Ilustración José Díaz.
En su cumpleaños 66, el poeta español Luis García Montero está en el vestíbulo del hotel Barceló de Guadalajara. Recibe abrazos de conocidos, buenos deseos, felicitaciones. El también director del Instituto Cervantes participa en la Feria Internacional del Libro y tiene la agenda repleta. Intenta driblar la premura, huir de la época que ha mercantilizado el tiempo, de la religión que sacraliza el instante. Le interesa conversar, por eso ha pedido adelantar la entrevista.
Nació en Granada, en 1958. Ese paisaje encuadra su infancia como una canción de Agustín Lara. Se recuerda en casa de sus padres, colándose en el salón de visitas, luego en la biblioteca, cuando curioso hurgó en el librero y extrajo un raro volumen de piel: Obras completas, de Federico García Lorca en editorial Aguilar. Por ellas anduvo como si las palabras formaran calles y dio con el poema “El lagarto está llorando”. Verso a verso lo cimbró la emoción. Asumió que aquellas lagartijas que solía cazar en el río Genil podrían tener familia e historias propias, que él podía mirar cosas debajo de la realidad.
Pasan de las diez de la mañana. Sube por el ascensor. El saco oscuro, la camisa gris. Los pisos se consumen hasta que la cabina se detiene. Entonces abren las puertas. Una sala de juntas. El poeta camina y elige un cubículo. Se adentra en él como si Prometeo sostuviera una antorcha encendida en la cueva de Platón. Seguro algo revelará, algo que hará bailar a las sombras.
“Me gusta hablar de un tiempo que tiene muy en cuenta la herencia, y que después sueña con hacer que, como una antorcha, ese fuego encendido pase a las generaciones siguientes para que el mundo siga caminando”.
Critica a los viejos que tachan de tontos a los jóvenes, pero también a las nuevas generaciones que pasan de aprender del pasado. En su obra teatral Prometeo (Alfaguara, 2012), propone el diálogo entre una versión anciana y otra joven del héroe griego. Él mismo tiene programado en la FIL un encuentro con mil jóvenes mexicanos y reconoce la herencia que le han dejado poetas como Federico García Lorca, Antonio Machado, Rafael Alberti, César Vallejo, María Teresa León o Miguel Hernández. Todos ellos asesinados o exiliados por la Guerra Civil Española. La muerte, dice, es un sentimiento muy fuerte.
En noviembre de 2021, un cáncer le arrebató a su mujer, la escritora Almudena Grandes. Acompañó su cuerpo hasta el Cementerio Civil de Madrid, ahí besó un ejemplar de su poemario Completamente viernes (Tusquets, 1998), dedicado a ella, y lo depositó en su tumba. Narró su enfermedad en Un año y tres meses (Tusquets, 2022). De Almudena aprendió que sin amor no hay admiración, que no es igual ser un derrotado que un desecho. Ante el triunfo de la muerte queda vivir con dignidad, dialogar con la memoria e imaginar un futuro habitable.
En Inquietudes bárbaras (Anagrama, 2018) tiene un ensayo titulado “La historia leída”, donde menciona a los poetas asesinados y exiliados por la Guerra Civil. ¿La historia reciente de España se imprime a través ellos?
Claro, ahí te puedo contar mi vida. Lorca nace en mi ciudad y tardo poco en descubrir que lo habían asesinado en la Guerra Civil, 22 años antes de que yo naciera. Iba al colegio y pasaba sin saber por casa de Fernando de los Ríos, que fue el profesor de derecho político de García Lorca en la Universidad de Granada, ministro de la república y quien encargó a Lorca la puesta en marcha de su grupo de teatro La Barraca. Yo no sabía que esa casa vivió esa historia. Iba a casa de mis abuelos y pasaba frente a la de la familia Rosales, donde Lorca se había escondido para que no lo mataran. Y me impactó leer un libro de Ian Gibson, el hispanista irlandés, donde estudiaba el golpe de Estado de 1936 y la muerte de García Lorca. Me di cuenta de todo lo que había debajo del silencio de mi ciudad. Luego me pongo a estudiar literatura por amor a los libros y a estudiar a Lorca, un fusilado de la guerra civil; a Antonio Machado, alguien que muere en Francia, exiliado, porque tuvo que huir después de la Guerra Civil; a Miguel Hernández, detenido y muerto en las cárceles del Franquismo; a María Teresa León y Rafael Alberti, una escritora y un escritor exiliados desde el 39, que volvieron a España en el 77, cuando yo estudiaba. Estudiar era estar en una universidad que luchaba por la democracia y que en el año 78 consiguió una constitución democrática. Para mí, votar por la democracia no era votar cada cuatro años; era hacer ejercicios de memoria histórica para recordar todo lo ocurrido con los poetas que quería. Una democracia no sólo es votar, sino el cambio de todas las costumbres y todas las educaciones sentimentales propias de una dictadura muy represiva. Las relaciones sexuales, el papel del hombre, el papel de la mujer, fueron muy reprimidos durante el Franquismo. Una democracia viene a transformar todo eso. Y para mí una poesía amorosa era tan comprometida con la realidad como la que defendía el derecho a la huelga o la libertad de prensa, porque estábamos luchando por una educación sentimental que rompiera con todo el Franquismo. Eso me marcó. Me he formado como persona y como poeta en la historia de la Guerra Civil y sus consecuencias. Hoy cumplo 66, el dictador murió hace 50. Todo el proceso de mi educación, la experiencia de la infancia y la adolescencia, todavía lo viví en una dictadura fruto de una Guerra Civil desembocada por un golpe de Estado.
