
Imagen: Saúl Rodríguez.
César Vallejo se equivocó, los mineros nunca salieron de la mina. No remontaron sus ruinas venideras ni fajaron su salud con estampidos. Aquella madrugada del 19 de febrero de 2006, el dolor cavó profundo: tras una explosión, 65 mineros quedaron atrapados en la mina de carbón número 8 de Pasta de Conchos, ubicada en la localidad de Nueva Rosita, Coahuila. Entonces se encendió la alarma. A la zona llegaron familiares, rescatistas, periodistas y curiosos. Las horas se consumieron como un mechero y, ante la negligencia de empresarios y autoridades, la roca se convirtió en sarcófago. Al tercer día golpeó el silencio. Se detuvieron las labores de rescate. Todo se vino abajo. Aquellos hombres no volvieron a ver la luz del día.
Mónica Castellanos (Monterrey, 1960) coloca un par de vasos con agua sobre la mesa de centro de la sala. Está en su hogar, en el municipio neoleonés de San Pedro Garza García. Pasan de las cinco. Por las ventanas muere la tarde y ya se han cubierto las crestas del cerro de Chipinque. “Miró el cielo lleno de nubes”, indica un pasaje rulfiano; son tan grises como el suéter que abriga a la escritora.
Jamás imaginó escribir sobre Pasta de Conchos. Recuerda sostener los periódicos un día después de la tragedia, leer sus titulares y asombrarse por una fotografía impresa en El Norte: la mina 8, el relieve del complejo, los montículos de escoria, la planta lavadora erguida como un titán. La nota iba firmada por el periodista Daniel de la Fuente, quien años más adelante sería clave para la redacción de su novela Carbón rojo (Hachette, 2023).
Fue en 2018 cuando una prima le contó la historia de un pariente. Blas Pérez Mendoza había sido propietario de tierras en Nueva Rosita, pero las mineras se las expropiaron con malas mañas. Inició entonces una investigación abisal que escarbó en sus raíces familiares y en la tragedia de Pasta de Conchos. Viajó a la región Carbonífera de Coahuila, recorrió las minas para aprender su lenguaje, escuchó el chirrido de la maquinaria y conoció el polvo negro que suele cubrir a los pueblos cercanos. Ahí pudo ver a las familias ahogadas en reclamos, muchas de ellas encabezadas por mujeres exigiendo el rescate de los suyos. También se adentró en las hemerotecas de periódicos como Palabra y El Norte; en este último se reencontró con el nombre de Daniel de la Fuente. Entonces llamó al periodista y lo entrevistó durante dos días para ampliar su panorama. Lamentablemente, en ese proceso, la escritora perdió a su madre.
La vida no es más que una amalgama de memorias, escribe Mónica Castellanos. Carbón rojo es protagonizada por Carmina, una mujer de Nueva Rosita que escucha a los muertos. El fallecimiento de su hermana Ada, de quien estaba distanciada, la obliga a viajar a Monterrey. Si bien es capaz de hablar con los difuntos, en el funeral no le salen las palabras ante el cuerpo de su hermana. Carmina carga una mina repleta de rencor y culpa. Para variar, como si se tratara de una broma, en una iglesia cercana a su hotel, se topa de frente con el sacerdote que abusó de su hermana; el abuelo de sus sobrinos nietos Bernardo y Violeta. La mujer siente cómo tiemblan las vigas de su pasado; está a punto de caerle encima.
Es entonces cuando, en pleno duelo, Bernardo se entera de lo sucedido en Pasta de Conchos. Él es periodista y su oficio le exige estar en el lugar de los hechos. Aquello lo marca: conoce el lugar y recoge testimonios como el de Indalecio, un minero sobreviviente. Se percata de las omisiones del gobierno y Grupo México, propietario de la mina. Al mismo tiempo, intenta descubrir el origen del distanciamiento entre su madre y su tía abuela. La religión juega un papel importante en esta historia, como una antorcha que alumbra en la oscuridad. Castellanos crea así un contrapunto entre las minas de carbón y las profundidades emocionales de sus personajes. Diecinueve años han pasado desde que Pasta de Conchos se convirtió en un socavón, en un síntoma profundo. Sólo 13 de los 65 cuerpos han sido localizados. No fue el primero ni tampoco el último accidente en la zona. El 3 de agosto de 2022, otro derrumbe atrapó a 10 trabajadores en la mina El Pinabete. La presidenta Claudia Sheinbaum ha prometido a las familias continuar con las labores de rescate. Castellanos exige que se cumplan las normas para garantizar la seguridad de quienes extraen el carbón, que vuelva a ser negro y deje de ser rojo. Su rostro se cubre de enfado, como si escuchara voces; la tesitura de un grito ante el olvido. “Ni siquiera hay silencio en las montañas”, canta T. S. Eliot. Las minas son el entierro de los muertos en esa tierra baldía.
