en la psique, en la personalidad del personaje, qué tanto hicieron su tarea de campo para darte un personaje análogo a la realidad. Si de pronto tu personaje es carente de credibilidad por la ausencia de un esbozo emanado de una observación de la realidad, entonces estás como en una caja, limitado. Pero si tienes un Molière, un Shakespeare, un Carballido, si tienes un autor que realmente te presenta una versión análoga de la realidad, tienes la oportunidad de vestir. Es como un sastre. Un sastre pide el mejor casimir para hacer su saco y es lo que pedimos también nosotros. Un chef pide los mejores ingredientes para presentarte un platillo, porque si nada más hay dos zanahorias y unas calabazas, entonces está limitado.
Cito a John Brown en Como agua para chocolate: “Todos tenemos una caja de cerillos adentro, pero necesitamos un estímulo para encenderla”. ¿Qué sigue encendiendo tu instinto actoral a esta altura de tu carrera?
Precisamente proyectos como este que me trae a Torreón, donde se hermana la literatura con la música y tomo también una tercera arista que lo convierte en un proyecto particularmente estimulante: el tratar de brindar diversidad y dignidad a la oferta infantil de México. Y qué mejor que hacerlo a través de aquellos elementos artísticos que detonan la imaginación como la detonaron en mi infancia: la música y el teatro. Y si de paso también puedes contribuir a la formación cultural de los jóvenes, ¡qué mejor! Esos cerillos son buenos personajes, literatura de buen nivel para que yo pueda salir a hacer mi tarea. Había un pintor que se llamaba Bob Ross, que te enseñaba a pintar casitas y paisajes en su casa. Y pues sí, era muy eficiente, pero todos lo cuadros eran iguales. Entonces, por ejemplo, ahora que estamos haciendo Diario de un loco, me fui a entrevistar a pacientes esquizoides, porque sus manierismos, sus infiernos, sus delirios eróticos y demenciales, no hay manera de que los puedas deducir a menos de que los tengas enfrente. Si vas a hacer a un músico o un reportero, pues entrevístate con un músico o con un reportero, para que puedas extraer todas aquellas minucias, llevarlas a escena y que tu personaje sea creíble. Un psicópata o un arquitecto, desde los meros detalles, ¿cómo está sosteniendo el lápiz? Es ese tipo de cosas, por eso regreso a Bob Ross: los árboles de Bob Ross siempre serán iguales, pero tú sales y ningún árbol será igual.
Es lo que hacían los impresionistas: no copiaban la realidad, hacían una impresión de ella.
Sí, claro. En ese tema me tocó hacer y yo mismo propicié el proyecto Van Gogh, que desde hace 16 años me ha retado como autor, escritor y actor; el asumir la vida, las paradojas de este genio del postimpresionismo.
Precisamente has escrito libros sobre Van Gogh, uno de ellos dirigido a niños. Los niños son actores naturales: juegan a los indios y vaqueros, a los piratas. ¿Cómo abordas esta naturalidad de la actuación?
El cuentacuentos se nutre de esa hoja en blanco. Los niños son hojas en blanco. Tienes el privilegio, como un mago predigitador de los sueños, de poder dibujar lo que tú quieras. Por decir, de pronto sale el osito conmigo y el osito está hablando, aunque se vea que la voz sale de mi boca, para ellos el personaje existe si la voz es original, rica, distinta a tu personalidad, con otra tesitura que representa al niño inquisitivo, antisolemne, travieso. Es esa capacidad de sueño, de constante ejercicio lúdico, de la cual te debes omitir para poder llegar a ellos. Las fronteras de la imaginación se van cerrando conforme crecemos, pero para ellos permanecen siempre abiertas. Es un universo dispuesto, una predisposición al sueño que debes aprovechar como creador, para que, como esos cerillos, seas el detonador de sus fantasías.
Un pasaje que me gusta de ese libro es cuando los niños Van Gogh ven el cielo y las estrellas. Entonces, uno le dice al otro: “Son muchas estrellas, ¿hay que contarlas?”. El otro hermano responde: “No, es más interesante hacer figuras con ellas”. ¿La capacidad que tienen los niños de imaginar se oculta conforme crecemos?