Ahora que menciona al amor, hay una cita de Juan Ramón Jiménez donde dice que el amor le da sentido poético a la vida.
Juan Ramón es un grandísimo poeta, pero en cuanto al amor, yo me tomo más en serio los sentimientos. Él defendió mucho la poesía racional. La poesía de Jaime Gil de Biedma, de Ángela Figuera, autores de la posguerra española, me enseñó que la historia no sólo pasa por los grandes acontecimientos... pasa por los sentimientos. La literatura te enseña que la historia pasa también por los sentimientos y los corazones. Cuando digo “te quiero” o cuando digo “soy hombre”, digo algo muy distinto a lo que decía Garcilaso en el siglo XVI. Ser hombre y la relación con la mujer en el XVI se vivía de una manera. A principios del siglo XX, mi abuela lo vivió de otra. A mediados del XX, mi madre lo vivió de otra manera. Y a principios del siglo XXI, mis hijas lo viven de otra. Cuando mi madre decía “soy mujer”, decía “soy una mujer nacida para casarme, para sólo trabajar en mi casa y para dedicarme a cuidar a mi marido y mis seis hijos, porque es mi misión en la vida”. Cuando mi hija dice hoy en España “soy mujer”, dice algo completamente distinto; no significa quedarse en su casa a trabajar, cuidar al marido o someterse a la autoridad. Mi madre tenía que pedirle permiso a mi padre para abrirse una cuenta en el banco. Eso me sirvió para comprender una cosa maravillosa que leí en Antonio Machado, cuando en su Juan de Mairena habla de la educación sentimental. Fíjate hasta qué punto los sentimientos están relacionados con la historia: hay un desfile, pasa una bandera, mucha gente la ve como si pasara un trapo, pero quien se identifica con ella tiene una emoción muy fuerte. Machado llamó la atención sobre la implicación sentimental en la historia, por eso pensé que dedicarme a la poesía era transformar la historia desde el punto de vista sentimental, que todas las transformaciones en lo público sólo son posibles si se transforman en la intimidad y en lo privado. Si no se cambian los sentimientos, no se pueden transformar las razones.
¿Escribe sus preocupaciones para defenderse de sí mismo?
Sí, es otra de las grandes lecciones de la poesía. Todas estas cosas conviene repetirlas porque vivimos en una época de tanto dogmatismo, narcisismo, creencia en bulos, mentiras y desinformación, y es muy importante decir que mi vocación en la poesía es preguntarme qué digo cuando digo “soy yo”. Déjame que vuelva a Antonio Machado. Él le explicó a sus discípulos que la verdadera libertad no es decir lo que pensamos, es pensar lo que decimos. En esta época de redes sociales, si lo viera Machado… hay mucha gente que repite un bulo sin saber que es una mentira. Y para ser libre, más allá de que te dejen decir lo que piensas, es importante pensar lo que dices. Por eso para mí la poesía es preguntarme qué digo cuando digo “soy yo”, mirarme a los ojos y saber desde qué punto de vista hablo, que no tengo derecho al autoritarismo ni al dogmatismo ni a imponer mi identidad. Me gusta la poesía porque ayuda a tomar conciencia de tu propia intimidad, a defenderla y a saber que la construcción de un yo no es imponerla, sino crear un espacio compatible donde varias intimidades se conformen para crear un nosotros.
También ha dicho que resiste a la nostalgia porque es consciente de su pasado. ¿La poesía es esa esquina donde suelen citarse la melancolía y la imaginación?
