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Ganar la gloria
De las muchas y valiosas enseñanzas que me transmite Dante con sus libros Divina Comedia, Vita nova y Elogio de la lengua vulgar, una que admiro de modo especial es el cultivo de la autoestima alta, la ausencia de falsa modestia, el valor para el autorreconocimiento público de las cualidades. Conviene apuntar que los otros dos grandes de las letras del Renacimiento, Francesco Petrarca y Giovanni Boccaccio exigieron lo mismo para su ego. Como genios conscientes de serlo, Dante, Petrarca y Boccaccio no dudaron en ostentarse como hombres dueños de los motivos que los hacían admirables y, sin falsa modestia, pedían, exigían el reconocimiento, el homenaje que debían tributarles sus contemporáneos.
En cambio, quienes se ganan la gloria municipal —sustantivo y adjetivo de Ramón López Velarde—, cómo pueden atreverse a presumir, alardear de minúsculas, exiguas obras que atraen el asombro aldeano. Pues podemos atrevernos y nos celebramos. Por ejemplo, yo estoy celebrando los sesenta (60) años que llevo ejerciendo la palabra en las orillas del periodismo.
En 1965 empecé a trabajar de reportero en el diario El Día, de la Ciudad de México. Me asignaron fuentes de cultura y educación. Producto de llenar el cántaro de la información periodística en tales manantiales son cuatro recortes que guardé y que recientemente me saltaron al esculcar entre mis papeles para ir dando levedad al equipaje.
Se trata de una entrevista al poeta colombiano Jorge Zalamea, la nota de un homenaje a Diego Rivera en su Anahuacalli, por su aniversario 79, un reportaje y otra nota, ambos acerca de las ruinas de Tlatelolco, último bastión de la defensa de Tenochtitlan. Quizás me aficioné a los textos de tema prehispánico porque empezaba a descubrir la importancia del mundo náhuatl.
El deslumbramiento que me causaron las obras de los inmigrantes de Aztlan y Chicomóztoc, fundadores de lo que llegó a ser la maravillosa urbe asentada en una isla del Lago de Texcoco, daba luz a lo que yo escribía con sus brillos novedosos para mí. Me asombraron en el aniversario de Diego la recia majestuosidad del Anahuacalli; las danzas y la música de inspiración autóctona (caracoles, huéhuetl y teponaxtle, chirimías) y la identificación del público con todo ello (no pocos rostros nahuas).
El reportaje con que debuté en El Día tuvo la extensión de un robaplana, como se nombra al anunciote que ocupa casi toda una página del periódico. Sólo que mi robaplana, obviamente, fue al revés, es decir, el mayor espacio lo gozó mi texto y tres fotos que lo ilustraron; el menor la publicidad.
Aquel trabajo salió con la cabeza de “Tres culturas y dos razas” (todavía no era tan intenso el rechazo a la palabra raza y además el cabecero fue quien lo bautizó en la redacción). Bajo un sumario de cinco líneas, mi nombre y el epígrafe de versos nahuas, fluía el texto, interrumpido por una foto de la Plaza con las ruinas en primer plano; en segundo, el templo novohispano de Santiago; en tercero, modernos edificios de más de doce pisos.
Mi otro texto sobre Tlatelolco contenía la noticia de que en febrero de 1966 se deberían terminar las obras de exploración y restauración del área prehispánica a cargo del Instituto Nacional de Antropología e Historia y del arqueólogo Eduardo Contreras, quien me atendió.
El texto distinto, el de la entrevista con el escritor Jorge Zalamea, me puso en contacto con el militante de izquierda, Premio Lenin de la Paz, Premio de Ensayo de la Casa de las Américas y tiempo atrás, embajador de su país en México, además de muchos atributos y distinciones que el curioso puede encontrar en las redes.
Hasta aquí la comprobación de que el autoelogio en voz propia es vituperio. Felices sesenta (60) años de periodismo cultural pero también universitario, oficial, académico y de opinión politicopartidista, etcétera.