La jaula de oro
La migración se ha convertido en un fenómeno tan importante en las últimas décadas que ha sido retratado desde múltiples perspectivas en la pantalla grande, convirtiéndose incluso en un subgénero del séptimo arte al que se le han dedicado festivales en su totalidad.
Este tipo de cine suele enfocarse en las vicisitudes que pasan los migrantes durante sus travesías en búsqueda de mejores oportunidades de vida, con el objetivo de sensibilizar a público sobre este problema humanitario. Sin embargo, al tratarse de circunstancias con un nivel elevado de crudeza, la narrativa de estas películas puede caer en la deshumanización de los protagonistas al presentarlos únicamente como víctimas de una atrocidad tras otra.
Uno de los principales retos de este género cinematográfico es, entonces, el de mostrar la situación migratoria sin que los protagonistas pierdan sus dimensiones humanas. Dos películas que logran con creces ese equilibrio son La jaula de oro (2014), de Diego Quemada-Díez, y Los lobos (2019), de Samuel Kishi. Ambas muestran distintas etapas de la búsqueda del sueño americano por niños latinoamericanos, desde la perspectiva de los menores.
LA JAULA DE ORO
Esta es la ópera prima de Diego Quemada-Díez. Se trata de una producción mexicana-guatemalteca que sigue las peripecias de un grupo de adolescentes que pretende llegar desde la frontera Guatemala-México hasta Estados Unidos.
La película comienza dando un vistazo al barrio de donde provienen Samuel, Juan y Sara: casas de lámina apeñuscadas una contra otra, con callejuelas invadidas de perros y donde los niños juegan con armas de juguete, muy cerca de un vertedero de basura y de un muro cubierto de carteles de personas desaparecidas. Todo esto lo recorre Juan camino a su hogar, donde empaca varias cosas en una mochila y toma un modesto fajo de billetes para después ir a buscar a Samuel, quien se encuentra haciendo su labor como pepenador. Por otro lado, la cámara sigue a Sara hasta un baño público donde se corta el pelo, se coloca una venda alrededor de los senos y, después de pensárselo un momento, ingiere una pastilla anticonceptiva.
Los chicos de 15 años de edad se han preparado para emprender el viaje de cientos de kilómetros que los separa de la frontera estadounidense. Saben lo que les espera: Juan esconde su dinero en un pliegue de tela que cose dentro de su pantalón, para prevenir que lo roben, y Sara pretende evitar una posible violación haciéndose pasar por hombre. Prefieren enfrentarse a esos peligros que quedarse en el lugar donde crecieron, que evidentemente no les depara un futuro prometedor.
Para plantear esa realidad, el filme se vale solamente de imágenes, prescindiendo de palabras y aspavientos melodramáticos. Eso marca el tono que tendrá el resto del largometraje: más orientado a las sutilezas y a lo sugestivo que a lo explícito.
Una vez que han llegado a territorio mexicano tras cruzar el río Suchiate con ayuda de unos lancheros, los tres adolescentes caminan por la selva chiapaneca para esperar el paso de “La Bestia”, el tren que cruza el país de sur a norte. En el trayecto se topan a Chauk, un indígena tzotzil de la misma edad que ellos, quien decide unírseles pese a no hablar español. No han llegado muy lejos cuando son detenidos por agentes policíacos y deportados a Guatemala porque viajan sin identificación. Pero eso no los detiene; planean otro intento migratorio aunque, esta vez, sin Samuel, quien decide no arriesgarse nuevamente.
En ese segundo intento sí logran avanzar en su recorrido por México. La narración, por supuesto, abarca las dificultades a las que se enfrentan los migrantes: los retenes en las vías del tren para capturarlos y deportarlos, los delincuentes que detienen a “La Bestia” para asaltar a quienes viajan en ella, las redes de trata de personas, el hambre y los francotiradores civiles que, del lado estadounidense, disparan a los indocumentados cual si fuera un deporte. Pero también retrata a las personas que los ayudan a ocultarse de la migra, que les ofrecen alimento y agua, que los ayudan con algunas cuantas monedas y que, en general, se muestran empáticos con su situación y buscan poner su granito de arena para aligerarles un poco la vida.