Si para escribir esta novela tuviste que conocer el lenguaje de las minas. ¿Qué hay de las minas que tus personajes tienen dentro de sí mismos?
Ese fue uno de los mayores retos. No sabía absolutamente nada del proceso de minería. Cuando oía expresiones o términos como “el polvo inerte”, “el gas metano”, “las frentes largas”, “la bocamina”, “las telesillas”, me estaban hablando en chino. Fue entender primero cómo era el proceso de extracción, las partes de la mina, en concreto cómo estaba Pasta de Conchos, que es una serie de túneles; la bocamina es una entrada en diagonal, las telesillas son estas sillas donde van bajando a los mineros, luego llegan a la plancha, un lugar previo donde empiezan las excavaciones, y entonces hay túneles diagonales que bajan al siguiente nivel. Ya trabajando en el nivel de abajo, vuelven las diagonales y vuelven a bajar a un tercer nivel, vuelven las diagonales y vuelven a bajar. Estas diagonales están numeradas. Cuando en la mina se hablaba del Diagonal 17 o Diagonal 18, yo no entendía a qué se referían. Con base en estudiar, investigar y aprender sobre el proceso, fue como pude trasladar eso a los personajes, pero de manera que no se sintiera como algo falso, que no fuera una clase ni una explicación, sino que realmente el lector pudiera descubrir ese universo, percibir y sentir lo que siente un minero cuando desciende, hacerlo a través de los personajes, de la narrativa. Ese fue uno de los retos más grandes para construir Carbón rojo.
¿Y las minas personales en tu novela?
Sí, fíjate que hay otra historia que se amalgamó. En 2019 mi mamá enfermó y falleció. Ella vivía aquí a la vuelta de mi casa. Convivíamos muy seguido. Yo creo que un día sí y otro también. Mi mamá me hablaba, siempre lo hacía al teléfono fijo, porque nunca quiso un celular. Sonaba el teléfono y yo sabía que era mi mamá —o del banco, que hablaban para ofrecer un crédito o alguna tarjeta—. Cuando ella se nos puso mal, yo trabajaba en este proyecto. Finalmente, estuvo en cuidados intensivos y falleció. Aquí en la Iglesia Reina de los Ángeles hay una cripta abajo, ahí tenemos sus cenizas. Un día fui a verla. Ya era tarde. Al bajar las escaleras —son como tres niveles— se van encendiendo las luces y ves como si entraras a la galera de un barco. En ese momento vino Carmina, este personaje, una mujer que habla con los muertos. Entonces, por un lado era la historia de los mineros, por otro la historia de Blas Pérez Mendoza y, por otro más, fue para mí el vertedero, el camino que me permitió sanar el duelo por mi mamá. Antes me preguntabas si había alguna similitud. Esta experiencia que viví, de bajar a la cripta y de tener a este personaje que habla con los muertos, me hizo ver que una mina de carbón es lo mismo que la vida interior de un ser humano: estamos llenos de recovecos, de túneles estrechos, algunos más amplios u oscuros, de esos lugares que no queremos ni siquiera asomarnos porque no nos gusta lo que vemos. Eso es parte de la naturaleza humana. Entonces dije: “Este personaje me va a permitir hacer esa analogía entre descender a las oscuridades de la persona y descender a las oscuridades de una mina de carbón”. Ahí también empecé a poner el contrapunto entre lo que vivía Carmina y lo que viven los mineros.
En el caso de Bernardo, el periodista que te inspiró Daniel de la Fuente, ¿qué tanto le afecta abordar la naturaleza humana?
