Mi anhelo
Recién recordamos a nuestros muertos, esta fecha colorida, mágica y llena de atractivos donde la costumbre y tradición convergen, donde también tienen cabida el recuerdo y el agradecimiento, el amor y, en muchos casos, el perdón.
Me voy a quedar con una serie de reflexiones que, aunque no descubren nada nuevo, colocan el acento en mis propias preocupaciones y pensamientos sobre la muerte.
Mario Benedetti dijo: “Después de todo, la muerte es solo un síntoma de que hubo vida”, y lloramos la muerte en lugar de sonreír a la vida. Cada quien vive a su aire, con lo que tiene, con lo que puede, con la circunstancia que le ha tocado, y cuando uno ve de fuera la existencia de los otros, caemos en la tentación de juzgar si fue o no feliz, si hizo o no lo correcto, si hubiera tomado tal o cual decisión, pero ¿qué sabemos nosotros de lo que representó la felicidad para esa persona?, ¿qué sabemos nosotros de su niñez, sus vacíos o abandonos?
“La muerte sólo tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida”, dijo André Malraux. Pasa que muchas veces empezamos a valorar la vida cuando alguien muy querido o muy significativo para nosotros, muere. No sería sano que todos los días pensáramos en la muerte, pero sí tener presente la fragilidad y agradecer por cada amanecer, por cada nueva oportunidad que recibimos al despertar. ¡Qué lástima que las prisas y los afanes nos aparten de ello! ¿Qué responsabilidad tenemos cuando nos damos cuenta del privilegio de la vida? Tal vez sea la de vivir con conciencia, cuidar el tiempo como el mayor activo que tenemos y que no puede almacenarse, se va y por lo mismo no podemos desperdiciarlo.
La Tsé escribió: “Diferentes en la vida, los hombres son iguales en la muerte”. Ahora sí que es irrefutable: el más rico, el más pobre, el más encumbrado, el más sencillo, el más hermoso, el más despreciable, terminan en el mismo lugar, convertidos tarde o temprano en polvo. Lo único que suponemos hará la diferencia es ese espíritu con el que nos vamos, eso que es inmaterial.
¿Morir es empezar a vivir en otro plano? ¿Sabemos que morimos? ¿Realmente pesamos 21 gramos menos cuando el alma se desprende del cuerpo? ¿Los seres amados nos acompañan en ese momento? ¿Descansamos en paz? ¿Hay un camino espiritual después de morir? Las eternas preguntas que respondemos a partir de la fe, de las posturas agnósticas o de un franco ateísmo, cada quien las resuelve como puede y como quiere. Es inobjetable la subjetividad, y no se trata de confrontarse; es la aceptación de una formación dada y también de lo que buscamos en vida para no ahogarnos en el mar de las dudas.
Fe es confiar, es creer con el corazón y la razón, es esperar lo que nos tocará hasta el final.
No sé a ustedes, pero a mí me mueve pensar en lo efímero que es todo. Son apenas instantes los que tenemos de conciencia. Vivir con los ojos abiertos no sólo es dar paso a la vigilia, es un compromiso con lo que realmente queremos. El problema es que a veces ni siquiera sabemos a ciencia cierta distinguir entre la mecanicidad de la vida y lo que nos dictan nuestros anhelos.
Anhelo es una palabra hermosísima porque significa deseo vehemente, y esto último implica una fuerza impetuosa, a la que casi siempre relacionamos con un mar embravecido, o con una
ardiente pasión. ¿Puede haber algo más fuerte en la vida? Lo que sucede es que acallamos esos deseos con tanta frecuencia que ni nos damos cuenta de ellos, así que los evadimos y preferimos racionalizar todo para vivir de acuerdo a lo que es socialmente correcto.
Entiendo que hay normas y reglas ineludibles y que la pasión da pie a la irreflexión, pero mientras estemos vivos creo que es pertinente llegar a un punto de equilibrio donde podamos sentirnos plenos para luego no arrepentirnos de no haber hecho, no haber dicho, no haber experimentado. No seamos parte de la estadística de quienes dan testimonio antes de morir y que señalan que si tuvieran oportunidad no dudarían en seguir sus sueños (los anhelos), trabajarían menos y disfrutarían más a sus seres queridos, gritarían lo que sienten, dedicarían más tiempo a sus amigos, serían más considerados y más generosos con los demás.
Ustedes y yo tenemos algo en común: estamos vivos y podemos empezar a pensar en nosotros mismos para, así, el día que partamos nos vayamos con un equipaje de buenas memorias, con pendientes resueltos, con aceptación de nuestra imperfección y con la mirada llena de amor. Es mi anhelo.