Foto: music.unm.edu
Su teléfono sonó mientras trabajaba en su café preferido de Albuquerque, Nuevo México, ciudad donde hacía una residencia. El compositor Rodrigo Sigal Sefchovich (Ciudad de México, 1971) no distinguía bien la voz del otro lado de la bocina y decidió salir al estacionamiento del local. Fue cuando las palabras de Héctor Romero Lecanda, entonces subdirector del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), le notificaron que resultó merecedor de la Medalla Bellas Artes 2024.
Para el fundador y director del Centro Mexicano para la Música y las Artes Sonoras (CMMAS), del Festival Internacional de Música y Nuevas Tecnologías Visiones Sonoras y de la licenciatura en Música y Tecnología Artística en la UNAM Campus Morelia, componer exige un constante desarrollo de estrategias que permitan establecer principios de orden. Es fiel al principio de D. Cook: si un artista tiene algo que comunicar por medio del lenguaje que ha elegido, debe ser amo de ese lenguaje.
La melomanía de su familia lo arropó desde muy joven. Sentado en su escritorio, en su oficina del CMMAS, en Morelia, Sigal recuerda que su madre, la escritora Sara Sefchovich, siempre escuchaba música. Lo mismo dice de su padre, Isaac Sigal, quien en su casa albergaba una amplia colección de discos de música experimental y un equipo de sonido que le permitía viajar entre las frecuencias de aquellas grabaciones. Pero lo que más llamaba su atención eran las computadoras.
En ese mundo cibernético, descubrió que los códigos de programación también pueden crear música. Se dedicó a manipular datos y sonidos, a trabajar timbres, alturas y morfologías. Entonces entró a estudiar en el Centro de Investigación y Estudios de Música (CIEM) y eventualmente convenció a la maestra María Antonieta Lozano de fundar un laboratorio sonoro. Luego tomó clases con el compositor Mario Lavista, quien a su vez lo condujo con el maestro Javier Álvarez, compositor de la banda sonora de la película La invención de Cronos (1993), de Guillermo del Toro.
Sigal viajó a Londres para estudiar con Javier Álvarez. También recibió instrucción del profesor Denis Smalley. “El lenguaje musical puede ser comprendido como la relación entre procesos más que como la relación entre elementos individuales”, escribe Sigal en su libro Estrategias compositivas en la música electroacústica (Universidad Nacional de Quilmes, 2014), el cual se desprende de su tesis doctoral.
Rodrigo Sigal se ha convertido en un referente del arte sonoro y de la música electroacústica y contemporánea en Iberoamérica. Entre sus producciones discográficas destacan Manifiesto (1998), B-Blind, C-Ciego (2008) y Silo (2022), su más reciente álbum, donde se propuso crear un gran recipiente sonoro, una exploración tímbrica que sólo puede ser influenciada por el entorno y la acústica.
El compositor mereció la Medalla Bellas Artes 2024 gracias a su obra, que abarca diversos formatos y medios, así como por su capacidad de condensar sonidos de la naturaleza para dar pie a paisajes sonoros. Al recibirla, quiso recordar a su maestro Javier Álvarez, fallecido en mayo de 2023, y a quien dedicó la más reciente edición del Festival Visiones Sonoras. En un breve ensayo sobre el francés Pierre Schaeffer, Sigal asegura que un compositor puede rediseñar el mundo con el que trabaja.
¿Cuáles son tus orígenes en la música?
Tanto mi abuelo como mi papá eran súper melómanos. Mi abuelo siempre escuchaba mucha música clásica. Mi papá estaba muy metido en la música experimental, tenía discos de Karlheinz Stockhausen y de rock progresivo alemán, Tangerine Dream y esas cosas que me encantaban. Eso fue de chavo, a los nueve o diez años. Mis papás siempre estuvieron separados. Podía ir a casa de mi papá y llevar a mis cuates; tenía un mueble lleno de discos y un súper equipo de sonido. Allí íbamos a oír música y eso. Para mí siempre fue una relación súper chida con la música. Mi mamá también oía música todo el tiempo. Pero la verdad, a partir de que tuve trece, aparecieron las computadoras personales y yo estaba al cien por ciento en la compu. Me tardé más o menos hasta 1987 para darme cuenta —un día que estaba leyendo una revista de música, los sintetizadores y la compu— de que existía el MIDI. Yo pensaba estudiar piano y noté que se podían conectar las dos cosas. De repente se me abrió un mundo genial. Llegué a la música por las computadoras, a diferencia de muchos de mis colegas que hacen electroacústica, que estaban en la música y se van a la computadoras. La parte tecnológica siempre me atrajo. Cuando empecé a estudiar música, lo primero que hice fue convencer a Maria Antonieta Lozano, la directora de mi escuela, de que podría diferenciarse de todas las escuelas con un laboratorio de música… Yo ni siquiera sabía que se llamaba electroacústica, le decía “música por computadora”. Ella invirtió una lana, diseñamos un estudio y me dijo: “Pero solamente si tú te encargas de que funcione y de que todos puedan hacer sus partituras”. Me dio una beca y yo estaba ahí cuatro o cinco horas al día, ayudando y dando una clase a cambio de estudiar en el CIEM. Estaba todo el día con las computadoras, programando. Ahí seguí hasta que acabé la licenciatura. Luego con Mario Lavista igual. Nada más que como Mario no hacía nada de tecnología, un día me dijo:
—Bueno, ya. No tengo ya nada más que ver contigo. No entiendo nada, ¿por qué no te vas?
