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Cuando nos enamoramos, ¿lo estamos de la persona tal cual es o de la imagen que construimos en nuestra mente según nuestros vacíos afectivos y la necesidad de cubrirlos? Es una de las grandes cuestiones universales sin resolver, como casi cualquier pregunta del terreno social, incluyendo el campo del amor.
Una relación amorosa está conformada por dos personas —o más, en el caso del poliamor— que deciden compartir sentimientos, ideas, actividades, rituales y tradiciones, pero ¿qué pasa cuando las ideas, actividades, rituales y tradiciones de cada miembro son diferentes? ¿Qué pasa cuando practican distintas religiones? ¿Puede el amor trascender esas discrepancias?
Uno de los mitos del amor romántico es que "el amor lo puede todo". Quizá en una novela, una canción o una película sea posible porque el romance está situado en personajes ficticios que, contrario a las personas de carne y hueso, no tienen que convivir en el mundo real, donde son inevitables los conflictos, intereses y juegos de poder.
Estamos viviendo una polarización ideológica que cada vez se recrudece más. Basta con ir a Twitter (X) y darse cuenta de la carnicería verbal que carga cada publicación, más o menos polémica, que habla de una postura religiosa —o de cualquier otro tipo— y ver cómo recibe otros tantos tuits que pretenden invalidarla. Es un espacio donde poco se lee al otro y mucho se escribe para hacerlo a un lado.
En este mundo dividido, pareciera cada vez menos probable que personas con creencias religiosas distintas conformen una relación amorosa, porque, para que el amor trascienda las diferencias, los miembros de esa relación deberán estar abiertos a escuchar y entender las ideas del otro, pero ¿es posible eso?
Los seres humanos pareciéramos estar lejos del encuentro con el otro y cerca de ensimismarnos en nuestras propias ideas y prácticas. Esto se ilustra en el mundo amoroso a través del mito de la media naranja; sigue habiendo quienes consideran que hay que dar con la persona que está destinada a estar con él o ella. Además, se sigue representando a través del cine, la música y la literatura, la idea de que el amor se trata de una búsqueda y que una vez que se encuentre al indicado, todo se resolverá.
En la ficción puede que esto funcione, precisamente porque ahí se pueden exagerar o disminuir elementos de una relación a placer; sin embargo, en el terreno de lo real, imposible que sea así.
OBSTÁCULOS
Una relación amorosa con creencias dispares se suele topar constantemente con el dilema de acompañarse a los rituales religiosos o ir cada quien de forma solitaria al propio. Otra cuestión relevante será, si desean contraer matrimonio, decidir a través de cuál ritual se va a realizar, porque, para una persona externa, lo más sensato sería a través de ambos, pero para los practicantes puede suponer una traición participar en un ritual de otra religión.
Ya entrados en un formato de relación de tiempo indefinido o a largo plazo, las creencias religiosas de la familia —o el entorno más cercano— suelen importar también, porque pudiera ser que la persona esté dispuesta a dialogar y llegar a acuerdos convenientes para ambas partes de la pareja, pero si está presionado o la propia familia no está dispuesta a “ceder” en esa negociación, se complicará mucho más cualquier decisión en el terreno religioso. Esto sin entrar en detalles sobre todos los acuerdos a los que deberán llegar si deciden tener hijos.
Invariablemente, en una relación amorosa nos encontraremos siempre con diferencias, pero justamente, se trata de convivir con el otro y, en ese convivir, escuchar, entender, aceptar y —en el mejor de los casos— celebrar esas diferencias. Para ello es necesario comprender que sus prácticas, rituales y tradiciones son tan valiosas como las propias.
ENCONTRAR TERRENO COMÚN
¿Cómo cerrar esa brecha? Reflexionemos en cómo cada individuo construye su idea de mundo, de Dios y de la religión que profesa dependiendo del contexto cultural en el que creció; ese espacio geográfico, histórico, económico, político y tecnológico en el que interactúa la persona. Si se entiende eso, se comprenderá que, de haber nacido en otro lugar, en otro tiempo, en otra familia o en cualquier otro contexto cultural, las creencias de la persona, así como sus rituales y prácticas, serían otras. Entonces, es posible llegar a la conclusión de que, si sus creencias fueron determinadas por el ambiente al que estuvo expuesto, estas son tan valiosas como las del otro, quien también las construyó de acuerdo a su entorno.
Lo más relevante en una relación amorosa con diferencias religiosas, es la capacidad que tengan los miembros de la misma de centrarse en los valores —esas ideas y prácticas a las que les damos valor— y no en los dogmas religiosos. Es decir, trascender el dogma y entablar un diálogo con el interés genuino de entender al otro —y saberse escuchado—, donde el objetivo no sea imponer las ideas.
Una conversación de esta naturaleza, siendo optimistas, tendrá como posible desenlace entender que, más allá de los dogmas, puede haber similitudes en la esencia de cada religión; que ambas partes construyeron su idea de Dios con base en valores posiblemente similares, de tal manera que no importa si es una deidad u otra, un templo u otro, un ritual u otro, sino qué significados le da cada miembro de la relación amorosa a esas prácticas y rituales. Superar esas diferencias menores implica enfocarse en lo que les une y, así, aceptar y celebrar la diversidad de culto dentro de la relación.