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La Tijuana de Campbell
“No lo hace ni mejor ni peor el que un escritor se vaya o se quede de por vida en su pueblo o incluso en su barrio, en la misma calle que lo vio nacer. No es ni bueno ni malo”, sostiene Federico Campbell (1941-2014) en un artículo titulado Nuestra Ítaca, publicado en febrero de 2006. No obstante, también observó que lo más frecuente es que el escritor abandone la casa materna: el terruño, el hogar, la casa primigenia. En el mismo artículo aclaró que aun quienes se van siguen cargando con la ciudad que les formó, les dio primeras lecturas y experiencias formativas. Basta leer sus libros para darse cuenta de que su Ítaca, el sitio al que siempre habría de retornar, era Tijuana. A once años de su muerte, quiero evocar tres entre los muchos espacios de Tijuana que Campbell atesoraba en su memoria y que están presentes en su literatura:
1. La casa materna (Calle Río Bravo, frente a la escuela El Pensador Mexicano, colonia Revolución). En su autobiografía, Campbell recuerda una conversación con Sarina, su hermana, quien le cuenta: “A mi papá le dieron un dominio de terreno porque era empleado federal. Querían que todos tuvieran su casa propia. Así se fue formando Tijuana”. Corría la época de los bombardeos, de los simulacros en donde se apagaba la luz, y Sarina y el pequeño Fede corrían a esconderse debajo de la cama. También se estimulaba la creación de centros de alfabetización en todo el país, y Carmen Quiroz, madre de Federico, puso uno de estos centros en su casa, en un espacio que por la tarde se convertía en sala de estar.
Con la adolescencia, llegaron otras inquietudes. Federico lo recuerda en “Tijuanenses”, uno de sus relatos más célebres: “Entre la Segunda Guerra Mundial y la de Corea, mi madre daba clases en la Pensador, mi padre seguía en el telégrafo, mis hermanas ya trabajaban […] Distinguíamos claramente una Tijuana que no excedía los cien mil habitantes. […] Presentíamos nosotros que en el fondo plano del Valle y los cerros se vivían distintos modos de vida, innumerables tijuanas superpuestas, destinos muchas veces encontrados. Era una Tijuana adolescente”.
2. El antiguo Casino Agua Caliente. Inaugurado en 1927, era visitado sobre todo por ciudadanos estadounidenses que buscaban evadir la Ley Seca en su país. Además del casino en sí, el complejo contaba con aguas termales, alberca olímpica, hotel, campo de golf y una pista de aterrizaje. Fue cerrado en 1935 cuando el presidente Lázaro Cárdenas prohibió los juegos de azar. Por iniciativa del general Abelardo L. Rodríguez, las instalaciones fueron convertidas en escuelas primarias y secundarias, además de centro cultural y recreativo.
La literatura de Campbell está llena de alusiones a este espacio. Por ejemplo, en Todo lo de las focas la voz narrativa describe la experiencia de subir ahí en bicicleta: “a medida que remontaba la cuesta, el minarete del casino, allá abajo, en una demarcación aparte de la zona urbanizada, era el único punto de referencia de las ruinas de Agua Caliente”.
3. La línea fronteriza. Nacer y crecer a unos metros de la frontera con los Estados Unidos, en plena Segunda Guerra Mundial, le permitió a un joven Federico ser partícipe en carne propia de fenómenos fronterizos como el aumento y la complejización de las migraciones. La época le permitió también estar al tanto de ciertas dinámicas bélicas, como las previsiones ante la posibilidad de bombardeos en San Diego, así como el crecimiento de los hoy llamados poderes fácticos. En Regreso a casa, Campbell escribe: “Al principio nos movíamos en un mismo territorio, en ninguna parte delimitado por la “línea internacional”. Trasladarse del centro de Tijuana a un cine de Chula Vista no comportaba en la práctica franquear alguna barrera tangible […] A la vuelta de los años, y paradójicamente desde que entró en funcionamiento el Tratado de Libre Comercio, la muralla metálica y electrónica se ha ido ensanchando y alargando no como el proyecto de una arquitectura defensiva —no llega a ser arquitectura— sino como resultado de un constructivismo burdo, pragmático y “estratégico”.