Depende de cada quien, de qué tanto te permitas, por ejemplo, el hábito de la lectura. A mi juicio es una herramienta esencial para que de adultos sigamos soñando con esa capacidad de niño. Esos estímulos literarios donde la mente ya no está en un ejercicio pasivo viendo la televisión, sino que el buen autor está siempre creando universos paralelos. Pero aquel cuentacuentos que no se deja llevar por el juego, por la improvisación, por el ánimo preclaro de los grandes autores como Michael Ende, Hans Christian Andersen, Gilberto Rendón Ortiz, Pancho Hinojosa, en fin, el universo amplísimo de autores que han dado dignidad al rubro de la literatura infantil, entonces se ve limitado. Es importante ver teatro, ver lo que hacen los demás para nutrirte de las diversas propuestas y entonces, como Vincent, encontrar tu estilo, que es lo más difícil en el arte.
¿En qué momento de tu carrera tomas la decisión de dedicarte al teatro infantil?
Sucedió porque me invitaron a ser partícipe de un programa que se llamó ¿Quieres que te lo lea otra vez? Y nos enviaban, un grupo misceláneo de actores, a compartir un libro a diversas partes de la República… compartir un cuento. Te podía tocar una biblioteca, el patio de una escuela, incluso el patio de una casa. Y aquello que comenzó como una lectura, lo fui vistiendo poco a poco, convirtiéndolo en un espectáculo, porque me di cuenta que para mantener la atención de los niños necesitaba muchas herramientas. No me podía quedar sentadito leyendo. Mi voz, por más dúctil que pudiera ser, no era suficiente. Entonces, de pronto salía un muñeco, algo de música, una pausa y me echaba a correr. Así como me recibí de maestro de inglés, una de las premisas importantes —sobre todo cuando estás frente a niños— es que jamás te quedes junto al pizarrón. Debes ser un omnipresente, debes estar todo el tiempo sorprendiendo. Sorpresa: nunca ser predecible. Una vez que eres predecible, los perdiste. Entonces, esa lectura se empezó a convertir en un espectáculo. Comencé a grabar mis audiolibros —ya tengo 23— y a propiciar mis espectáculos. El audiolibro encontró su espejo en el espectáculo y viceversa. Por otro lado, mi afición por la música y ser músico me permitió también ser convocado por agrupaciones musicales, donde les parece importante que el actor lea una partitura y emita un texto de acuerdo a ella. Con un Pedro y el lobo, si el narrador no lee música, tardaría mucho en ensamblarse. Además, me di a la tarea de crear nuevos conciertos familiares sinfónicos, tomando literatura y música preexistentes, haciendo el maridaje, pautando el cuento sobre la partitura de tal manera que parezcan que han sido concebidos a la par.
¿Por qué crees que en ocasiones se subestima al público infantil, si los niños son los críticos más sinceros que existen?
Es algo desafortunado que en nuestro país se minimiza a las propuestas infantiles; pareciera que ahí fuera disculpable la improvisación. No estoy muy seguro de por qué sea, pero yo no me quiero ir por el camino del oportunismo: “Ya salió la película de los dálmatas, ¡pues vamos a vestirnos de dálmatas y como sea hacemos la historia apócrifa!”. No tengo nada contra esos personajes, son fantásticos en su génesis. Me opongo a las copias al carbón, a no encontrar nuestras propias herramientas literarias, musicales. Hay tantos autores y tan extraordinarios. ¿Por qué no tomar La historia sin fin, de Michael Ende, y revisitarla? ¿Por qué no tomar La peor señora del mundo, de Francisco Hinojosa, y revisitarla? Los mismos cuentos de Andersen o Saúl Schkolnik, un autor que hace mucha literatura para sembrar en los niños conciencia ecológica. Entonces, cuando voy al fin de cursos de mi sobrina y nos someten a dos horas y media de playback de las princesas de Walt Disney, y la maestra me dice: “¿Usted que es artista qué opina? Es lo que los niños quieren”. “No, maestra. Es lo que ustedes quieren, porque no saben más”. ¿Cuántas ferias del libro hay cada año? Acudan a las ferias del libro, busquen literatura de nivel para niños o jóvenes.
