Disenso no es conflicto
Todavía abundan las personas religiosas que afirman que los ateos genuinos no existen; aseguran que quienes dicen no creer en Dios, lo hacen por pura pose o mero esnobismo. Incluso aseveran que a la hora de la verdad, cuando la adversidad agobia, cuando el peligro es grande o la muerte es inminente, los ateos siempre acaban por implorar la protección divina. No obstante, la más elemental de las revisiones lleva a constatar que sí hay personas que en las circunstancias más difíciles y hasta en franca agonía mantienen su ateísmo. Expresar lo anterior es una perogrullada, pero es necesario decirla porque muchos vociferan a los cuatro vientos que es imposible que existan ateos. Tan temeraria declaración a todas luces es injusta ya que hace ver a los ateos como farsantes sin excepción
El célebre cosmólogo y divulgador científico, Carl Sagan, fue un ateo consecuente hasta el último momento de su vida. La galardonada autora Ann Druyan —su viuda— ha declarado que muchos cristianos le preguntaron si Carl tuvo una conversión religiosa antes de morir y sostiene que a todos les respondió que no. Druyan reporta que algunos reaccionaron con el máximo desprecio y le aseguraron que Carl Sagan ardería toda la eternidad en el infierno y amenazaron que lo mismo le pasaría a ella si no se convertía.
Por supuesto, ese tipo de creyentes que gozan proclamando los peores castigos para quienes no comparten sus creencias muestra la mayor incongruencia con el mensaje de amor cristiano. Se revelan como herederos de aquellos fanáticos que torturaban y quemaban a quienes no compartían sus dogmas.
Por otra parte, es justo reconocer que también existen ateos que se sienten con derecho de insultar y denostar a todas las personas que creen en Dios. Para tales ateos, profesar una religión será siempre sinónimo de ignorancia, de estupidez o de franca locura. Autores como Richard Dawkins, Cristopher Hitchens y Robert Maynard Pirsing alegan que cuando una persona sufre de una alucinación se le llama locura y cuando muchas personas sufren de una alucinación se le llama religión. Otros basándose en Marx pregonan que la religión es el opio de los pueblos porque embota la conciencia de los trabajadores y hace que se conformen con la explotación y la injusticia social. Sostienen que creer en Dios equivale a ser enemigo de la ciencia y del progreso. Insisten en que las personas cultas y razonables forzosamente han de ser ateas.
Los extremos se tocan y llegan a confundirse. El fanatismo religioso y el ateísmo beligerante ocasionan daños similares. La intolerancia caracteriza tanto a los creyentes fundamentalistas como a los cruzados del ateísmo. López Velarde tuvo razón en señalar que en México todavía se libra un combate entre jacobinos de la era terciaria y católicos de Pedro el Ermitaño.
Los fanáticos parecen ignorar que se puede llevar una vida ética sin necesidad de credos religiosos. Los ateos agresivos se empeñan en proclamar que creer en Dios equivale a negar el papel de la razón y aceptar el status quo.
Indudablemente, existe gente tolerante y sensata tanto entre los ateos como entre los creyentes. El sacerdote Anthony de Mello causó asombro al declarar que Bertrand Russell, filósofo, matemático y Premio Nobel de Literatura, era uno de sus tres autores predilectos. Russell fue un radical empirista que incluso escribió un libro titulado Por qué no soy cristiano, pero era razonable, abierto al diálogo y se asumía más como agnóstico que como ateo. Los agnósticos en la práctica no creen en Dios, pero respetan a quienes sí creen. Algunos ateos en cambio están prontos a entrar en una guerra sin tregua contra los creyentes. Dawkins, por ejemplo, promueve el ateísmo más combativo.
Hace años el escritor Umberto Eco y el cardenal jesuita Carlo María Martini, entonces arzobispo emérito de Milán, sostuvieron un debate sobre sus razones para no creer y sí creer en Dios. Expresaron sus convicciones y mostraron que las personas de buena voluntad pueden discutir sobre temas apasionantes sin rebajarse al grosero intercambio de descalificaciones. Sin duda, nuestro ríspido mundo saldría ganando si el espíritu de respeto y tolerancia de Umberto Eco y Carlo María Martini fuese emulado.