Creo que se citan las dos y me gusta mucho que lo plantees, porque me gusta hablar de una melancolía optimista. Sobre las épocas que intentan borrar la memoria, John Berger lo estudió de manera maravillosa: “La mejor manera de cancelar el futuro es borrar la memoria”. Si te sientes partícipe de una experiencia, recibes el paso del tiempo, sabes que las cosas nacen y se pierden, por tanto es importante la melancolía. Pero ella no te deja estancado, porque el paso del tiempo te ayuda a imaginar. Como el tiempo está en movimiento, el pasado va pasando, pero nos conduce hacia el futuro. En ese sentido, me gusta que la poesía sea un punto de encuentro entre la melancolía, el recuerdo del pasado y la responsabilidad de imaginar el futuro. Me gusta hablar de melancolía optimista, pero me gusta más cómo lo has formulado: un punto de encuentro entre la melancolía y la imaginación.
¿Se puede tener nostalgia del futuro?
Sí. Escribí sobre eso porque hay un momento donde te crees que el futuro está escrito. Cuando en España se consigue construir una democracia parece que todo está resuelto; está todo bien, todo va a ser perfecto. Pero la historia se complica, los sueños empiezan a resquebrarse, lo que parecía seguro se convierte en una injusticia, lo que parecía conquistado puede deteriorase. Fíjate ahora en el mundo que vivimos. La economía está en manos de países que no son democráticos. El país que iba de referencia de la democracia, Estados Unidos, se deteriora hasta el punto de estar en manos de un figurante de bulos y mentiras. Los derechos humanos, que parecían la gran conquista de 1948, no se cumplen. Estamos viendo por televisión un genocidio como el de Gaza, donde llevan más de 50 mil personas asesinadas. Uno lucha por la tolerancia, la comprensión de otras identidades, y resulta que el islamismo puede convertirse en una legitimación del terror para matar y detener gente. Y quienes nos hemos educado en Hannah Arendt, en Primo Levi, en denunciar la persecución de los judíos en la España de los reyes católicos, pues vemos ahora que aniquilan y retransmiten por televisión la muerte de miles y miles de personas en nombre de no sé qué. Es decir, cuando uno ha vivido momentos donde parecía que el futuro estaba en su sitio, ahora descubre que ha desaparecido y uno puede sentir nostalgia. Fíjate cuando te enamoras, das un beso y piensas que ese amor era para toda la vida. El futuro era estupendo. Pero de pronto te puedes pelear o acabar fatal con tu mujer, se puede ir con otro o puedes quedar viudo. Y entonces dices: “Qué feliz era yo cuando parecía que el futuro estaba claro”. Pero el tiempo te lo ha arrebatado. Por eso digo que a veces los seres humanos tenemos nostalgia del futuro.
Ha publicado una antología con los poemas que dedicó a Almudena Grandes, su mujer. ¿Cómo resistirse a la nostalgia ante la ausencia del ser querido?
La muerte es un sentimiento muy fuerte. Antes te hablaba del nosotros… cuando se va alguien lo que se rompe es el nosotros. Te quedas en tu propia soledad y la vida, que antes tenía razones, queda sin sentido. Acudí a la poesía porque es mi vocación y lo que me ha ayudado a entenderme con el mundo desde que era un muchacho. Me sirvió mucho recordar los poemas sobre la muerte que me habían marcado como ser humano: desde las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, hasta los poemas de Rosalía de Castro sobre la presencia de su propia muerte, el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejía”, de García Lorca… y de pronto uno empieza a comprender cosas que a veces, por muy claras que estén, se te olvidan en la vida, porque la vida también se hace de olvido. Uno aprende que la tragedia no es una cosa personal, un pozo, una herida, sino algo propio de la condición humana. Pienso en la muerte, en lo que me ha pasado, pero la vida humana es un diálogo con ella. Los seres humanos somos mortales y cualquier razonamiento del yo tiene que apoyarse en el razonamiento de un nosotros. Eso ayuda mucho a la hora de escribir. Cuando uno escribe un poema muy personal tiene que intentar por todos los medios que este sirva también al lector. Si yo escribo un poema de amor y no consigo que el lector piense en su amor, el poema no funciona como obra de arte. Hay que pasar una vez más del yo al nosotros. Y entonces vas pasando de una herida muy profunda a un nosotros donde es posible la comprensión, el duelo, la reflexión sobre la condición humana. Incluso se pueden sacar algunas ideas que te ayudan a seguir viviendo. Si vivir es convivir con la muerte, tienes que aprender a darle respuestas y eso significa reafirmarte en la vida. Almudena murió en medio de una pandemia y de pronto descubres la suerte que significa haber podido cuidar a una persona en un momento en el que era muy difícil, porque estaba prohibido el acceso y las visitas a los hospitales. De pronto dices: “Bueno, qué suerte haber podido vivir y cuidar a una persona”. Y después: “¿Pero cuál era mi idea del amor desde que empecé a luchar por la democracia y a decir que no era votar cada cuatro años, sino transformar la educación sentimental que era la base de mis poemas?”