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En el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, es fundamental visibilizar las diversas formas de violencias para poder identificarlas y erradicarlas.
La investigadora social española Cristina del Barrio y sus colaboradores definen la violencia como la agresión ejercida por una persona con el fin de lastimar física, mental o materialmente a otra. Sin embargo, hablar de “la violencia” de forma singular resulta limitado, ya que existen múltiples maneras de ejercerla. Por ello, se propone referirse a estas como “violencias”.
También, en este día resulta necesario enunciarlo como “mujeres” y no como “mujer”. Este enfoque plural permite reconocer la diversidad de experiencias y de formas de ser mujer, visibilizando las diferentes situaciones que ellas enfrentan.
Las violencias contra las mujeres suelen ocurrir en los espacios privados e íntimos, especialmente en el contexto de las relaciones amorosas. La investigadora Arianna Márquez señala que estas agresiones están ligadas a interpretaciones erróneas del amor, mientras que Melissa Fernández y Ricardo Ayllón sostienen que están conectadas con concepciones tradicionales de la masculinidad. Además, una vez que aparecen, tienden a repetirse e intensificarse. Por otra parte, también es común que los agresores culpabilicen a sus víctimas, perpetuando un ciclo de abuso.
Cuando se habla de violencias hacia las mujeres, es común centrarse en las formas físicas, psicológicas o emocionales, dejando de lado otras igualmente relevantes y presentes, como la económica y patrimonial. Estas ocurren con frecuencia en el contexto del matrimonio o la unión libre, y suelen ser menos reconocidas y discutidas.
Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH, 2021), en Coahuila, el 72.3 por ciento de las mujeres de 15 años o más ha experimentado algún tipo de violencia. El 32 por ciento ha sufrido específicamente violencia económica o patrimonial al menos una vez en su vida, y el 19 por ciento la experimentó en el último año. Estas cifras reflejan una problemática persistente que requiere atención urgente.
De acuerdo con ONU Mujeres, la violencia económica se manifiesta a través de acciones u omisiones que afectan la estabilidad financiera de la víctima, con el objetivo de que dependa económicamente del agresor. Esto implica el control de los recursos sin su consentimiento. Por otro lado, la patrimonial se da cuando se alteran, retienen o destruyen bienes y documentos, afectando directamente el patrimonio de la víctima.
En el ámbito matrimonial, estas formas de violencia suelen presentarse de manera sutil pero sistemática. La investigadora Arianna Márquez explica que frecuentemente se inician limitando el acceso de la mujer a los recursos económicos bajo el pretexto de “proteger” o “administrar mejor” los ingresos del hogar. El agresor asume el control absoluto de las finanzas, relegando a la mujer a un rol de dependencia económica. La cultura patriarcal refuerza estas prácticas, normalizando la idea de que es el hombre quien debe gestionar los recursos, mientras la mujer queda subordinada.
Muchas veces, este control financiero no se percibe como violencia debido a las concepciones tradicionales del matrimonio, que exaltan el sacrificio y la entrega como virtudes femeninas. En este sentido, la docente e investigadora Melissa Fernández y el investigador social Ricardo Ayllón argumentan que estas normas de género sugieren que las mujeres deben priorizar el bienestar del hogar sobre sus propias necesidades. Así, cuando se les niega el acceso a sus ingresos o a los bienes familiares, esta situación se considera parte de los roles matrimoniales, en lugar de ser identificada como una manifestación de violencia.
El impacto de estas situaciones es profundo, ya que limita el desarrollo personal de la víctima. La falta de independencia financiera restringe la capacidad de decidir sobre su vida y bienestar: desde elegir libremente a dónde ir y qué consumir, hasta planificar un futuro acorde a sus intereses y necesidades. La manipulación de los recursos monetarios se convierte en una herramienta de control que refuerza una dinámica de poder desigual, afectando la autoestima y la capacidad de tomar decisiones autónomas.
La dependencia económica crea una relación desigual de poder, donde la víctima se encuentra subordinada y sin recursos para escapar de situaciones de abuso. Esta subordinación sostiene un ciclo de violencia difícil de romper. La falta de acceso a los recursos limita las opciones de la mujer y puede tener repercusiones negativas en su salud mental y emocional, afectando incluso su bienestar físico.
En las relaciones de noviazgo heterosexual, la desigualdad estructural coloca a las mujeres en una posición de mayor vulnerabilidad. Fernández y Ayllón explican que esta desigualdad hace poco frecuente que se considere violencia de género cuando el afectado es un hombre. Aunque ambos sexos pueden experimentar agresiones en el noviazgo, las condiciones sociales mencionadas dificultan clasificarlas como violencia de género en el caso de los hombres, especialmente en relaciones heterosexuales.
En resumen, la violencia económica y patrimonial es una forma de abuso que, a menudo, pasa desapercibida, encubierta por prácticas normalizadas en nuestra sociedad. Reflexionar sobre estos patrones y reconocer su impacto en la vida de las mujeres es un primer paso necesario hacia el cambio. Romper con estas dinámicas implica cuestionar las estructuras patriarcales que justifican el control económico como una muestra de poder. Como sociedad, debemos abogar por relaciones equitativas donde todas las personas puedan ejercer su autonomía y participar plenamente en las decisiones que afectan su vida y su bienestar. Sólo así podremos avanzar hacia una cultura de respeto e igualdad, eliminando estas formas de violencia que impiden el desarrollo pleno de las mujeres.