Ahí hay un dato bien interesante: el periodista que se enfrenta al dolor humano y cómo lo aborda, cómo lo maneja. Con Daniel de la Fuente fue una de las cosas que observé a través de lo que le escuchaba. Él realmente estaba dolido, asombrado con lo que había sucedido. En algún momento me decía: “Mónica, yo regresé cada año, durante diez años, a Pasta de Conchos”. Eso te habla de lo que una noticia puede impactar en un periodista. ¿Y qué sucede ahí? Bueno, que el periodista puede llegar a tener esta conexión con la naturaleza humana, con el sentir, con el drama humano, con esas experiencias que le toca reportar, pero que al mismo tiempo experimenta en primera persona. No es el ejercicio ajeno o lejano que el mismo periodista puede quererse imponer, como decir: “La noticia está allá, pero yo estoy acá. No puedo alimentarme todo el tiempo de lo que estoy cubriendo”, pero sí hay un momento donde surge una conexión. Es como cuando me preguntan: “Mónica, ¿hay algo de ti cuando escribes?”. Pues sí, todo el tiempo. Yo no puedo separar por completo al escritor de la historia que se está creando; de manera inconsciente se te cuelan emociones, sentimientos, situaciones, cosas, y viene esa conexión. Yo pude ver, de manera muy palpable, que al reportero le sucede lo mismo con la noticia que está cubriendo; puede ser para bien, una noticia muy positiva, cultural, muy emocionante, de algún acontecimiento, del ballet o un Premio Nobel de Literatura, pero puede ser también el drama humano tan grave y tan tremendo como lo sucedido en Pasta de Conchos.
Está la situación de los mineros fallecidos, pero también los fantasmas que acompañan a la familia de Carmina y Bernardo, ¿los muertos siempre están presentes con su ausencia?
Yo creo que es algo definitivo. Cuando alguien me pregunta: “Mónica, ¿tú crees en la vida posterior?”, no es tanto lo que crea, sino lo que he experimentado. Que si son realidades o imaginaciones mías, pues no sé qué serán, pero estos muertos están ahí, como Carmina lo experimentaba, y no sabes a qué niveles o a qué profundidades yacen… porque eso sí sucedió, y es una de las cosas más graves: cuando los mineros entraron a la mina y sucedió el accidente, no sabían con exactitud en dónde estaban; sabían de algunos cuantos, suponían que estaban en tal parte, suponían que estaban en otra zona, pero son kilómetros de mina. Mira, me estoy enojando otra vez. ¿Cómo puede ser posible que no tengas una cartografía, por decir así, con lugares exactos donde están los mineros trabajando? De todas las fallas del rescate, esa fue una de ellas. Y esta situación de la ausencia de los muertos es como un duelo, y uno de los enfoques que tiene la novela es el derecho de las familias a cerrar el duelo. Tu pariente, tu papá, tu hermano, se van ahorita y ya no regresan, nunca viste los cuerpos, nunca pudiste cerrar ese proceso y es algo que el ser humano necesita. Es como los que mueren en alta mar, que es una cosa fuertísima. Para la familia, no tener la certeza de dónde quedaron debe ser lo peor. La ausencia de alguien querido siempre está presente en nosotros. Realmente se van, pero no se van. Lo que nosotros tenemos es el deseo de verlos, de estar con ellos, de platicar, de volver a tener esta conexión física. Pero la otra conexión, de todo lo que hubo atrás, de toda la memoria que guardamos de nuestros muertos, esa ahí la tenemos.
Hay una frase de los mineros: “Las mujeres no entran en la mina”. Pero la protagonista de Carbón rojo es una mujer y son mujeres quienes todavía abogan por el rescate de los mineros en Pasta de Conchos.
Sí, esa era otra de las intenciones. Toda la literatura minera está enfocada hacia el varón; siempre es el minero, es el hombre el que baja, el que corre el riesgo. ¿Y las mujeres?, ¿las que se quedan afuera, qué? Ellas también cargan un sufrimiento de no saber si sus esposos o hijos van a volver; con los mineros no hay certeza, nunca se sabe. Ayer veía en el periódico un cuadrito así (hace una pequeña ventana con los dedos de ambas manos), donde decía que habían rescatado al último minero de El Pinabete. Era una notita, chiquitita, y yo decía: “¡Híjole! Qué fuerte”, porque todas esas mujeres que se quedan afuera de la mina también viven su propio drama. En la novela quería girar un poco la óptica para verlas también a ellas, verlas afuera de la mina, verlas luchando. Cuando fui a las minas me impresionó que todavía estaba un grupo de viudas afuera; tenían el templetito y ellas seguían ahí. Sí, todavía hay algunas. Hay muchas situaciones que ya no abordo en la novela: las familias que aceptaron la ayuda económica, las que no; estaba la esposa de un minero, pero era la segunda, ¿entonces a quién le toca el beneficio? La tragedia trajo una dinámica compleja que creó muchas diferencias y distancias entre las familias de Pasta de Conchos.
