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Todos deberíamos ser feministas

En esta obra breve, Chimamanda Ngozi Adichie aborda los micromachismos que todavía viven las mujeres en su cotidianidad, e invita a educar a ambos géneros de modo que no deban encasillarse en cumplir con lo que supuestamente es femenino o masculino.

Chimamanda Ngozi. Imagen: chimamanda.com

Chimamanda Ngozi. Imagen: chimamanda.com

RUTH CASTRO

Cada año, previo al 8 de marzo, me pregunto qué tanto puede apreciarse si vivimos en una sociedad más igualitaria, qué tanto hemos avanzado en derechos para las mujeres, sobre todo, qué tanto, en el día a día, logro percibir que el mundo vaya cambiando. No dudo que hay avances en todos los campos. Las mujeres seguimos incursionando y abriendo caminos para nosotras mismas donde antes no los había. Sin embargo, sigue resultando desolador escuchar diariamente un comentario, observar una reacción, que me recuerda que en la mente de muchos y muchas, las mujeres valemos menos, somos menos capaces, necesitamos protección, y que se asuma tan fácilmente que la violencia está justificada porque no debíamos estar en tal lugar, porque nosotras nos lo buscamos.

Insisto en que es y seguirá siendo indispensable dialogar, poner ejemplos, tener referentes diversos, reflexionar acerca de todo aquello que creemos que es “normal”, todo lo que al crecer damos por hecho: que si los hombres son de un modo y no pueden cambiar, que si las mujeres deben hacerse cargo de esto o lo otro; incluso creer que esos roles de género le gustan a quienes los desempeñan sin chistar, porque así es, porque así lo vimos en casa, porque así nos lo enseñaron.

Si voy a seguir insistiendo en el diálogo y la reflexión, por lo menos en los espacios en que me desenvuelvo, pienso a menudo en los libros que cuestionan esos roles de género, en los más sencillos de entender, en los que pueden leerse en voz alta en una charla de sobremesa. Un libro sencillo, ameno, de ejemplos claros, pero con la suficiente fuerza que pueda dejar pensando a quien sea, no importa qué tan machista o misógina haya sido su educación y su socialización, no importa la edad que tenga.

MICROMACHISMOS

La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie ha escrito una obra breve que cumple con lo anterior: claridad, sencillez, amenidad y fuerza. Todos deberíamos ser feministas apareció en español editado por Random House en 2015, y desde entonces se ha convertido en ese texto que puede recomendarse a un amplio público, a todo aquel que quiera acercarse al feminismo.

Chimamanda introduce al tema hablando con humor sobre todas las connotaciones negativas que tiene aún, para demasiada gente, la palabra feminista: que si son mujeres infelices que no encontrarán marido, que si odian a los hombres, que si creen que las mujeres deben mandar siempre, que si no llevan maquillaje, que si no se depilan, que si siempre están enfadadas, que no tienen sentido del humor y un largo etcétera.

En los siguientes capítulos cuenta historias personales que dan ejemplo de lo que social y culturalmente se asume como normalidad. “Si hacemos algo una y otra vez, acaba siendo normal. Si vemos la misma cosa una y otra vez, acaba siendo normal. Si sólo vemos hombres presidiendo empresas, empezará a ser ‘natural’ que sólo haya hombres presidiendo empresas”. Se dirá que una mujer no puede tener un cargo de alto mando porque no está preparada para ello, como si todos los hombres que cubren esos cargos hubieran nacido con las habilidades y no fuera fruto de su empeño y experiencia.

Entre otras cuestiones, aborda la dificultad de hacer entender a los otros/as que creen que las mujeres en el siglo XXI ya no vivimos en un mundo desigual. Narra la plática de un amigo que le decía: “No entiendo a qué te refieres cuando dices que las cosas son distintas y más difíciles para las mujeres. Tal vez lo fuera en el pasado, pero ahora no. Ahora las mujeres ya lo tienen bien”. Y cuando salen de cenar, ella da dinero al joven del valet parking, pero el chico no la mira y le da las gracias al amigo que la acompaña. Ella explica todos esos pequeños mensajes, tan pequeños que los dejamos pasar. El chico que acomoda los carros cree que aunque una mujer saque dinero de su bolsa para pagarle, este proviene siempre del hombre.

