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Nuestra canícula en Torreón

El calor se acerca a los 40 grados. Si hay brisa es quemante. Va poniendo cataplasmas ardientes en la piel. A lo lejos se oye y se ve la reverberación del sol.

Nuestra canícula en Torreón

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SAÚL ROSALES

Sin mucho escándalo, aún se le llama canícula a la época anual en que el calor se ensaña. Coincide con la presencia de la constelación Can Mayor. Can canícula. En nuestro rumbo podríamos identificar la canícula porque es la temporada en que a las seis de la mañana nos asolan 24 grados y, mojadas de sudor, las sábanas y las fundas de las almohadas. Las empapamos si no somos felices poseedores de refrigeración que haya zumbado toda la noche.

En un día canicular, a las 10 de la mañana ya nos hacen trasudar los 29 o 32 grados. En las casas y los altos edificios desperdician chorros, chorritos o torrentes de agua a causa de la descompostura de los flotadores de las ventilaciones de aire lavado. Las hojas de los árboles, empolvadas y asoleadas, languidecen.

Mientras los grados escalan dentro de los termómetros de mercurio o en los modernos electrónicos, los lugares equipados con minisplit y artefactos de aire lavado o de gas freón mitigan el calor. En la calle, a la sombra, los grados sobre cero suben y suben, mientras en los interiores algunas turbinas de refrigeración ronronean levemente o sueltan maullidos de agotamiento.

Cuando, a la mitad del horario, los trabajadores a mediodía regresan a sus casas con el sol canicular en el cenit, el calor se acerca a los 40 grados. Si hay brisa es quemante. Va poniendo cataplasmas ardientes en la piel. A lo lejos se oye y se ve la reverberación del sol. Las mamás de antes le decían a quien iba a salir: a dónde vas, no ves el reverbero del sol. Debajo de los vehículos abandonados, pandillas de perros sestean el rigor canicular.

En la calle se encuentran paleteros que empujan carritos o ruedan triciclos de golosinas heladas; alguna gente va cargando el ventilador que acabará siendo inútil porque nunca sus aspas degollarán el calor. Adentro de las casas, los hombres sin camisa se tiran en el piso supuestamente fresco; las mujeres esperan a que “baje el sol” para salir a algún mandado. Los termómetros indican 40 grados o más.

El sol de plata de la tarde intenta licuar la ciudad. Si se camina en medio de los escandalosos grados se recibe como caricia la vaharada fresca de una casa afortunada, un negocio abierto, una oficina bien equipada o una cantina tentadora. El día calienta las paredes que también aúllan su reverbero.

En los rumbos residenciales se derrocha el agua bañando y bañando los vehículos y el zacate. Por muchos andurriales la gente anega su banqueta para intentar, por supuesto inútilmente, ahuyentar el calor a pesar de las insistentes recomendaciones de no desperdiciar el agua. “El agua que desperdicias a otros les hace falta”, reza alguna consigna oficial. Los hidroneumáticos saquean los tinacos y los tinacos exigen más agua a la red general, debilitada más de lo normal.

Las casas que dependen directamente del agua municipal ven que se extinguen en el fregadero y el lavabo los chorritos, de por sí estrangulados por las deficiencias edilicias, en las horas de la tarde en que todos quieren el líquido para una cosa u otra. Niños y adultos que pueden se olvidan del calor en las albercas.

A las siete de la tarde el calor casi se ha abatido dos grados, fluctúa para arriba y para abajo del 38. Las cucarachas salen de los intestinos de la ciudad como no lo hacen en el tiempo de frío. Husmean por los patios, se cuelan a donde uno no quisiera encontrarlas nunca. Se debe vencer el asco para reventarlas y luego para deshacerse de ellas.

Cuando son las diez y media de la noche, impotente ante los ardientes 34 grados, se va uno a acostar sobre las sábanas calientes, desoladamente cálidas, y recuerda cuando la vida le sonrió dotándolo de un artefacto de aire lavado. Era el tiempo en que la nación no tenía riqueza petrolera, ni dólares expropiados al narcotráfico, ni la hipocresía de Alí Baba.

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Escrito en: canícula Saúl Rosales

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