—¿Pero a dónde?
—Vete con Javier Álvarez.
—¿Y ese quién es?
—¿Cómo que no sabes quién es Javier Álvarez? ¡Si es la música más interesante por computadora! Escríbele, llámalo a este número y escríbele.
Entonces le mandé un fax, porque Javier vivía en Inglaterra. No me contestó. A las dos semanas me dice Mario:
—¿Qué pasó? ¿Qué haces aquí? ¿No que ya te ibas con Javier?
—No, pues no me ha contestado.
—¿Cómo que no te ha contestado? Para mañana te contesta.
Y ya me contestó Javier, súper buena onda. Así fue como comenzó mi conexión con él para irme a estudiar a Inglaterra. Yo ya hacía puras piezas mixtas, pero estudiando con otras personas. Tiré un choro muy largo, pero mi llegada a la música fue desde las computadoras.
Cuando viajaste a Inglaterra, ¿cuál era tu interés, tu búsqueda sonora?
¿En ese momento? Estaba muy en esto de grabar. Tenía un DAT (grabadora) y lo escondía… tuve una beca de Jóvenes Creadores poco antes de irme a Inglaterra. Fue la primera vez que tuve una. En ese momento grababa, escondía micrófonos e hice Manifiesto (1998), mi primer disco, que eran puros micrófonos escondidos e instrumentos arriba, con poco procesamiento. Una de las obras la hice en una residencia en Italia, en un estudio de Milán. Estaba descubriendo este mundo de conectar las dos cosas. Pero estaba cien por ciento en el paisaje sonoro. Hice una pieza en la selva Lacandona, grabando 24 horas de los animales y después los helicópteros. Los combiné, no es que estuviera en la zona de guerra con los zapatistas, pero armé un paisaje sonoro de ese tipo para una pieza de ensamble. Estaba muy metido en eso: poca síntesis y mucho paisaje sonoro.
Otro maestro importante para ti fue Denis Smalley. Aunado a las enseñanzas de Álvarez, ¿cómo cambió tu perspectiva respecto a la composición musical?
Me fui a Inglaterra y no entendí bien que Denis y Javier se conocían hasta que llegué allá. Incluso fui a hacer mi entrevista para estudiar con Denis sin saber que eran muy amigos. Fui, hice mi examen, apliqué a la beca del FONCA y tenía la esperanza de entrar en la universidad y estudiar con Javier aparte. Cuando por fin me dieron la beca para estudiar con Denis, no me contestaba, me decía que estaba entre los finalistas, pero Denis no me contestaba. Hasta que ya me aceptaron en otro lado y le dije:
—Denis, me voy a ir para acá.
—No, no, no. Ya está, vente aquí.
Y cuando me reuní con Denis, me dijo:
—Ya revisamos bien. Nos tardamos un poco porque organizamos un programa especial para ti, en el que puedas estudiar con Javier Álvarez.
—¡Qué maravilla! ¡Qué bien!
—Nosotros lo vamos a pagar. Nosotros le pagamos a Javier para que puedas trabajar conmigo y con él.
Pero de eso me di cuenta hasta que llegué. Yo tenía la esperanza de buscar a Javier aparte. Eso me transformó, porque Denis me dijo que con él iba a aprender todo para entender los timbres, la teoría, escribir mi tesis, componer acusmática. Y todo lo que tuviera que ver con lo mixto y la composición, semana tras semana, con Javier. Iba una vez a la semana al estudio de Javier a tomar clases y el resto estaba en la universidad con Denis y con Simon Emerson, que era el otro profesor. Ahí se me abrió el mundo. Lo primero que me dijo Denis fue: “Vamos a hacer una sesión de estudio. Tú y yo al estudio, toda una mañana para encontrar timbres. Tráete todo lo que te parezca sonoramente interesante”. Me enseñó a poner micrófonos, a escuchar. Empecé a dejar el paisaje sonoro y a meterme en el diseño tímbrico. Con Javier empecé a estudiar la interacción de los instrumentos y a oír música. Me pusieron a hacer análisis. Tuve que hacer un examen para pasar de la maestría al doctorado, analizando desde Papalotl (1992), de Javier, hasta piezas de Saariaho, de ensambles grandes y eso me ayudó muchísimo. También iba a conciertos todos los viernes.
