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Noche de paz

Aun con los problemas que implicaba, la esperada Nochebuena merecía nuestros esfuerzos. Nada que ver con las exigencias que impone ahora la temporada con su torbellino de fiestas, adornos, regalos y brindis.

Noche de paz

Noche de paz

ADELA CELORIO

Me gusta ir con el verano muy lejos, pero volver donde mi madre en invierno/Y ver los perros que jamás me olvidaron/y los abrazos que me dan mis hermanos…Facundo Cabral

Antes de ser abducidos por la tecnología y su premura, para los humanos las celebraciones navideñas eran un ritual que convocaba a la familia y sus mejores modos. Era la cita anual que ofrecía seguridad emocional a la familia, momentos de consolación y alegría. Los hijos lejanos volvían a casa y nos acercábamos con un abrazo a aquellos de quienes nos habíamos distanciado. Hasta los enemigos en guerra hacían una tregua para honrar la noche de paz que mantenía encendida la llama de la esperanza.

Era de rigor cantar las posadas. Los de afuera, muertos de frío y con una velita encendida, suplicaban: “Eeen nombre del cieeelo, ooos pido posaaada”... hasta que, calientitos, los de dentro abrían las puertas: “Entren santos peregrinos, peeeregrinos, reciban este portal”.

Romper la piñata y recibir un cucurucho de colación y cacahuates era suficiente para alegrar a los chiquillos. Entre las señoras —porque si no se han enterado, somos las mujeres las que hacemos los milagros navideños— había intercambio de delicias: galletitas, turrones, frutos secos y los imprescindibles rollos de dátil y nuez. Preparaban el bacalao, los romeritos y ponían en la mesa, decorada para la ocasión, la mejor vajilla. Asistir a la misa de gallo era otorgarle sentido a la fiesta.

Aunque nunca faltaban los malabares que implicaba reunir a los seres queridos que no siempre eran tan queridos, el cuñado que con el vino arriba decidía ventilar resentimientos guardados, el bacalao que nunca quedaba como el de mamá suegra. Pues sí, pero aun con los problemas que implicaba, la esperada Nochebuena merecía nuestros esfuerzos. Nada que ver con las exigencias que impone ahora la temporada con su torbellino de fiestas, adornos, regalos y brindis, ni con la presión de los medios que proponen ejemplos inalcanzables.

Con música navideña de fondo, papá y los niños decoran un maravilloso pino entre cajas de regalos bellamente envueltos, mientras en la cocina, con un lindo delantal, mamá prepara el pavo que aparecerá dorado y magnífico sobre la mesa. Todo al estilo Martha Stewart. Todo perfecto y amable en Facebook, en la publicidad, en las películas de temporada.

Pero la realidad es más compleja. En medio del mundo enloquecido y amenazador de hoy, la temporada navideña es tensionante y costosa. Mis hijos, con familias propias, deben atender sus compromisos, y como el impresentable Maduro en Venezuela, programan la Navidad de acuerdo a sus intereses y deseos. Este año decidieron celebrar la Nochebuena en noviembre. Para diciembre tenían otro programa. Ni modo, soy minoría y me adapto. Son los signos de los tiempos. Entiendo que entre los gozos de la temporada están las fiestas, sobre todo si pongo suficiente esmero en evitarlas. Es delicioso pensar que la gente lo está pasando bien, y aún más delicioso no tener que acompañarlos en ese tumultuoso trance.

Desde mi sillón y la ternura de mis pantuflas, deseo para todos la paz, la serenidad y la irrenunciable libertad. La deseo a quienes han sufrido una pérdida —y todos la hemos sufrido. A quienes por sus conductas, sus ideas, amores que no encajan en los cauces comunes, sufren discriminación. Abrazo a quienes avanzan chocando de continuo contra terribles muros sociales. A los migrantes y sus niños que pasarán otra noche mala en medio del desamparo, la incertidumbre y el frío. A todos ellos los arropo en mi corazón aunque estoy consciente de que mi arropo ni los consuela ni los calienta. Y aun a aquellos contra los que se ha dictado alta peligrosidad social, les deseo una Noche de Paz. Bueno, a todos menos a Trump.

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Escrito en: Noche de Paz Columna Adela Celorio

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