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No hay más raza que la humana

Exijo el derecho humano a la felicidad, hasta donde lo permite nuestro planeta vapuleado por tantos enfermos mentales que insisten en imponer sus perversas obsesiones.

No hay más raza que la humana

No hay más raza que la humana

ADELA CELORIO

En un cierto lugar del planeta, donde me gusta imaginar que una cigüeña tonteando entre las nubes, sin preguntar ni pedir mi consentimiento, abrió el pico y me soltó: “Allá vas, y hazle como puedas”. Abrir el pico y soltarme pudo suceder desde el paisaje más polar, hasta las incendiarias tierras de África. 

Buenos vientos que podían haberme llevado al desierto del Sahara me depositaron suavemente en las tierras fértiles, soleadas y musicales de Veracruz. ¿Y mis padres? Pues los que te toquen. Tampoco tuve opción. Existe, claro está, el sentimiento de pertenencia a un grupo, llámese familia, territorio, símbolos con los que, por la cercanía y convivencia, me identifico. Aunque sería una desmesura pensar que circunstancias tan azarosas, me asignan alguna superioridad o inferioridad racial. 

“Un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo cuando ha de ayudarlo a levantarse”. Las características raciales nos definen por las circunstancias geográficas, climáticas y sociales en las que, sin elección, nacemos y nos desarrollamos, aunque el inevitable mestizaje suele enriquecerse de las diferentes culturas. 

Indígena, europea y africana es la sangre que corre en las venas de América. “Por mi raza hablará el espíritu”, es la enigmática frase insignia de Vasconcelos para la UNAM. Digo enigmática porque, por más que le pienso, no acabo de entender el significado. 

Se lee, se viaja, sorprendemos al paladar con sabores diferentes. Se descubren nuevos paisajes, otros modos de asumir la vida; para comprobar al fin, que los seres humanos en cualquier parte del planeta, todos con la sangre roja, deseamos lo mismo y esperamos ser tratados con la misma dignidad. 

No hay más raza que la humana. Cubiertas nuestras necesidades básicas, todos queremos lo mismo: libertad, paz, amor, cultura. Mozart es nuestro. Da Vinci y su genio pertenecen a la humanidad, así como Alonso Quijano y sus desventuras. García Lorca hizo poesía para todos. Serena Williams nos ha dado grandes momentos y Maria Callas cantó para el mundo. 

Nosotros, todos, somos hijos de la madre tierra que nos acoge, nos alimenta y nos ofrece un afán para darle sentido al fugaz relámpago que es la vida. Ser nosotros es la plenitud y la delicia de lo humano. Desde el reconocimiento de lo fortuito de nuestra humanidad, lo moral es colocar ese reconocimiento por encima de cualquier diferencia como raza, sexo, posición social, ideologías, religiones, nacionalidad. Me refiero a reconocimiento y respeto, más no a la tolerancia. Yo, te tolero. 

No gracias, a mí me respetas. Ni quién me haga caso, pero yo exijo respeto. El respeto que nos impone la comprensión de las diferencias entre nosotros. Exijo respeto por el solo hecho de estar viva y tener un pensamiento tan independiente, que ni yo misma logro someterlo. Mi Querubín, hijo de emigrantes, preguntaba: ¿qué mente maligna inventó las fronteras, las banderas, los armas, las guerras? “Ese espacio perverso donde jóvenes que no se conocen y no se odian, se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian”. 

Exijo el derecho humano a la felicidad, hasta donde lo permite nuestro planeta vapuleado por tantos enfermos mentales que insisten en imponer sus perversas obsesiones. Exijo mi derecho a identificarme con John Lennon cuando “Imagina que no hay países/ Nada porque matar o morir/ imagina a toda la gente viviendo la vida en paz”. Cada quien sus utopías, esta es la mía.

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Escrito en: Adela Celorio tolerancia respeto derechos humanos

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