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Foto: El Universal/ Yaretzy M. Osnaya
Tuvo que parar un momento para contemplar el Zócalo repleto. Sonrió en silencio y alborotó sus delgadas canas con las manos, igual que hiciera con la abundante cabellera que lo volvió identificable allá por 1983, durante sus inicios como tecladista de Charly García. La sonrisa no envejece.
Aunque el argentino se entregó al público durante toda la noche, aquel instante fue distinto. Era suyo. Apenas se apagaban los acordes finales de “Dos días en la vida” cuando la brevísima pausa reveló la algarabía de la audiencia, que entonaba al unísono una declaración de entrega: “Oé, oé, oé, Fitó, Fitó”. Algo debe haber en escuchar el nombre propio clamado por más de 80 mil bocas, a los casi 62 años de edad y a más de siete mil kilómetros de Buenos Aires, su ciudad natal, que hizo al artista confesar al micrófono: “Esto me da muchísimo pudor”.
Pero el espectáculo había comenzado horas antes de aquella pequeña culminación. Aunque el cartel claramente anunciaba el evento a las 20:00 horas, los fanáticos más leales comenzaron a llegar poco después de mediodía a la plaza principal de la capital mexicana. Las primeras decenas de asistentes salieron desde las sombrías profundidades del metro Zócalo, directo a los inclementes rayos del sol cenital del día más cálido y despejado que había visto la Ciudad de México en semanas. La brasa celestial no era inconveniente. Una chamarra sobre la cabeza bastaba para hacer sombra hasta el atardecer.
Además de las enormes pantallas al centro y costados del escenario que eclipsaba la fachada de la Catedral Metropolitana, se instalaron otras en los cuadrantes más lejanos de la plaza y unas más en calles adyacentes, donde los comerciantes llegaron también desde temprano a ofrecer elotes, esquites, bebidas refrescantes, cigarrillos, dulces, binoculares y toda clase de mercancía con temática fitopaezesca: coloridas frazadas con el rostro del cantautor, stickers con las portadas de sus 28 álbumes de estudio, pósteres con versiones de Fito a cualquier edad (incluso de niño) y, por supuesto, el producto más popular entre los asistentes: playeras del Club Atlético Rosario Central con las palabras “Fito Páez” en frente y reverso.
LOS TELONEROS
A las 18:15, cuando el sol ya no calentaba, apareció en el escenario Juguete Rabioso, banda mexicana de rock contestatario (pero no tanto) que estuvo activa en los años noventa, cuando fue producida por el maestro Memo Méndez Guiu, responsable de otros fenómenos culturales como Timbiriche, Cantando por un sueño o la segunda temporada de la telenovela Rebelde. El clímax de su breve participación como teloneros llegó cuando interpretaron la canción “Mercenario” (de la que alguna vez Panteón Rococó hizo un cover) y se proyectó entre rechiflas y toda clase de repudios el rostro de Javier Milei, actual presidente de Argentina, famoso por sus recalcitrantes posturas misóginas, homofóbicas y antiderechos, por la múltiple clonación de su perro Conan (nombrado así por el personaje de Arnold Schwarzenegger) y su pasado como cantante de rock en la banda Éverest, formada, por cierto, en 1988, el mismo año que Juguete Rabioso. La banda se despidió diciendo que, a pesar de las décadas de calma, “el Juguete Rabioso está más vivo que nunca”. Vaya, igual que la ultraderecha.
El intermedio previo a la segunda y última banda antes del espectáculo principal fue excesivo. O al menos se sintió excesivo escuchar “Siguiendo la luna” de los Fabulosos Cadillacs una y otra vez en los enormes altavoces. Pero nada, ni eso, reducía la emoción colectiva.
Por fin apareció Rey Pila, proyecto actual de Diego Solórzano, antes vocalista y compositor de Los Dynamite. Ellos iniciaron con una canción completamente en inglés, luego tocaron una en español que en una parte dice “no sé qué decir”; después una más en inglés que habla de ser wild (salvaje). En otra destaca el mensaje “no me arrastres / a tu cueva / en tu castillo / haz lo que quieras”. Aunque las letras eran complicadas de seguir, algo estaba claro: todos se veían muy bien.
Tras la sesión de poesía bilingüe volvió la misma canción de los Cadillacs, aunque esta vez el tiempo se fue más rápido. Faltando unos segundos para las 20:00, una cuenta regresiva se expandió por el Zócalo. Tres, dos, uno… al llegar a cero, el griterío se generalizó. Un momento después se apagaron todas las luces.
EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR
Poco a poco se revela el escenario entre una iluminación completamente rojiza. Está casi todo el ensamble, sólo falta Fito. Lo primero que se escucha es una caja de ritmos digital. El público reconoce el beat inmediatamente y, con la precisión que sólo la música es capaz de transmitir y la intuición colectiva como única guía, el bullicio de miles de voces se organiza espontáneamente y en perfecta sincronización con la de un hombre que, desde fuera del escenario, plantea una hipótesis: “El amor después del amor / tal vez se parezca a este rayo de sol”. Es en la segunda vuelta de la canción que se incorpora la banda completa, las luces rojas se vuelven de colores y se revela frente al público la figura del personaje. Rodolfo, hijo de Margarita Ávalos, concertista de piano rosarina que murió de cáncer cuando el pequeño Rodolfito tenía sólo tres meses de edad; Fito, el niño huérfano que fue amorosamente educado por la tía Josefa y la abuela Delia, asesinadas ambas en un triple feminicidio en 1986 (también fue víctima Fermina Godoy, trabajadora doméstica) a manos de un excompañero de colegio del artista; Fito Páez, el ídolo argentino de los años ochenta que tiene el don de convertir los más miserables dolores en cantos de vida y esperanza, está parado justo en el centro del escenario.
Lleva unos lentes enormes, inmensa capa roja encendida y el cabello blanco y desordenado. La imagen completa de la banda es toda luminosa y de colores vivos. Lucen tal como suenan. En la voz de Páez hay alguna arruga normal por la edad, pero en general canta tal como se le escucha en los discos que grabó hace veinte, treinta años. Sorprende. Sin pausa, como en el álbum, inicia la segunda canción, “Dos días en la vida”, y, al terminar, el argentino tiene que parar un momento para contemplar el Zócalo repleto.
La sonrisa no envejece. Quizás envejece menos cuando la vocación de toda tu vida ha sido cuidarla. Cuidarla a través de compartir con el mundo todas las cosas que descubres que pueden nutrirla. Frente a todo. A pesar de todo. La canción de Fito no pretende ser sanadora en el sentido superficial que abunda en tantas celebridades. No es un coach disfrazado de poeta, su tono no es aleccionador ni moralista, sus estrofas no nos dicen que todo va a estar bien. La canción de Fito Páez sana porque brota genuinamente de su propia sanación; es optimista porque sabe muy bien que “no todo va a estar bien”. Canta de esperanza desde el lugar de quien la invoca porque necesita desesperadamente una. ¿Y quién de nosotros no busca desesperadamente una esperanza?
“Al lado del camino”, “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, “Cadáver exquisito”, “A rodar”… el repertorio estuvo compuesto por algunos de los sencillos más significativos de su prolífica trayectoria. El audio impecable, la iluminación en su sitio, la banda integrada por músicos extraordinarios. Lo de siempre. Por ese lado, esta podría ser la crónica de cualquier concierto de Fito Páez. Sin embargo, es la crónica de algunos sucesos del día en que Fito Páez, iniciando la sexta década de su vida, tuvo que parar un momento para contemplar el Zócalo repleto.
“Hay un boomerang en la city, mi amor / todo vuelve, como vos decís”.