Un nuevo régimen
El país está viviendo un cambio de régimen. Las decenas de reformas constitucionales lanzadas por el expresidente Andrés Manuel López Obrador el 5 de febrero pasado, a las que la presidenta Claudia Sheinbaum ha dado continuidad, han significado, en palabras del coordinador de los diputados de Morena, Ricardo Monreal, la transformación más profunda de México en 200 años de historia independiente. El diputado afirmó que esto se logró gracias a que el pueblo otorgó a los partidos del gobierno una mayoría calificada en el Congreso.
En realidad, el pueblo sabio sólo le dio a Morena el 40.84 por ciento de los votos en la elección para diputados, al Partido Verde Ecologista 8.39 por ciento y al Partido del Trabajo 5.47 por ciento. Los partidos del gobierno juntos acumularon en la votación una mayoría simple de 54.7 por ciento. Sin embargo, a través de maniobras, como el trasvase de diputados, lograron que las autoridades electorales les aceptaran 364 diputados, 72.8 por ciento del total de 500, pese a que lo prohíbe la Constitución… por lo menos a los partidos individuales. En el Senado, la coalición gubernamental obtuvo 55.09 por ciento de los votos, pero las autoridades electorales le dieron 83 escaños, 64.8 por ciento, menos que el 66 por ciento más uno de la mayoría calificada. Para lograr esta compraron dos senadores del PRD, para llegar a 85, o 66.4 por ciento, y presionaron a algunos senadores de la oposición para que no se presentaran el día en que se votó la reforma judicial.
Con esta débil legitimación, y pese a haber violado repetidamente los procesos legislativos, el gobierno ha logrado la aprobación no sólo de la reforma judicial, sino de otras iniciativas que cambian fundamentalmente nuestro sistema jurídico. La iniciativa de “supremacía constitucional”, que impide a los gobernados impugnar las reformas constitucionales que está haciendo el gobierno, pone el último clavo en el ataúd del viejo sistema y entrega un poder absoluto al gobierno y sus partidos.
Estamos regresando a los tiempos del gobierno todopoderoso, esos que el expresidente Andrés Manuel López Obrador vivió en su juventud cuando ingresó al PRI. La presidenta Sheinbaum y sus sucesores podrán hacer los cambios que quieran en la Constitución sin tener que negociar con la oposición, sin permitir siquiera a los legisladores el tiempo para leer las iniciativas y considerar las consecuencias. El régimen democrático en el que vivimos desde 1988, cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría calificada en el Congreso, y que obligaba a los presidentes a tomar en cuenta las perspectivas de la oposición, ha terminado. Hemos regresado a los tiempos de la presidencia imperial.
¿Se convertirá esta nueva presidencia imperial en una tiranía abierta? Mucho dependerá de la presidenta Sheinbaum o de quienes la sucedan en el futuro. La jefa del ejecutivo tiene hoy todas las herramientas legales para gobernar por decreto, como los dictadores, aunque con la posibilidad de ordenar que sus decretos se conviertan en letra constitucional. Puede decidir ser una tirana o una déspota ilustrada: gobernar como monarca absoluta, pero con magnanimidad. Tanto ella como sus sucesores, sin embargo, pueden volverse tiranos porque es lo que hoy permite la ley.
Es triste que estemos entrando a un régimen en que los gobernados tendremos que suplicar clemencia o razón a los gobernantes. Nos habíamos acostumbrado a que era un derecho nuestro cuestionarlos o usar la ley para hacerlos entrar en razón. En este nuevo régimen, no tendremos más derecho que callar y obedecer.