Esto me hace recordar la escena que vivo seguido al cenar con mi pareja. La mayoría de las veces entregan la cuenta a él aunque yo sea quien la pida. Y no importa si yo pago, él paga o cada uno pone una parte. Los meseros/as, las más de las veces, regresarán el cambio de su lado de la mesa. Aunque esto se defienda diciendo que son normas sociales y caballerosidad, el mensaje sigue siendo el mismo: los hombres son los que tienen el dinero. Y no se trata de demostrar que no es así, que ambos trabajamos, sino de lo que simbólicamente se sigue haciendo y reforzando en pequeños pensamientos y acciones, y lo que esos pequeños pensamientos juntos terminan haciendo en la mente y en las decisiones de la gente.

EL PODER DE LAS PALABRAS

Otro de los temas sobre los que narra la autora es la rabia. Cuenta que ha escrito artículos sobre la injusta situación de las mujeres en su país, y que le han comentado que no debería haberlos escrito con tanta rabia. Ella dice que esta emoción tiene una historia de propiciar cambios positivos, y que además no sólo siente rabia, también tiene esperanza, porque cree firmemente en la capacidad de los seres humanos para reformularse a sí mismos y mejorar.

Imagen: Freepik
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Lo que entre líneas está en el comentario de quien le dijo que no debía escribir con tanta rabia es, más bien, que la rabia es particularmente indeseable en una mujer, porque resulta amenazadora. Yo agregaría que porque va en contra de los adjetivos “femeninos” aceptables de docilidad, fragilidad, amabilidad, que tendría toda mujer que se precie de serlo. Y este asunto abre otro tema, precisamente el de las cualidades en un hombre que son defectos en una mujer. A un hombre que es directivo se le aprecia por ser disciplinado, claro, directo, por actuar en ocasiones con dureza; mientras que una mujer en el mismo cargo y con las mismas características será agresiva, rabiosa, dura, en un sentido negativo.

Las historias de Chimamanda que ejemplifican, a grandes rasgos, escenas de micromachismos en la cotidianidad, la llevan a pensar demasiado en lo que será materia de otro de sus libros: cómo educar en el feminismo. Sobre esto dice: “Me gustaría pedir que empecemos a soñar con un plan para un mundo distinto. Un mundo más justo. Un mundo de hombres y mujeres más felices y más honestos consigo mismos. Y esta es la forma de empezar: tenemos que criar a nuestras hijas de otra forma. Y también a nuestros hijos.”

En lo que esboza sobre educación feminista reflexiona acerca de lo negativo que ha resultado criarlos bajo la idea de que deben caber en una cajita llamada masculinidad, en la que se enseña a tener miedo a la debilidad y a la vulnerabilidad, y en que finalmente terminan padeciendo esa vulnerabilidad que temen por el peso de otras presiones masculinas: tener éxito, ser solventes, responsables, ganar más y mantener a una familia. Por su parte, a las niñas se les enseña, en general, a encogerse, a tener poca ambición y no demasiado éxito.

La autora destaca la importancia del lenguaje, de ser consciente de las palabras que empleamos continuamente para llamar a las cosas y a las situaciones. Nombrar es importante, nombrar visibiliza, porque “lo que no se nombra no existe”. En otro sentido, elegir no volver a usar palabras cargadas de misoginia es un acto de conciencia y un acto político, es ayudar a que esos términos desaparezcan, primero del vocabulario y después de los pensamientos de las personas, empezando por una misma, uno mismo. Aparte de leer a Chimamanda (y a otras autoras), recomiendo el ejercicio de analizar las palabras que empleamos para nombrar, para ofender, y las creencias detrás de cada una de ellas. Y recomiendo también buscar a las personas o espacios donde es posible dialogar sobre esto.

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