Tomé una frase de Debussy que citas en tu libro: “La música fue creada para reflejar el misterioso acuerdo que existe entre la naturaleza y la imaginación”. ¿Cómo habitas ese reflejo?
Hoy, después de todo este tiempo, creo que ya encontré un lugar intermedio que me gusta más. Estoy menos preocupado por esos límites un poco impuestos de dónde salen los materiales; que si son de la naturaleza, que si son diseñados, que si son síntesis, que si están relacionados con algún lenguaje electrónico. La verdad es que eso ya me preocupa poco. Todos los sonidos, todo lo que he estado trabajando en los últimos años, desde la pandemia para acá, son interacciones diseñadas, totalmente controladas, que siempre las estoy confrontando con gestos de la naturaleza. Son más como si estuviera tratando de escribir, del instrumento a la computadora, algo que oigo naturalmente, como tratando de imitar esa relación con la naturaleza. Siento que ahí es donde lo habito.
Debussy empleaba los poemas de Verlaine y de Mallarmé para crear sus imágenes sonoras. ¿De qué manera diseñas tus sonidos?
Va cambiando por piezas, no tengo un sistema permanente. Primero, casi todas las piezas que hago están ya pensadas en un intérprete, no siempre en un concierto, pero sí en un proyecto. Eso me ayuda mucho, porque cuando trabajo con intérpretes que ya conozco, como Wendy Holdaway (fagot), Iván Manzanilla (percusión) o Alejandro Escuer (flauta), conozco muy bien sus lenguajes y son piezas para las personas, no para los instrumentos. Cuando compongo para intérpretes que no conozco, siempre necesito su ayuda y trabajo mucho con ellos. “A ver, grábame algo, toca algo, ¿por qué no me mandas unas piezas que te gusten?”. Trato de involucrarme más con la persona que con el instrumento, después resuelvo lo técnico. Eso me gusta mucho, lo disfruto. También muchas veces comienzo desde el título. Tengo una libreta que ahora está mi teléfono, con títulos y conceptos de obras que todavía no tienen instrumento ni proyecto. Todo el tiempo tengo carpetas con ideas de títulos, de obras, de gestos, de sonidos, que de pronto siento que funcionan para un proyecto, y entonces los trato de resolver.
Hace tiempo te pregunté sobre las nuevas tecnologías y me respondiste que han existido siempre. Ponías de ejemplo al piano, que alguna vez fue una nueva tecnología para su momento. Bach rechazó el pianoforte, pero Mozart lo abrazó e hizo suyo; nació una tradición del instrumento. Creo que lo mismo pasa hoy con las computadoras y otros dispositivos como los teléfonos celulares. ¿Cómo percibes ese desarrollo?
Por lo menos en mi caso, soy de una generación que no nació con la tecnología digital, sino con la análoga, soy el último momentito de eso. No es que aprendiera a cortar cinta ni me preguntara si se valía hacer un sonido u otro, si yo era electrónico o concreto. Nunca me pasó eso ni tuve que confrontarme con esa parte. Además, ser mexicano te elimina por completo de esa responsabilidad, me ha quitado mucho peso de encima. Por otro lado, creo que la tecnología cada vez es más transparente. Les seguimos diciendo “nuevas tecnologías”, diciendo “música por computadora”, pero hoy todo es por computadora. Usar la herramienta en sí misma no te define una estética o un lenguaje. Si yo ahorita me volteo y escribo un poema en Word, no es un “poema electrónico” porque lo hice en la herramienta electrónica, es un poema y ya. Creo que la música está llegando a ese camino: puedes escribir una partitura en la computadora y que el concepto sea totalmente instrumental o puedes escribir a mano y que el concepto sea tecnológico, como lo son los espectralistas. Siento que conmigo la herramienta se ha hecho más transparente. Las tres, cuatro, cinco o diez cosas que utilizo para todas mis obras son un poco las mismas. No estoy todo el tiempo buscando aplicaciones y nuevas maneras de hacer rarezas, no soy así. Siempre estoy experimentando, tengo aquí mis sensores y todo, pero a la hora de componer escribo mi partitura y las cosas son fijas. Me gusta experimentar en generar los materiales, no en experimentar la pieza. Todas mis obras son cinta sola o mixta, pero nada muy complicado. Y siento que ahí, ya después de treinta años, no sólo yo, sino en el mundo, hacer piezas mixtas ya no tiene nada de nuevo; tecnológicamente es muy atrasado si ves lo que se hace hoy en día con Internet, con la inteligencia artificial, con la interactividad. Estoy tan atrasado como si quisiera componer para clavecín cuarenta años después de la invención del piano. Eso me gusta, lo disfruto, porque te vas apropiando de la herramienta.
