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Sacrificio, el último legado de Andréi Tarkovsky
En su séptimo y último largometraje, el director ruso condensó las preocupaciones que había abordado en sus obras anteriores acerca de la condición humana, particularmente el ocaso de la espiritualidad en favor de un “progreso” que solamente perpetúa dinámicas de poder destructivas, así como la pérdida de la memoria histórica y su más grave consecuencia: la guerra.
Sacrificio (1986) fue estrenada tan sólo ocho meses antes del fallecimiento de Tarkovsky, quien la dirigió ya enfermo de cáncer de pulmón. Quizá por eso una de las ideas que atormentan a los personajes es el miedo a la muerte, cuestión existencial más presente en este filme que en cualquiera de sus anteriores.
PLANTEAMIENTO FILOSÓFICO
La película comienza con un plano secuencia que dura casi 10 minutos, donde se plantea el estado mental del protagonista, que habrá de marcar el rumbo no sólo de las siguientes 24 horas —espacio temporal en que se desarrolla la trama—, sino también de la historia de la humanidad. En esta escena, Alexander, un reputado crítico de arte y actor retirado, planta un árbol cerca de la playa con ayuda de su pequeño hijo, a quien llama “Little Man” —una referencia a los nombres de las bombas atómicas que destruyeron las islas de Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial: Little Boy y Fat Man—. El hombre le cuenta al niño un relato en que a un monje le fue encargada la misión de regar un árbol muerto todos los días, tarea que cumplió a cabalidad hasta que, después de tres años y contra todo pronóstico, floreció. Entonces Alexander confiesa que está seguro de que si una persona realizara el mismo acto todos los días, a manera de ritual, podría cambiar al mundo. He aquí la primera aparición de un elemento vital para esta obra: la esperanza.
Momentos después llega el cartero del pueblo, Otto, quien entrega un telegrama a Alexander. Se trata de una felicitación por su cumpleaños, el cual se celebrará ese mismo día en su casa. El mensajero le pregunta a su amigo, en esa fecha tan significativa, cuál es su relación con Dios, a lo que Alexander responde que esta es nula. De aquí emana otra piedra angular para la cinta: la transformación espiritual.
Entonces Otto comienza a reflexionar sobre el paso del tiempo, recurriendo a un pasaje de Así habló Zaratustra, de Nietzsche, en que un enano asegura que “toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo” justo frente a una puerta donde convergen pasado y futuro. Este es un planteamiento trascendental más en la película, pues expone la noción de un eterno retorno donde todo se repite en una espiral infinita de sucesos. En este caso, lo que siempre vuelve es la guerra.
La escena culmina con un monólogo en el que Alexander reflexiona, sentado bajo un árbol, sobre la decadencia de la sociedad. Se lamenta de que el ser humano haya violado en repetidas ocasiones a la Naturaleza, dando como resultado “una civilización construida en la fuerza, el poder, el miedo, la dependencia”, que tan pronto como logra un avance científico, lo pone “al servicio del mal”. “Pecado es aquello que es innecesario. Si ese es el caso, toda nuestra civilización está construida en el pecado, de principio a fin”, concluye, convencido de que es demasiado tarde para encontrar una solución, pero, a la vez, deseoso de que no fuera así, de “poder dejar de hablar y, en cambio, hacer algo”.
Es importante mencionar que el metraje fue rodado durante la Guerra Fría, cuando el mundo entero estaba bajo la amenaza de un ataque nuclear entre Rusia y Estados Unidos. Tomando esto en cuenta, el discurso del protagonista cobra aún más sentido, pues era una época de gran progreso tecnológico y científico —la carrera espacial estaba en su auge, por ejemplo—, pero el principal motor de ese desarrollo era una competencia de poder que en cualquier momento podía desembocar en un conflicto bélico sin precedentes.
LA HISTORIA SE REPITE
Una vez en casa del cumpleañero, la celebración se ve interrumpida por el sonido de un bombardero y la noticia, transmitida por televisión, de que ha iniciado la guerra. Con ello se desata un temblor, la oscuridad —el servicio eléctrico se interrumpe— y un terror generalizado ante la incertidumbre.
Contrario a lo que suele caracterizar al cine apocalíptico, Tarkovsky se abstiene de mostrar la histeria colectiva, las huidas masivas, la violencia explícita. Por el contrario, opta por presentar el estado emocional de una sociedad cerca de su propio fin mediante un lenguaje cinematográfico que refleja más una realidad interior que una realidad objetiva.
Todo transcurre dentro de la casa, donde los personajes están confinados y se mueven pausadamente esperando a que pase lo que tenga que pasar —muy probablemente la aniquilación, a pesar de que la voz del televisor indicó que lo más seguro era quedarse en casa—. La espera se extiende en planos secuencia largos, donde todos intentan asimilar este recién iniciado capítulo de la historia y darle un sentido a través de la razón, aunque claramente fallan en tal propósito. Los silencios son prolongados y pesados, al igual que los movimientos de cámara. Los colores se vuelven tan insaturados que parecen haberse desvanecido por completo, como un augurio de lo que podría pasarle a la vida sobre la faz de la tierra.
Es entonces que Alexander retoma su relación con Dios, orando y ofreciéndole deshacerse de todo lo que ama a cambio de una oportunidad más para la humanidad. Otto le indica que vaya a buscar a su propia sirvienta, María, pues él sabe que es una bruja y puede ayudarlo a detener la catástrofe. Tal vez porque su educación racional no puede brindar ninguna solución en ese momento, Alexander decide recurrir a la magia y visitar a esta mujer, con quien tiene relaciones mientras ella le brinda palabras de consuelo y lo acoge en un abrazo que hace flotar sus cuerpos desnudos sobre la cama.
A la mañana siguiente todo está en calma, como si nada hubiera pasado. La petición del protagonista se ha cumplido, pero ahora deberá cumplir con su parte del trato: el sacrificio. Es como si el Dios que Nietzsche había dado por muerto hubiera resucitado, así como el árbol que floreció después de haber sido regado por el monje, así como Hiroshima renació de entre las cenizas tras el estruendo de la bomba atómica.
El eterno retorno se manifiesta en este resurgir de la vida, pero también en la tabula rasa que representan las nuevas generaciones, encarnadas por el hijo de Alexander, para quien nunca hubo ningún peligro porque estuvo dormido todo el tiempo en la casa, reposando una operación reciente en la garganta. Cuando el niño habla por primera vez en toda la película, dice lo siguiente: “En el principio estaba la Palabra, ¿por qué, papá?”, luego de haber regado el árbol que plantaron el día anterior. Su padre no está ahí para resolver su duda, pero quizá la respuesta tenga que ver con que a través de la palabra se transmite la historia, y si esta no se transmite, la humanidad está condenada a repetirla.