. Pues era el amor, no como un acto de posesión o autoridad, sino como la construcción de un nosotros basado en el cuidar y ser cuidado. Entonces los cuidados pasan a tener una raíz profunda en el sentimiento amoroso. ¿Y qué he hecho durante la enfermedad de Almudena? Seguir desarrollando mi historia de amor al cuidar a una persona. Mientras yo la cuidaba, ella me cuidaba a mí. En ese libro que publiqué, Un año y tres meses, donde hablo de la enfermedad y la muerte de Almudena, al final comprendo que aunque la herida es dolorosa, no puedo olvidarme de la suerte que ha sido convivir, cuidarla y ser cuidado treinta años por ella. Porque hay mucha gente que se muere sin haberse enamorado, o hay gente que se enamora y acaba viviendo una tragedia porque el amor no sale. Le dediqué un poema a Antonio Machado en Colliure (Francia), en su tumba. El poema acababa diciendo: “saber compartir una derrota”. Me di cuenta de que elegí la tradición de los derrotados de una guerra civil. El otro día tuve un coloquio con Luis Mateo Diez y hablamos de la muerte, de la pérdida. Los dos llegamos a la conclusión de que la derrota y la pérdida nos hacen perdedores y derrotados, pero podemos negarnos a ser un desecho, una basura de la vida; se puede llevar la pérdida con dignidad. Quien no aprende a llevar la pérdida y la derrota con dignidad, acaba convirtiéndose en un desecho. No es lo mismo ser un derrotado a ser un desecho. Yo he tenido una pérdida, soy un derrotado, me he quedado sin mi compañera, pero haré todo lo posible para no convertirme en un desecho, para seguir llevando la vida con dignidad, en diálogo con la memoria y la imaginación de un futuro donde la realidad pueda ser habitable.
¿El amor y la esperanza son eternos mientras duran?
Es un verso maravilloso de Luis Rosales. Él participó en la España de Franco, pero sería un mentiroso si dijese que no me gusta su poesía. Él dijo: “El amor es eterno mientras dura”, porque es verdad. Mientras estás enamorado parece que no hay otra cosa en la vida, pero cuando acaba el amor la eternidad se descubre como un sentimiento de fragilidad: acaba, se agota, desaparece. Frente a eso está muy bien que unas la palabra “esperanza”. Fue una reflexión que aprendí de María Zambrano. Cuando hablamos del futuro nos obligan a ser optimistas o pesimistas. Y hay veces que el pesimismo te convierte en un cínico: “Esto no tiene arreglo, da igual, yo me lavo las manos, nada tiene importancia”. Y el optimismo te convierte en un ingenuo: “Esto se va a arreglar”, luego cierras los ojos y no ves los problemas que tienes delante. El pesimismo te hace un cínico que renuncia y el optimismo un ingenuo que no comprende la realidad. En medio de esas dos opciones, el pensamiento de María Zambrano me ayudó a negociar con la palabra esperanza. A lo mejor las cosas hoy no salen bien, pero mañana sí. A lo mejor esto es muy difícil, pero habrá un momento en el que tenga arreglo. Es una manera de mantener el compromiso con el futuro sin olvidar sus problemas. En esa negociación, en un momento de crisis muy fuerte, escribí Habitaciones separadas. Como el futuro había dejado de estar en su sitio, me quedé sin él y empecé a dudar de todos los sueños. Eché a los sueños de mi casa y empecé a ver que me estaba convirtiendo en un cínico. Para no convertirme en eso pensé en volver a llamarlos, que vinieran a la casa y llegar con ellos al acuerdo de dormir en habitaciones separadas. Sigo con mis sueños, pero en habitaciones separadas. Cuando veo que mis sueños se corrompen, desde mi habitación los denuncio y les llamo la atención. Y cuando mis sueños ven que me estoy convirtiendo en un cínico, les doy el derecho de que me llamen la atención y me regañen. Esa es la manera de optar por un compromiso que no cae en el optimismo ingenuo ni en el pesimismo cínico, sino que se mantiene la esperanza de seguir comprometido con tus propios valores, imaginando un futuro.