¿Los sistemas actuales de reproducción afectan a las nuevas formas de componer?
Sí, totalmente, afectan y lo hacen de dos maneras. Hay un grupo de compositores que trata de ignorarlo y entonces se encuentran con la idea de que están componiendo independientemente del proceso de reproducción. Compositores que hacen música en ocho canales, que tratan de hacer cosas interactivas, pero que después las distribuyen en Bandcamp, en dos canales, ¿me explico? De alguna manera sacrifican la idea final de la obra para que pueda reproducirse en los medios masivos actuales de Internet. Y están los otros que toman eso para componer, que dicen: “¿Qué sentido tiene? Voy a hacer mi pieza mixta en estéreo”.
Pero sobre todo (me incluyo) estamos quienes tomamos en cuenta que la masterización se tiene que hacer para dispositivos móviles. Y hay otros que no, que no tienen versiones para esos dispositivos. Yo sigo pensando en hacer discos. Aunque no los haga físicamente, conceptualmente son una serie de obras con una línea curatorial, que ya no tienen que durar setenta minutos, pero que son todavía un concepto de disco, del medio de reproducción extrapolado a Internet. Y no veo lo mismo con mis estudiantes, no hay tal cosa. Ni siquiera se lo preguntan porque ni siquiera vivieron el disco. Ahora todo son sencillos, piezas, combinaciones, improvisaciones y el medio de reproducción en sí no los afecta conscientemente, porque hasta que no cambie y ellos se den cuenta de que pertenecen al anterior, no se van a dar cuenta del impacto que tiene sobre ellos. Ahora me doy cuenta del impacto de los medios de reproducción anteriores, al tenerme que adaptar a los nuevos.
Además de tener los conocimientos musicales, técnicos, ¿crees que un buen compositor también debe formarse en el tema de tomar decisiones?
Eso es de personalidad. Conozco muchos compositores, amigos cercanos, que son “dudo y luego existo”. Que justo esa pregunta y esa reflexión constante sobre lo que están haciendo los vuelve atractivos e interesantes de escuchar. Y hay otros compositores que no, yo me considero un poco más así. Una vez que me cuesta trabajo hacer algo, cualquier cosa que quiera explorar o arreglar de mi pieza, la hago en la siguiente. Siempre intento que mi pieza más reciente sea la que más me gusta, no sé si la mejor o no, pero la que más me gusta. Eso es lo que a mí me satisface, no siempre lo logro, pero es mi intención. Y muchos otros compositores no, para ellos cada pieza tiene que ser la mejor técnicamente, en todos sentidos, y sufren mucho con las decisiones y se tardan mucho más. Yo no sufro tanto con las decisiones.
Hay una imagen que el maestro Javier Álvarez me compartió: cuando era niño, abría y cerraba las llaves de las tuberías de su casa para escuchar sus sonidos. A modo de metáfora, ¿debemos ir en ese camino de abrir las llaves de nuestros sonidos, dejarnos de prejuicios y complejidades?
Es una analogía muy buena la que haces con esa historia de Javier, pero yo siento que esa idea de descubrir sonidos es más natural de lo que creemos. El problema es el ruido. El ruido constante en todos lados, que está tapando y te está atacando. Entonces aprendes a protegerte de él y es lo que hace que dejes de escucharlo. En la calle, en la combi, en el restaurante, en todos lados. Se requiere un proceso mental, una especie de entrenamiento para entender los ruidos, desde el punto de vista estético, pero al mismo tiempo para entender no cómo te conviertes en algo que no está siendo atacado constantemente por el ruido, sino dónde puedes discernir e inspirarte a partir de eso. Es lo que creo que hay que hacer, entrenar ese proceso de diferenciar, de saber cancelar el ruido, pero también saber enfocar la escucha creativa de lo que hay a nuestro alrededor, desde un concierto hasta la calle. Creo que eso es muy importante y es bien difícil, porque incluso, vienes a un concierto, en una situación perfecta, pasan cuatro minutos y ya estás con la cabeza en otro lado, pensando en lo que tienes que hacer mañana. Ese ruido constante, estamos tan afectados por él, que lo difícil ya no es ser como Javier de niño, descubriendo, sino que, cuando somos grandes, hay que aprender a controlarlo y verlo de otra manera, porque está encima.