Las minas de carbón suelen tener vigas para evitar derrumbes, ¿la esperanza de estas mujeres son las vigas que sostienen tu texto?
De alguna manera sí. Son parte esencial en la construcción de la novela. Y no sólo de la novela, sino que aún son el soporte que mantiene esta historia viva. Si esas mujeres no hubieran estado allí afuera, si hubieran dicho “muchas gracias, ya nos vamos y aquí se acabó todo”, la historia se hubiera olvidado, la misma prensa la hubiera olvidado. Sin embargo, ese tesón suyo mantiene la historia viva. ¿Cuántos años han pasado? Y ellas siguen ahí. Siguen siendo esos tablones que sostienen no sólo la novela, sino toda esta historia, y también sostienen el reclamo de mejores condiciones de trabajo. De veras que da mucha tristeza que tantos hombres que arriesgan la vida están con unos salarios muy por debajo del que deberían de recibir por el rango de riesgo que están corriendo, que la minera no se preocupe por proveer esos elementos que aseguren y garanticen, en la medida de lo posible, su integridad. Yo entiendo que puede haber accidentes, pero no tener mediciones de gas metano, con transformadores en condiciones no óptimas, no tener la cuerda de vida para que los mineros puedan salir u orientarse dentro de la oscuridad… Es decir, muchos de los elementos que en las “normas” la Secretaría del Trabajo dio por buenos cuando no estaban bien. Entonces, yo creo que la voz de esas mujeres todavía resuena en todo este sistema de la extracción del carbón.
Bernardo se encuentra en una cantina con Indalecio, uno de los mineros que sobrevivió con quemaduras, quien además tiene pesadillas y lo asalta la muerte de sus compañeros. Esta relación me recuerda a otra frase: “La memoria de los muertos se queda estampada para siempre, es imposible desprenderla de la piel”.
Yo no pude entrevistar personalmente a los mineros que sobrevivieron, pero recurrí a otras fuentes que los habían entrevistado, a testimonios directos de ellos que dejaron por escrito, y de esta manera construí a Indalecio, con todos estos testimonios. Estas expresiones son fruto de esta reflexión, de lo que dijeron en su momento: “Hay noches que me despierto y tengo esta angustia, que hubiera preferido quedarme con ellos. Oigo sus voces todo el tiempo, los oigo en la mina, los oigo”. Esa imposibilidad de volver a trabajar por el shock postraumático y de seguir viendo a los muertos. No hay esa disociación; siguen unidos a la mina, siguen unidos a los muertos. Fueron pocos sobrevivientes y a algunos los dejaron sus familias porque ya quedaron muy mal psicológicamente. Todos estos elementos que estaban en los testimonios, yo los incorporé a Indalecio; es la suma de todos ellos.
¿Debemos reconciliarnos ante la tragedia?
Ay, qué pregunta tan difícil. Yo creo que no podemos evitar la aceptación de lo que sucedió, porque ya no hay manera de cambiarlo. Tenemos que reconciliarnos desde el dolor, ver hacia adelante y a lo que se puede hacer para evitar este tipo de tragedias. La reconciliación no va a venir si esas condiciones de trabajo no mejoran. No hay manera de reconciliación mientras haya accidentes por falta de cuidado de las mineras, no hay manera de que pueda haber esa sanación. Podemos aceptar lo que sucedió, pero mientras siga ocurriendo no podremos reconciliarnos. Necesitamos volver a alumbrar estas situaciones de trabajo, lo que está sucediendo en esa zona —que la mayoría del país ni siquiera sabe que existe— y que esto sirva para algo, que estas muertes puedan evitar las muertes de otros mineros.
Tras la publicación de Carbón rojo, ¿sigues cubierta por el polvo negro de Nueva Rosita?
Sigo cubierta por el polvo negro de Rosita... yo no sé si decir que es el polvo negro o una historia que siempre va a estar ahí. Me buscan, se acercan y me dan las gracias por haberla escrito, me agradecen que haya mencionado toda esta situación, pero ese polvo va a seguir ahí, vuelvo a lo mismo, hasta que las cosas cambien. Claro, es muy difícil aspirar a que el esfuerzo tan aislado de una novela pueda cambiar las políticas de una empresa como Grupo México, que es un grupo fuertísimo. Pero espero que sí aporte algo de luz, que haga reflexionar y tomar conciencia, porque de verdad es muy doloroso.