Respecto a esta obra que montas con Camerata de Coahuila, ¿por qué mantienen vigencia las fábulas de Esopo?
Bueno, porque el reconocimiento que se le ha hecho a autores como Esopo, como Shakespeare, como Molière, no se debe nada más a un factor puramente ideológico, regional, intelectual, sino al gran contenido humano que hay en sus obras. A fin de cuentas, ellos cumplen lo que los antiguos griegos exigían a los dramaturgos y a los actores: provocar la catarsis en el público, la reflexión. Y esto emana de una estricta observancia de la naturaleza humana. Entonces, en el caso de las fábulas, los personajes son animalitos que tienen las virtudes y los defectos de los seres humanos, y siempre hay una moraleja al final, un texto que nos dice lo que hemos aprendido de esa historia. Precisamente el hecho de que hay un aspecto lúdico, paródico, a través de los animales, lo hace muy atractivo. Como dice el dicho: al que le quede el saco que se lo ponga. Aquí estoy hablando de un burro, de una liebre. ¿Tú crees que eres ese burro, que eres esa liebre? ¡Ah! Entonces sí te di. Pero si son seres humanos pierde el chiste, porque además lo que hacen los grandes fabulistas —no sólo Esopo, sino Samaniego, La Fontaine— es que, regreso al elemento paródico, toman un animal y te insinúan que tú te sabes culpable de esa flaqueza, compararte con un asno, con una zorra o con un conejo. A mí lo que me entusiasma es que, amén de que se diviertan, los exhortamos a, como dice la moraleja final en el búho: “Esto te enseñará a no confiar de más en tus habilidades ni a dejarte llevar por la pereza. Si deseas obtener el resultado esperado, es mejor que al igual que la tortuga hagas las cosas con constancia, con dedicación”. A fin de cuentas eso es lo que queremos inculcar en nuestros niños, sin un afán de decir “tienes que ser constante”.
Hay una anécdota: presentaste una obra en una comunidad indígena y un niño te abordó en el escenario, te abrazó y te regaló un pan. Te agradeció por haber llevado el teatro hasta allí. ¿Ese pan es el aplauso más importante que has recibido en tu carrera?
Definitivamente de las recompensas más grandes y entrañables, espontáneas. Un niño no tiene ninguna necesidad de mostrar su aprobación, a menos que verdadera y sinceramente lo sienta. Ese pan estaba caliente y lo sentí en mi pecho. Al igual que Macario, no le di a nadie de ese pan. Es lo mismo a cuando un niño te dice: “Me gustó mucho tu espectáculo”. Y yo siempre les pregunto si les gustó o no. Todo se vale decirle al cuentacuentos. Y el mayor obstacúlo muchas veces son los papás: “¿Te gustó, mi vida?”. Y la mamá: “¡Le gustó todo! ¿Verdad, Karina?”. La niña todavía ni habla y la mamá entra en pánico de que su hija diga: “Pues mira, en la primera parte me dormí, pero la segunda me gustó”. Ah, bueno, entonces, ¿por qué se durmió el niño ahí? Es necesario un termómetro y ellos te lo van a dar objetivamente cuando les preguntes, no tienen empacho en decírtelo.
Al final de la vida, ¿la infancia es esa tierra prometida?
Siempre es. Lo que ocurre es que desafortunadamente los adultos nos encargamos de doblar esa hoja en blanco de la cual te hablé, de mancharla de prejuicios, de rayarla de complejos y discriminaciones, de racismo. Acostumbro a convivir con los niños al final de un espectáculo, firmo sus libros: “¿Qué quieres que te firme, mi vida?”. Una niña: “Una mariposita”. Y llega otro niño: “A mí un dinosaurio y un tren”. Y de pronto llegan los hermanitos, la niña quiere una mariposita y el hermanito también, pero el papá: “¡No! Que te dibuje un caballo”. ¿Por qué? ¿Por qué está mal que también pida una mariposita? Nosotros los adultos estamos sembrando ese prejuicio, esa intolerancia. El niño no nace intolerante, no nace racista, no nace xenófobo. Tenemos mucho que aprender de esta apertura de mente con la cual los niños nacen. Y sobre todo, la enorme capacidad del sueño.