Algo quizá más destacable es que la película tampoco muestra solamente estas situaciones que caracterizan a la migración por nuestro país, sino que también revela momentos más cotidianos e íntimos entre los protagonistas: ratos de aburrimiento, celos adolescentes, desaveniencias, compañerismo y momentos de diversión.
En una escena, por ejemplo, Sara le dice a Chauk: “me gusta todo esto”, refiriéndose a la selva que los rodea mientras caminan entre los árboles con una curiosidad infantil. No es una observación que se espere de un migrante, pero sí de una adolescente que entra en contacto con la naturaleza, independientemente de su situación. En otra parte de la película, Juan intenta mostrar su agilidad y valentía al capturar una gallina para comerla, pero es incapaz de matarla ante la mirada burlona de Sara y Chauk, que saben que no es tan rudo como lo hace parecer.
Diego Quemada-Díez no repara en posar la lente de la cámara sobre estos momentos ínfimos pero valiosos, ni tampoco en los paisajes por los que transitan los protagonistas, haciendo al espectador cómplice de esos respiros en la larga travesía migrante, donde la humanidad todavía encuentra cabida entre los peligros que acechan a los viajantes.
LOS LOBOS
Si La jaula de oro muestra la travesía migrante, Los lobos retrata la vida una vez que se ha cruzado la frontera, también desde la perspectiva de la infancia. En este caso se trata de un par de hermanos: Max (de ocho años) y Leo (de cinco), que acaban de llegar a Estados Unidos con su madre. La película inicia con la búsqueda de un lugar para vivir y de un trabajo para Lucía (Martha Reyes Arias), la madre de ambos. Para hacer el proceso más llevadero para los niños, les promete que tras todas las penurias podrán ir a Disneyland.
Esta búsqueda transcurre a modo de documental. Los habitantes de los barrios que visitan, todos ellos migrantes (no necesariamente latinoamericanos), observan a la cámara y, en voz en off, van explicando las características de las viviendas disponibles. Al final, la única a la que pueden acceder Lucía y sus hijos es un pequeño departamento prácticamente sin muebles donde tienen que dormir sobre colchas en el piso.
Al no tener a nadie que los apoye, la mujer debe dejar a sus hijos encerrados en casa todos los días mientras va a trabajar. Para que no la extrañen y para mantener algo de orden, les deja una grabadora donde ha registrado las reglas del hogar con su propia voz, desde no pisar la alfombra descalzos hasta abrazarse si han discutido. Entre esas normas, una muy importante es no salir.
Los niños se entretienen entre las paredes con lo poco que tienen. Juegan futbol e inventan historias. Además, aprenden palabras en inglés que su madre les va dejando grabadas cada día. Por la noche, conviven con ella, aunque a veces llega tan agotada del trabajo que simplemente no tiene energía para lidiar con las dudas y reclamos de sus hijos. Ese pequeño universo envuelve tanto a los protagonistas como al público, quien tiene una vista privilegiada de la intimidad entre dos hermanos, y entre éstos y una madre que busca lo mejor para ellos.
La situación es evidentemente complicada, pero aún así el filme posee un tono ligero que abre espacio a una gran empatía por la familia en pantalla, sin dejar que los personajes pierdan realismo.
“En lo personal estoy un poco harto del cine de la pornomiseria latinoamericana. ¿Por qué no podemos contar una historia tierna y con algo de luz? Me parece que contar historias en este tono es un acto de rebeldía.”, dice el director en una entrevista para Aristegui Noticias.
Es así como el largometraje se convierte en una historia entrañable sin pecar de un optimismo fantasioso. Simplemente busca equilibrar el lado más humano de las familias migrantes con las hostilidades a las que deben enfrentarse en la patria que pretender convertir en su nuevo hogar.