Conversación en La Catedral
En noviembre pasado, Mario Vargas Llosa estuvo de visita en el Perú. Se sabe que en Lima visitó el sitio donde estuvo un bar llamado La Catedral, que dio origen a uno de sus libros más emblemáticos, publicado en 1969. Así que hoy tomaré esa visita como pretexto para abordar la monumental novela de 734 cuartillas, 57 personajes y 28 capítulos, donde Vargas Llosa nos muestra un viaje individual y colectivo hacia la corrupción.
Conversación en la Catedral tiene como protagonista a Santiago Zavala, joven treintañero que emprende un repaso por los momentos clave de su vida en busca del error que lo ha llevado a ser un tipo que se juzga a sí mismo como mediocre y sin ambiciones: la adolescencia y la elección de carrera, una etapa de primera juventud ligada al comunismo, el posterior desencanto de la utopía, el paso a la edad adulta para terminar como periodista en un diario de segunda.
Santiago hace este repaso de su vida sentado en una mesa del bar La Catedral, bebiendo unas cervezas con el negro Ambrosio, el antiguo chofer de su padre, con quien se ha topado por casualidad tras muchos años de perderse la pista. Así, en una charla que salta de los amores frustrados a la corrupción política pasando por la aridez de los sueños revolucionarios, el asesinato y los conflictos familiares, expone al lector a una historia en la que nadie se salva: el Perú entero se ha jodido en un proceso de descomposición irreversible.
¿Cuándo se jodió la cosa? Se pregunta Zavalita, ¿fue cuando optó por la educación pública en San Marcos y no por la universidad particular en La Católica? ¿O fue cuando la ingenuidad lo llevó a conspirar en revoluciones de café, a creer en una emancipación imposible, en una sociedad más justa? ¿O tal vez fue antes, cuando decidió que no quería ser como sus padres, que la felicidad acomodada no era lo suyo? Para Santiago, la vida parece no tener sentido: trabaja en algo que no le satisface, necesita sobrevivir, aunque no sabe para qué. No cree en Dios, ni cree en la revolución, ni sueña con la posibilidad de construir un mejor lugar. No tiene hijos y no quiere tenerlos. ¿Cómo explicarles después que el mundo no es un lugar agradable, que a veces no es siquiera un sitio soportable? No tiene fe en los demás, ¿por qué tenerla? Tampoco cree en él mismo, no sabe si alguna vez creyó. “Debían inventar una pastilla, un supositorio contra las dudas, Ambrosio —dice Santiago—. Fíjate qué lindo, te lo enchufas y ya está: creo”.
Como acostumbra el autor galardonado con el Premio Nobel de Literatura 2010, la novela está concebida como un entramado fino de dos o más situaciones paralelas: el tiempo nunca es garantía, el presente es futuro y el pasado está por llegar. Los personajes se encuentran y desencuentran sin puntos o paréntesis, sin espacios ni líneas conductoras, como sucede en la memoria. La contradicción humana es, simultáneamente, un punto de contacto y de discordia. Cayo Bermúdez, personaje indispensable para el desarrollo de la novela, es lo contrario de Zavalita: hace tiempo que no sabe si lo que hace está bien o está mal, pero no le importa, le basta con saber qué es lo que le conviene, y lo que le conviene es acumular cada vez más poder. A su manera, Cayo también es un escéptico, aunque no un desencantado inofensivo. Su falta de fe se resuelve con aplanadora: el mundo es una porquería, pero en esta porquería yo mando y los demás se callan. No hay héroes, no hay buenos ni malos, simplemente humanos.
Retrato certero de los procesos sociales ocurridos en América Latina, Conversación en la Catedral es una crónica con propiedades de espejo: al reconocer en el otro mis propios argumentos, la distancia se reduce y por instantes, el monólogo se hace diálogo. Y se trata justamente de eso, de conversar, no de resolver, ni de explicar, ni de condenar. Sólo de conversar una tarde, con unas cervecitas de por medio, en La Catedral.