No hay línea
Sin cajero automático, QR, Wise y ni siquiera Face, soy mujer al agua. Atorada, incomunicada y sin posibilidad de enviar un WhatsApp o un e-mail para pedir ayuda. Se cayó el sistema, no hay línea y hágale como quiera. Parálisis total. Aún para mí, que fuera de mi adicción a Facebook evito lo más posible la dependencia de Internet, el hecho de que se “caiga la línea” me provoca vómitos, cólicos y diarrea. ¡Malditos!
La parálisis tecnológica despierta en mí oscuros pensamientos: ¿qué pasará con los aviones en vuelo que dependen de la inteligencia artificial que los apoya desde tierra? La tecnología es algo que no estaba cuando yo nací. Te facilita la vida, me convencieron mis hijos totalmente abducidos por ella. Fue así como tras un largo y difícil proceso de reeducación, a pesar de que no consigo superar siquiera la primera etapa, he logrado pequeños avances; aunque ante la falta de sensibilidad y espíritu humano que muestra en mi contra, la inteligencia artificial se va convirtiendo para mí en una pesadilla.
La última vez que acudí a Wise para que me guiara a las Lomas, casi llego a Guadalajara. Considerando la inconsistencia de mi memoria, anoto cada una de las decenas de contraseñas que exige la computadora para dar acceso a mis archivos, pero ni así. Sospecho que el aparato me tiene ojeriza porque invariablemente me detiene: “Contraseña equivocada”. Eso es sólo el principio de las mil formas que encuentra la tecnología para mediante sofisticada tortura, convertirme en un ser disperso y frustrado.
¿Puede imaginar acaso, pacientísimo lector, lectora, cómo me siento cuando la cámara de reconocimiento facial me desconoce y no puedo siquiera entrar a mi casa, o cuando la empleada del banco me informa que el artilugio donde pongo el dedo no acepta mi huella digital? No sé si debo cambiar de dedo, de mano o de banco.
¿Y qué cuando me quedo atrapada sin salida porque la máquina de cobro automático en la que intento pagar el estacionamiento, por alguna razón que sólo ella conoce, decide escupir mis billetes? ¿Qué cuando pido el menú en el restaurante y me dicen que debo obtenerlo mediante mi QR? “No tengo teléfono”, les digo. “Es por la pandemia”, explican. “Pero la pandemia es cosa del pasado, ¡quiero ver un menú impreso aquí y ahora!”, insisto ante la cara de palo del mesero.
Ahora resulta que si no tengo un teléfono celular no existo. ¿Cómo entonces sobreviven las 25 millones de personas que en nuestro país, ya sea por falta de conocimientos, falta de recursos económicos o simplemente porque no cuentan con puntos de acceso, no tienen conexión a Internet?
Intento, sin lograrlo, no sentirme humillada cuando al fin me toca el turno de hacer una transacción bancaria y el joven en la ventanilla pregunta molesto: “¿Qué no tiene banca electrónica?”.
Siento una especie de asco cuando pido una factura y me indican que debo buscar en YouTube, con mi QR e imprimirla yo misma.
Sufro una amarga marginación social cuando en la pantalla de mi celular aparece el aviso de que sólo me quedan tres semanas y 500 megas, y yo no tengo idea de lo que eso significa, pero me siento amenazada y ansiosa.
Cada vez que lo actualizan, mi teléfono inteligente me hace sentir una imbécil. Android, bluetooth, widgets, gigabytes, life-loggers, bots… extenso metalenguaje para acabar comunicándonos con emojis.
Extraño la inteligencia natural. Me siento aludida cuando escucho la famosa frase que dicen que dijo Albert Einstein: “Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad; el mundo solo tendrá una generación de idiotas”.