Nostalgia
“Poniendo la mano, sobre el corazón/ quisiera decirte, al compás del son/ que tú eres mi vida, que no quiero nadie/ que respiro el aire, que respiro el aire/ que respiras tú…”. No, este disco tampoco se va a la basura. Me estoy enfrentando a la dolorosa limpieza de año nuevo y al horror de echar a la basura mis discos de 33 revoluciones: Julio Iglesias, Rocío Jurado, Plácido Domingo, Paloma San Basilio.
Eventualmente, cuando me siento chípil, me gusta escuchar los vinilos en mi vieja tornamesa. “Eso es basura, mamá”, aseguran mis hijos. “Pídele lo que quieras oír”, dijeron, y me instalaron a Alexa. No se los voy a decir, pero ¡qué porquería! Y no, no voy a deshacerme de mis queridos discos.
Todo año que termina o comienza, me hace consciente de que el tiempo pasa conmigo o sin mí, lo que me provoca una cierta melancolía. Aunque lo intento, no consigo adaptarme a la brusquedad de esos tiempos. Mi juventud fue provinciana y romántica.
Extraño la exquisitez de la moda que me vistió. La nobleza del algodón, del lino, de la seda y el guipur que cosía para las jóvenes de entonces Doña Eloína, la española que nos aclaraba: “no soy modista, soy sastresa”. Ni hablar de la mezclilla que por entonces comenzaba a abrirse paso entre los hippies, que mi papá consideraba ejemplo de toda perversión.
Siento nostalgia de la femineidad tan devaluada, y de la caballerosidad masculina, hoy denostada también. Entiendo que vivir es perder y en adaptarse consiste la cordura. Quizá por eso la mejor preparación para la vida sea aprender el arte de renunciar.
En mi larga vida sería casi imposible hacer un recuento de mis pérdidas, unas tan dolorosas que me resulta imposible nombrar. Una pérdida que resiento cada día es la del pudor. “Soy mujer y tengo un secreto”, repetía mi abuela. Esto quería decir que había ciertas cosas de la naturaleza femenina que pertenecían al ámbito de la privacidad. No que fueran vergonzosas, sólo eran íntimas.
Para resguardar la intimidad se inventaron las benditas puertas, del baño, la de la recámara. Cerrar la puerta de nuestra casa nos asegura un espacio de libertad. Y no es que me escandalice, pero creo que es un atentado contra la privacidad convertir todo en espectáculo. El pudor ha sido eclipsado por los medios de comunicación. Las actividades propias de la naturaleza humana que tenían lugar en la privacidad, hoy, en nombre del realismo, se han convertido en espectáculo. La desnudez, el vómito, sexo explícito. Calzones abajo, las mujeres en el WC, insertándose el indicador de embarazo en la vagina: todo sucede frente a las cámaras.
Lo que antes era íntimo, hoy en los medios forma parte del menú cotidiano. Ensombrece mi ánimo ver en pantalla, filmado crudamente y sin delicadeza, el momento inefable, pero también de vulnerabilidad absoluta, de dolor y lágrimas en el que Dios concede a la mujer el prodigio de dar a luz una nueva vida. Si eso no merece el respeto y la privacidad más absoluta, entonces nada lo merece.
Conste que este comentario no pretende ser un juicio moral, cada generación refleja los signos de sus tiempos. No me escandaliza la exhibición, sólo me parece que es un grosero atentado contra la intimidad. Sólo me parece que extinta la privacidad, vamos perdiendo lo que nos diferencia de los animales. Influye en estas líneas, pacientísimo lector, lectora, la melancolía algo ebria que me provoca el mes de enero. Ni modo, me voy acostumbrando a perder. Pero mis viejos discos no.